No. 47 / Marzo 2012 

 

Cartapacios
Por Tedi López Mills

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No. 47 / Marzo 2012


Prológo a Traslaciones

 

Cartapacios
Tedi López Mills
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Agradecimientos

En primer lugar, quisiera agradecer a cada uno de los poetas-traductores que han colaborado en la factura de este libro. En segundo, a Aridela Trejo y a Víctor Altamirano, sin cuya asistencia habría sido mucho más arduo llevarlo a buen término. Finalmente, a Marco Antonio Montes de Oca, por el ejemplo.

Aclaración

Mi costumbre de instaurar costumbres es el origen más primitivo y personal de esta antología: si algo funciona, por qué no intentar reproducirlo: no, claro, con exactitud —eso sería inmodesto— sino con suficientes semejanzas como para que la segunda vuelta sea un homenaje a la primera. En el caso específico de este libro, el modelo que me propuse calcar (y, por lo tanto, celebrar) fue El surco y la brasa. Traductores mexicanos, compilación de traducciones de poesía realizada por Marco Antonio Montes de Oca y Ana Luisa Vega, y publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1974.

La selección incluía a 38 traductores y cubría un lapso de 58 años, de Alfonso Reyes (nacido en 1889) a Carlos Montemayor (en 1947), pasando por Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Salvador Novo, Gilberto Owen, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Jaime García Terrés, Tomás Segovia, Gabriel Zaid, Ramón Xirau, Eduardo Lizalde, Gerardo Deniz y José Emilio Pacheco, por mencionar sólo algunos de los nombres fundamentales. Curiosamente, entre ellos había varios prosistas: Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Juan García Ponce, Carlos Monsiváis, y dos dramaturgos, Rodolfo Usigli y Sergio Magaña. El poeta más traducido fue Rimbaud, seguido por Paul Claudel y Tu Fu, y el idioma predominante fue el inglés.

Esta segunda vuelta, en cambio, cubre un periodo más breve, de veinte años; empieza casi donde termina la anterior, con José Emilio Pacheco —nacido en 1939—, y llega hasta Alfonso D’Aquino —en 1959—. Los traductores son 33 en total y los poetas más traducidos: Eugenio Montale, Fernando Pessoa y Wallace Stevens. El idioma que domina, huelga decirlo, es el inglés; luego, mucho más lejos, viene el francés y, finalmente, aun más distante, el italiano.*

Debo señalar que mi decisión de abrir con Pacheco, que, junto con Aridjis y Montemayor, ya figuraba en El surco y la brasa, responde a una mezcla de indisciplina cronológica y propedéutica literaria: quise, por una parte, reordenar un final arbitrario para que fuera un principio necesario y, por la otra, fijar un ejemplo; es decir, instaurar el rito de otra costumbre. Suena, supongo, misterioso, pero así suelen serlo las predilecciones personales. Espero que ésta se reconozca como un atributo no ya sólo de una lectura propia sino de una tradición.

Las visiones son inevitablemente parciales. José Emilio Pacheco, Pura López Colomé, José Luis Rivas, Mónica Mansour, José Vicente Anaya, Elisa Ramírez, Miguel Ángel Flores, Alberto Blanco, Luis Cortés Bargalló, Jorge Esquinca, Fabio Morábito, Verónica Volkow, Gerardo Beltrán, por ejemplo, han traducido no sólo poemas sueltos de diversos autores, sino obras enteras de numerosos poetas: Eliot, Pound, Perse, Ginsberg, Strand, Montale, Larkin, Heaney, Ashbery, Bishop, Michaux, Walcott, Brodsky, Szymborska, etc. Lo que ofrece este libro, en consecuencia, es apenas un botón de muestra de la labor de cada uno de los poetas-traductores: alrededor de veinte cuartillas de sus traducciones predilectas. Confío en que, a la larga, tal cifra fortuita se redondeará en un número mágico.




Prólogo

                                                                                                        No existe una musa de la
                                                                                                        filosofía, como tampoco existe
                                                                                                        una musa de la traducción.

                                                                                                                           Walter Benjamin

La primera teoría acerca de la imposibilidad de traducir ha de haber nacido con la primera traducción. No pretendo con esto aludir a una verdad histórica, difícil de establecer, sino más bien resaltar los extremos de una paradoja o, dicho de otro modo, de una especie de falacia teleológica. Parecería que desde el más remoto e imaginario ayer hasta el día de hoy —y he aquí una tesis fantasiosa de puro tiempo— tras cada traducción, de poesía sobre todo, persiste la sombra de una condena conceptual: más allá de cierta superficie, no se puede pasar de ese idioma, de ese artefacto de palabras, a otro, al que sea, donde se trate, ilusamente, de simular la parte primordial del texto traducido, aquella que nuestros hábitos sublimes denominan intransferible.

Ante esta limitación poco importa el dato vulgar de las más que innumerables traducciones. Siempre surgirá el escollo, la brutal y luminosa perogrullada, de que el otro idioma, el vástago, no es y no será jamás igual al de origen. O, enunciado en términos más especulativos, de que la existencia —es decir, en este caso, la de la cantidad innegable de libros traducidos— nunca logrará resolver el dilema de la esencia: aquella certeza antigua, religiosa, que obliga a la inmovilidad, porque en el traslado a otra materia, a otro sentido, a otro lugar, a otra época, se pierde precisamente el espíritu. ¿Qué queda? Yo respondería que otro espíritu, pero entonces lo abstracto empezaría a aproximarse a lo metafórico y a una noción aun más confusa de un oficio que, en realidad, revela más soluciones que problemas: cada traducción consiste en eso, lo cual no significa que el desenlace más o menos feliz cuente con un procedimiento claro y verificable. “Las ‘soluciones’ —escribió Wittgenstein— pueden coexistir con la ausencia de cualquier método sistemático para llegar a ellas.”

El asunto —valga la obviedad— es de naturaleza práctica; por lo tanto, incluso más complejo, ya que, además del puro azar, conlleva una fuerte carga moral. ¿Cómo debe uno comportarse con el texto que uno va a manipular, trastocar, mudar (a veces, rumoran las malas lenguas, hasta mejorar)? Las opciones, históricamente, no son múltiples. Cicerón, al explicar su traducción de Demóstenes, describió una de las iniciales: “Traduzco las ideas, sus formas… pero las traduzco en un idioma que esté a tono con nuestras propias convenciones. Por ende, no he hecho una traducción palabra por palabra…” Traducir, en esta acepción, equivalía a apropiarse del original, modificarlo según las exigencias del idioma alterno, que era el dueño absoluto de las reglas. Posteriormente, San Jerónimo, santo patrono y mago de los traductores, empleó incluso la palabra conquista: “El traductor considera que el contenido es un prisionero que él trasplanta a su propia idioma con las prerrogativas del conquistador.” Habrá sido, me imagino, en un momento inusual de jactancia, pues se refirió también a dos vías sacrosantas: trasladar palabra por palabra en el caso de los misterios, pero significado por significado en otras instancias. Dudo que haya habido mayor acto de malabarismo que el suyo. Si era posible traducir las Sagradas Escrituras, cómo justificar las dificultades insalvables de cualquier otro texto; tal vez con una teoría de la degeneración. A fin de cuentas, no hubo o no hay original más original que el Evangelio. Si los misterios fueron transmisibles palabra por palabra, ¿dónde residió el problema? Precisamente en el territorio desconcertante de la posibilidad.

En su libro Después de Babel, George Steiner señala que gran parte de las teorías seculares sobre la traducción proviene de la disyuntiva teológica de que el mensaje divino se pudiera enunciar en otras lenguas. Para mitigar tal profusión se introdujo un elemento de impureza, de blasfemia: un solo original y numerosas versiones inferiores. El libro de todos los libros, al propagarse, sería, por coherencia teológica, imperfecto. Y la conciencia de esa falla estructural, mística, el fervor por un texto original que no podremos nunca leer salvo pobremente en nuestro propio idioma, con el que nos hemos construido algo así como alma o fe, acabaría por transferirse a la traducción de poesía, hasta convertirla en una especie de religión cuyo dios, el severo original, opacaría una tradición entera de lecturas. ¿Qué vemos, qué oímos, qué percibimos, cuando leemos, o releemos, como dice Italo Calvino, a “nuestros clásicos”, casi siempre en idiomas bastardos? ¿El espíritu o la letra? Mirado así, tantas versiones de versiones desembocan tristemente en un canon diluido. Las distancias, además, pueden mermar aquella inexactitud que permite reincidir en la sensación de antigüedad, ya ajena, en un texto. Yo no sé qué Homero, qué Hesiodo, qué Safo, qué Arquíloco, qué Virgilio, qué Catulo, qué Ovidio, en prosa o poesía, me haya tocado leer (por no citar a autores más próximos o literaturas como la china o la japonesa), pero ha sido siempre con la previa anticipación de algo que ya conozco. Las historias, las imágenes, los ritmos paradigmáticos, según mis cotejos carentes de cualquier original, sí se han trasladado hasta acá y hoy ya son casi anteriores a su escritura y a sus versiones oficiales y oficiosas. A “nuestros clásicos”, por fortuna, no se les aplican las mismas restricciones de intraducibilidad ontológica; con ellos (y con ciertos idiomas resueltamente desconocidos) nos tomamos libertades que serían inadmisibles a la hora de traducir, digamos, a Baudelaire, a Manley Hopkins o a Dylan Thomas, cuyos poemas poseen una individualidad inviolable que en Teócrito o Tu Fu parece elusiva y ya despojada.

Hay, por lo tanto, un umbral de tolerancia en este culto: se puede pecar contra el original, relegarlo y privilegiar su versión o, más bien, su imitación; si no, ¿cómo poseerlo, cómo salvarlo? Eso hizo Cicerón con Demóstenes al trasladarlo al latín con total desparpajo; eso hicieron Boscán y Garcilaso y el Siglo de Oro con el soneto italiano, con Tasso, Petrarca y Ariosto. La traducción literaria, hasta el Renacimiento al menos —aunque ¿cuál de todos si ya hay tantos?— fue inventiva y, felizmente, irrespetuosa; creó géneros en su propio idioma y se fabricó un pasado primigenio, una Antigüedad, una mitología, una retórica y hasta una oposición al embargo de aquel coto ceñido —mezquino, añadiría yo— de “lo nuestro”. La “querella de las lenguas” tuvo (y tiene) siempre adeptos. Cervantes, en la segunda parte del Quijote, se disputó con los malos hábitos de aquellos que insistían en traducir de las “lenguas fáciles”:

…me parece que el traducir de una lengua en otra es como quien mira los tapices flamencos por el revés: que aunque ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución… Y no por eso quiero inferir que no sea loable este ejercicio de traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen.

En un mundo al revés, donde siempre estaría uno de los fantasmas del Quijote, no habría líneas paralelas, pues tal percepción sería demasiado fácil y, por tanto, el mero espejismo de un universo más enrevesado, donde cada línea aspira a un nudo; tampoco idiomas que compartieran un mismo instinto de lógica, según la frase de Hegel, pues eso daría al traste con el ingenio de la deducción a partir de contrarios absolutos. Las lenguas fáciles —para Cervantes, el italiano: “poniendo…adonde el autor decía cavaglieri, “caballeros”, y donde el otro decía arme… armas, y donde amori, “amores”— son aquellas, supongo, cuyas hormas se reproducen de manera muy similar en otros idiomas —el inquietante pain-pan— y cuya capacidad de adaptación obra en contra de la traición creativa que distinguía a la traducción de los clásicos. Con la amenaza de la igualdad surge la de la literalidad, y cualquier buen traductor, según esta hipótesis, despreciaría tal pase sin restricciones.

La ambivalencia es constante: lo ajeno como propio o como algo íntrínseco e irremediablemente ajeno. Si hay reglas, ¿cuándo se vale infringirlas? John Dryden escribió que, por empatía, un poema al traducirse debe siempre verterse en otro poema. Señaló tres vías: la metáfrasis, palabra por palabra; la paráfrasis, el sentido por encima de las palabras, y la imitación, “donde el traductor… se toma la libertad no sólo de alejarse de las palabras y del sentido, sino de desecharlos cada vez que le haga falta”. Ninguna fue un hallazgo propio; sin embargo, ejecutarlas representó para él un padecimiento personal. En 1685, en el prefacio a sus traducciones misceláneas, confesó que “desde hace medio año me he visto perturbado por la enfermedad (la llamo así) de la traducción; sus helados arrebatos en prosa, que siempre me provocan más tedio…; luego los ardientes… con este volumen de miscelánea poética.” ¿Qué lo perturbó? Primero, tener que elegir un frágil justo medio entre las tres vías; después, quizá, la transgresión forzosa, la tenue frontera entre la legalidad y la ilegalidad, los excesos de la identificación, el maldito original, a veces tan dispuesto a mudarse del otro lado, otras tan recóndito que sólo se hacía visible por medio del disfraz que mejor lo imitaba.

En el reino fantástico de las abstracciones el orden de los factores resulta insólito. Podría afirmarse que sólo gracias a la traducción surge el original, la idea poderosa de un texto encerrado en sí mismo y dueño de su propia definición; que su presencia es, hasta cierto punto, posterior o, al menos, tan inestable que a veces aparece por detrás y otras por delante. También, como escribió Benjamin en su ensayo La tarea del traductor, que la traducción permite la incómoda participación de un destinatario, pues se traduce pensando obsesivamente en quien va a leer, lo cual no ocurre, salvo de modo clandestino, cuando uno escribe. Al destinatario, además, no hay que ocultarle la sombra de un origen. Para Benjamin la culpa es un camino directo al conocimiento; en su visión teológica, pesimista —donde hasta Dios podría ser el último eslabón de un error— postula un idioma esencial, primigenio, y sugiere que en toda traducción hay una forma de sacrificio que sólo es posible expiar si se conservan los “ecos” del original. Conseguirlo no ha de ser sencillo si uno traduce con apego; se tendría que emplear una dosis manejable de superchería, de incorrección. Así lo aconseja Ortega y Gasset en Miseria y esplendor de la traducción: “Traducir de modo que la otra traducción se transparente en el idioma traducido: imagino, pues, una forma de traducción que sea fea… que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer…” Asombrosamente, traducir con torpeza, según esta escuela, sería como una prueba de fidelidad ante el dogma filosófico de que entre un idioma y otro hay abismos insalvables, no sólo de palabras sino sobre todo de pensamiento. El azar procrea sinónimos; el pensamiento, en cambio, sólo un vocabulario determinista que se expresa, por naturaleza, en un idioma y no tiene jamás equivalentes en otro. “Por esto —escribió Schopenhauer— en todas las traducciones hay una imperfección inevitable.” Y más aún en el caso de la poesía, añade, donde no cabe sino aceptar, modestamente, transposiciones apenas aproximativas, toscas.

Es difícil establecer la diferencia entre costumbres y verdades. Yo tendería a creer, de manera muy condicionada, que entre los idiomas hay zonas de tránsito y que éstas se refieren en especial al pensamiento; incluso, a las constricciones que le imponen la experiencia y el mundo objetivo. Cuestión de fe quizá: lo que se piensa acaba siendo transferible; únicamente varían las palabras: de ahí que uno traduzca; si no ¿qué sabríamos? La filosofía suele inventar mónadas cuando conjetura acerca de los lenguajes, como si perdiera la intuición que la vincula a las convenciones. Las palabras no son las cosas, sin duda, ni viceversa; sólo la imaginación se atrevería a proponer tal identidad. Pero negar cualquier conexión también engendra sus propios monstruos. Las tesis sobre la intraducibilidad terminan revelando, en el fondo, un falso problema —el de que las palabras no son ni siquiera iguales a las palabras— y una desviación patológica de la teoría hacia su figura predilecta: el laberinto.

La traducción, por fortuna, ha llevado una vida doble: la teórica que la niega o que le impone el extravagante arbitrio de la imperfección, y la empírica que no ha hecho más que llevarle la contra. Entretanto, las reglas, los procedimientos, los métodos no se han alejado de las tres vías que describió Dryden: literalidad, paráfrasis, imitación, y el tópico de rigor: ars combinatoria. De acuerdo con Nietzsche, la sensibilidad histórica de una época puede medirse “por los modos en que se traducen textos y por las maneras en que se busca incorporar tiempos pasados…” En la nuestra, además de todas las traducciones precedentes y de mejores diccionarios que multiplican significados, hay severos propósitos de exactitud y de suma corrección; cómo evadir, de otro modo, a la temible translationpolice en que nos convertimos todos cuando la traducción no es nuestra. De ahí que el oficio, a veces ahíto de arte, sea angustioso: hay que respetar la suma de las partes, la del original y la que nosotros le contraponemos, salvo en aquellas ocasiones privilegiadas en que se traduce por interpósito idioma y se admite intercalar la inspiración como sustituto del conocimiento.

Sea como sea, la polémica persiste. En su ensayo sobre la traducción del Oneguin de Pushkin al inglés, Nabokov atacó —entre otras cosas— el hábito de la “traducción libre”; es decir, de la paráfrasis. Su ira es luminosa: tan cerca de la razón. Vale la pena citar algunos fragmentos del primer párrafo:

En reseñas de traducciones de poesía me topo constantemente con cosas como la siguiente que me provocan espasmos de una furia inútil: “La traducción del Sr. (o la Srta.) Fulano de Tal se lee con fluidez”. En otras palabras, el reseñista de la “traducción”, que no sabe ni podría saber nada, sin estudios especiales, acerca del original, elogia una imitación por hallarla “legible”… Rimen rima con crimen [Rhyme rhymes with crime] cuando Homero o Hamlet se riman. El término “traducción libre” huele a fraude y a tiranía… La más torpe de las traducciones literales es mil veces más útil que la paráfrasis más bonita.

Cuesta entender por qué sería deseable una traducción que no se leyera con fluidez; yo, por mi parte, las prefiero. En esto Nabokov peca de ruso supremo en los Estados Unidos (ya toda una tradición). En cambio, su comentario acerca de las versiones “bonitas”, “rimadas”, donde se altera la transparencia asequible de una traducción para reinventarla, me parece acertado. Las versiones con adorno son, para mí, como las biografías noveladas: se suspende mi confianza y tiendo a buscar no las huellas de un original, sino de un apócrifo. Vicios o prejuicios, depende de qué esté leyendo. Sin embargo, cabe reconocer que casi cualquier toma de posición es precaria, pues hay textos que no son literales ni siquiera en su propio idioma: Mallarmé, Celan, de nuevo Manley Hopkins, Donne, y un largo etcétera; o hay poetas difíciles de traducir no por complejos, sino por engañosamente sencillos (aquí se introducen todos los matices de la sabiduría): Robert Frost, cierto Auden, cierta Marianne Moore, y otro etcétera.

Nabokov señala que al traductor le sucede algo que casi nunca le ocurre al autor: puede separar forma y contenido y desechar uno para quedarse únicamente con el otro. En un mundo ideal, yo apostaría por un traductor capaz de discernir el instructivo que subyace en cada texto que traduzca y de no convertir accidentes felices en reglas. Pero eso ya equivale a una regla. Un traductor ejemplar como Pound —o tramposo, según sus adversarios— no las tenía; sólo explicaciones que eran descripciones prácticas de lo que ya había hecho en cada caso: tergiversar genialmente, inventar, recrear. Su Provenza y su China, sonidos, parajes, ríos, piedras, silencios de la luz, son hasta cierto punto las que seguimos reproduciendo en concordancia con un original interrumpido por el inglés de varios de sus poemas. Esa Antigüedad literaria es ahora también la nuestra. ¿Cuál otra? Las transmutaciones japonesas de Tablada (aquella luna de Li Po que se asemeja al agua de Tales de Mileto); las ciudades ebrias de Baudelaire y de Verlaine vislumbradas por Darío; las quietas metamorfosis del Posílipo de Nerval que algo tienen del Pierre Menard de Borges; las numerosas caras de Eliot, cuyo gesto luce diferente en cada una de sus versiones, aunque sea siempre igual; la ciencia casi exacta que lega Paz —mezcla de “pasión y casualidad”— cuando se traduce a Tu Fu o a Mallarmé; la isla y los mares de Perse; la trinchera beat, la melancolía irlandesa.

A cada lector-prestidigitador le corresponde recomponer los tres tiempos —el collage de un pasado, de un presente tenue o de un esquivo futuro todavía intraducible— y armar su propio mapa literario. En estas Traslaciones existen, lo aseguro, suficientes coordenadas.



*Para detalles de ambos libros, véanse los Apéndices.

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