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portada-hueso.jpg El hueso de la memoria
Verónica Zondek
Editorial Cuenta,
Santiago de Chile, 2011.

Por Galo Ghiglioto
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No. 48 / Abril 2012


 

 

El recuerdo como reliquia

Quizás se le asigna demasiado valor a la memoria y un valor insuficiente al pensamiento
Susan Sontag


Beatriz Sarlo, en su obra Tiempo Pasado (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005), explica a partir de la cita anterior cuál es el objetivo de su libro. Ella, a modo de declaración, agrega: “es más importante entender que recordar, aunque para entender sea preciso, también, recordar”. En El hueso de la memoria, ésta se presenta con un doble juego: en primer lugar el recuerdo como reliquia, resto arqueológico que permanece y nos entrega un fragmento de ese pasado que ya no existe. En segundo lugar este hueso como parte constituyente de una máquina que rememora, un mecanismo que piensa, evocando el pasado. Es esta segunda cualidad del libro lo que más nos llama la atención, ya que la totalidad de esta máquina se opera con el lector adentro, y cada verso es el insumo que impulsará el recuerdo de hechos indistintamente particulares y generales.

El hueso de la memoria
no es un álbum de fotografías, es más bien una compilación de recuerdos pulidos, reducidos hasta la fuerza de su impacto. Cada uno de sus golpes tiene la capacidad de mover nuestro pensamiento en distintas direcciones, según quien lee.

Esta máquina-libro está compuesta de cuatro partes, la primera de ellas titulada La miseria del ojo nos hace pensar en ese desafío que enfrenta todo aquel que pretenda recordar: reducidos a la superficie de nuestro campo visual, fuera de nuestros ojos todavía quedan miles de cosas, sucesos que no alcanzamos a presenciar, pero que de algún modo percibimos. En la segunda parte, En carne viva, la poeta declara “siempre hay un volver”, sentencia que nos refiere al renacer de cada sujeto recordado cuando lo invocamos desde el espacio de nuestras mentes. La memoria tiene esa capacidad de permitirnos la reinvención de nosotros mismos, de los muchos “yo” con los que cohabitamos a lo largo de nuestra vida. La tercera pieza de esta máquina-libro se llama El placer de la máscara, título que nos lleva otra vez al Tiempo pasado de Sarlo: “El sujeto que habla es una máscara o una firma”, dice ella en su libro, y para la máscara referida en El hueso de la memoria, hablar es placer, movilizar su condición estática a través de las palabras que se convierten en imágenes, proyectadas en una película que nos parece distinta cada vez que volvemos a ella. En la parte final, La vigila de la carne, el poema nos advierte que la vigilia persiste y la voz se extiende a la manera de una malla capaz de contener vida, memoria, de la misma forma en que un cromosoma nos ofrece distintos locus para situar genes y características de un ser.

En muchas ocasiones los poemas de este libro son mensajes en clave, que funcionan en el mismo lenguaje de los sueños: secuencias de imágenes en apariencia incoherentes que transportan una gran revelación adentro, un significado único y definido. Es preciso tomar en cuenta el contexto de producción de este libro, cuya primera edición aparece en Buenos Aires el año 1988, cuando todavía en Chile la dictadura de Pinochet causaba estragos entre las conciencias encendidas. En este sentido, es reveladora la estrofa de la parte final de La miseria del ojo: “Así nos ahogues en la confesión/ y tu in/mundo penetre/ nos retuerza la máscara/ la mueca de asco/ y no baste/ NO BASTE TU MUERTE”. El hueso de la memoria alude [in]directamente a esa época de represión y tortura, en que los artistas y activistas políticos debían recluirse en los límites de la ciudad para estar seguros, “pensionistas de la periferia nosotros”, y la economía nacional era utilizada como laboratorio de ensayo del neoliberalismo mundial, propiciado por la CIA y los economistas norteamericanos: “TIRONEAS DE MI VIDA/ y la encajas/ “very chilean”/ en el mecano tuyo”.

Quien lea El hueso de la memoria descubrirá que Verónica Zondek practica varias artes al mismo tiempo: el poema como construcción dramática de una vida que se multiplica, y la danza de una voz que se transforma en movimientos de brazos y piernas imaginarios, de extremidades como palabras que bosquejan un espacio de recuerdo. La memoria como coreografía que no puede escribirse, porque ella misma es [un ejercicio de] registro. O como dice al final del libro: “no puedes herir mi piel/ porque tengo nombre/ y no lo olvido”.


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