Ricardo Martínez, el pintor del silencio


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A dos cuadras de la Plaza de la Constitución, Zócalo de la Ciudad de México, en el espléndido palacio colonial del siglo XVI que hoy alberga al Museo de la Ciudad de México, se llevó a cabo la presentación del Libro Ricardo Martínez. 

Esta publicación es el punto culminante de la primera retrospectiva magna del pintor, cuyo objetivo fue la presentación de su trayectoria artística a las nuevas generaciones.

No. 48 / Abril 2012


 
 

Ricardo Martínez, el pintor del silencio

Por Claudia Sánchez Rod

 

Lo menos que puedes hacer con tu devoción es respetarla...
Ricardo Martínez de Hoyos

A dos cuadras de la Plaza de la Constitución, Zócalo de la Ciudad de México, en el espléndido palacio colonial del siglo XVI que hoy alberga al Museo de la Ciudad de México, se llevó a cabo la presentación del Libro Ricardo Martínez.

Esta publicación es el punto culminante de la primera retrospectiva magna del pintor, cuyo objetivo fue la presentación de su trayectoria artística a las nuevas generaciones. Era 14 de julio, el año pasado, cuando se inauguró la exposición, ésta abarcó el extenso periodo creativo de Ricardo Martínez (1918-2009): desde sus cuadros fechados en 1940, que anunciaban ya la fuerza desbordada de un artista fundamental en ciernes, hasta el último cuadro, ése que quedó inconcluso cuando Martínez tuvo que dejar su estudio de la calle de Etna por una indisposición física, pensando en volver tan pronto como fuese posible para terminarlo. Así se lo dijo a Mauro, su fiel asistente.
 
espacio-ricardomartinez-presentacion.jpgRicardo Martínez no volvió más, pero dejó tras de sí el caudal infinito de sus trazos.

El catálogo resume, en la medida que es posible, el goce estético ofrecido al espectador en la contemplación de las más de cien obras expuestas, entre óleos, bocetos, documentos y fotografías —de las más entrañables— del artista.

La realización del documento estuvo respaldada por la Fundación Ricardo Martínez, la Secretaría de Cultura del Distrito Federal y el Museo de la Ciudad de México; los textos estuvieron a cargo de Erik Castillo, Ernesto Lumbreras, Jaime Moreno Villarreal, Myriam Moscona e Ignacio M. Sánchez Prado.

Cristina Faesler, directora del Museo de la Ciudad de México, fue moderadora del acto al que asistieron amigos y seguidores de la obra del artista, además de sus hijos Ricardo, Zarina y Pablo Martínez Lacy, herederos, creadores e impulsores de la Fundación Ricardo Martínez.

Faesler abrió el evento con unas palabras de Elena Cepeda, Secretaria de Cultura del Distrito Federal, luego cedió la palabra al crítico de arte Erik Castillo:

 [...] para ser un artista contemporáneo en los años 20 había que tener consciencia de lo que había pasado 1500 años antes de Cristo y lo que había sucedido en el siglo XX, cuando comenzaba. Había un cúmulo de tiempo involucrado en una forma de ser; la Escuela Mexicana, sin estar plenamente conectada con lo más avanzado de las vanguardias finalmente construyó esa noción de lo que podía ser la imagen, así que el muralismo, o el nacionalismo en clave privada e íntima que se desplegó durante los años 30 a los años 40 era un tipo de arte que para construir su concepto de actualidad estaba involucrando energías muy poderosas que se remitían a muchas eras y no sólo a lo nacional, sino a una noción distinta a lo que hoy entendemos como globalidad de lo internacional. En ese sentido, toda esa narrativa que imaginó lo que la Revolución Mexicana sería o lo que tendría qué significar el advenimiento de la gracia para una nación estaba puesto ahí, en esos dibujos, en esas fotografías, en esos tramos y en ese metraje del mural. Cuando todo esto entró en crisis, los jóvenes que aparecieron en el arte mexicano entre los años 50 y 60, y que se conocen como la generación de la ruptura, tuvieron que romper con eso y demostrar que el sentido del arte no estaba en ese relato pro revolucionario, ideologizado, construido como una gran historia sobre la humanidad o sobre el sujeto; esos jóvenes descubrieron que el arte podía ser tan misterioso y tan impactante aunque sólo tratara sobre el acto de mirar. El abstraccionismo mexicano de los años 60 de alguna manera buscó demostrar que la pura experiencia perceptual, el enfrentamiento con el color, el enfrentamiento con eso que podríamos llamar la expansión de los sentidos, era tan importante como la construcción de un relato alegórico, historicista, identitario. Normalmente se entiende que los artistas de la generación de “la onda” o los jóvenes mediáticos de los años 60 no pudieron comprender el valor del significado que había detrás de los murales de Diego Rivera o de la enunciación comunista de todo ese cúmulo del taller de artistas de Gráfica Popular, o que no estaban entendiendo el esoterismo de la interpretación de la historia que se encontraba, por ejemplo, en la obra de José Clemente Orozco, sin embargo, si uno se aboca, por ejemplo, a la lectura de la escritura de Juan García Ponce, descubre que la mirada de las cosas, de los objetos, la pasión por la estructura del mundo sólo como una experiencia de la forma es tan importante como una construcción filosófico-histórica del pasado y del presente. Esos jóvenes de la ruptura demostraron que se podía crear arte sólo con la pura experiencia del color o con la lectura interna de la experiencia del mundo visible. Ricardo Martínez es justo el crisol que está entre esos dos mundos. En su obra, igual que en la de Tamayo, pero de una forma mucho más notoria, se advierte que el arquetipo, lo edípico, la madre, la representación del paisaje como un cuerpo, la gran historia mexicana, contada a partir de la forma, es viable. A finales de los años 50, cuando se hicieron las grandes exposiciones, recién fundado el Instituto Nacional de Bellas Artes, sobre lo que había sido la continuidad cultural mexicana, el único artista emergente que figuraba era Ricardo Martínez. Él fue, sin quererlo, y al mismo tiempo jugando ese papel, ese gran catalizador del final de una era hacia el principio de otra. En su obra se nota la posibilidad de encontrar un umbral entre el arte que puede descifrarse como un significado muy complejo y el que sólo puede experimentarse como una presencia formal, matérica: en la luminiscencia, en el abandono a la reducción, en la síntesis, en el puro placer por el dibujo lineal y en el recordar los residuos de lo que fueron los monumentos de significado, su obra es siempre sencilla, en ella aparece la capacidad de relatar algo que es muy legible y que al mismo tiempo tiene detrás todos los siglos de la complejidad . Es como ver a golpe de vista y comprender lo que está contado y sin embargo no quererse retirar, porque en su obra hay una invitación a la contemplación de largo aliento y al mismo tiempo una especie de suprema facilidad para decir “tú ya viste lo que esto significa pero puedes quedarte una eternidad”. En su sabia capacidad para ser trivial está escondida la sabiduría para no alejarse de la complejidad [...] Ricardo Martínez, en su ejercicio silencioso, como el de Cézanne, en el sur de Francia, o como el de cualquier otro que decidiera, en su libertad, aislarse, pudo hacer para una nación la versión simple de significado de la construcción de su identidad [...] él fue quien cerró las puertas del palacio de la significación.


El poeta Ernesto Lumbreras, a su vez, dijo que “El mundo desvelado por Ricardo Martínez [...] se inscribe en aquellas coordenadas plásticas y espirituales. Sus portentosas figuras –ingrávidas de historicidad, es decir, de crimen y de usura– surgen en esta actualidad, siempre menesterosa y a punto de colapsarse, como memoria de una edad dorada.”

Luego de la explicación que dio Selva Hernández sobre el diseño del catálogo, Zarina Martínez Lacy, hija del pintor, cerró la presentación hablando de los “diferentes ángulos de percepción de la obra de Ricardo Martínez: Ernesto Lumbreras hace un recorrido de la trayectoria del artista a partir de su primera exposición en la Galería de Arte Mexicano, en 1944; la apreciación de Jaime Moreno Villarreal destaca dos momentos clave en su trayectoria creativa; en una interpretación que parece más personal, Miriam Moscona ve más allá de lo que algunas obras de su selección ofrecen al espectador en un primer contacto; Erik Castillo lo sitúa en un parteaguas entre dos períodos de la plástica: el de la Escuela Mexicana de Pintura y el de la Ruptura [...] mientras que Ignacio Sánchez Prado aborda la presencia del arte prehispánico en la obra de Martínez y su especial “mexicanidad” [...] Esperamos que el legado de Ricardo Martínez se afirme con la creación, en un futuro que deseamos próximo, del Centro Cultural que lleve su nombre.”

En un tono más personal, Zarina afirmó que para ella “resultaba difícil separar al artista del padre; al estudio de la casa. Para mí Ricardo Martínez fue un padre siempre presente físicamente, pero nunca tuve, o nunca me di, la posibilidad de ver al artista y su obra desde afuera, a pesar de haber leído lo que se escribía de él. Hasta hoy.”

Faesler afirmó que el libro se distribuiría en Estados Unidos, Asia, Europa y América Latina.


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