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No. 48 / Abril 2012

 

Gustavo Alatorre
(México, 1979)



Ahora digo su nombre y una cantina me embiste
con la lujuria de una muchacha del aire curiosa.
Ella coloca su piedra en Babilonia y me construye
con otra en  Sodoma un templo para rezarle callado,
al oído, sobre una espalda más tersa que la bruma
de los campos Elíseos. Golpeado por el relámpago suyo,
sin más visión que su risa girando alrededor
de la cama como alabastro de qué neón traído
de afuera donde la lluvia ha redimido al potro.
Ahora digo su nombre y me purifico sin más héroe
que el canalla de sus torpezas niñas, de sus
vocablos como de humo elevándose entre el hostal.
Ahora mismo me cierro los ojos para pensarla vestida,
para mirarla entrar o recargarse en la ventana o
salir sobre la danza de sus zapatos bellos
como la silenciosa que fue, blanca
entre las cantinas de una ciudad oscura.
Ella coloca su lengua en Babilonia y me invita,
con otra en Sodoma, para rezarle callado



(Tango, brevísimo...)

Cómo quitarla de mis ojos si ella conoce al viento.
Si ella misma es el lamento del bandoneón callado en el arrabal.
Cómo seducirla con este labio mortal, con esta lengua
que le versara el reino de su belleza pagana,
la soledad tirana de su cadera peregrina.

Habrá señora en su risa para el mundo,
en ese dote de bien portada en lo amoroso,
el delicado gozo, la instantánea malicia,
la caricia que la derrumba en el aire y la devuelve ciega.

A qué santo leproso bendecirle esa figura terrena,
esos muslos como la puerta de un cielo,
el huracán poseso de sus labios quemados,
la urna donde se guarda la risa como una lluvia
                                        que no entristece,
como una tarde que se amuralla
con el derrumbe de las rosas.

 



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