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portada-rivero-lejos.jpg Lejos
Antonio Rivero Taravillo
La Isla de Siltolá
Sevilla, 2011

 
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No. 49 / Mayo 2012


 

Sueño

Más real que ese cuerpo que dormía a mi lado,
esta noche has venido a edificar mi sueño;
has creado el espacio, irrepetible y mágico,
donde el amarte no era ya ese imposible intento

con que fui modelando otras noches acerbas,
otras velas de insomnio y de asfixia en las sábanas,
de nihilismo y pistolas, cuando el amarte no era
sino víbora suelta, mordedura hasta el alba.

En el sueño las leyes quedaban en suspenso,
en estado de sitio tu antigua indiferencia.
Triunfaba la guerrilla de tu cuerpo en mi cuerpo,
marchaba mi columna a derrocar tus piernas.

Después capitulábamos por el amor vencidos,
firmábamos tratados orales con las marcas
de mis dientes en ti, de mis labios mordidos.
Caíamos rendidos sobre banderas blancas.




El baño

En el dorado mar entraste,
y azul, entre la espuma de las olas.
“Báñate conmigo,” dijiste.

Rechacé tu invitación: prefería
contemplarte en la boya de tu pelo,
los pequeños delfines de tus pies,
las movedizas islas de tus hombros,

y, lejos, desde la playa, escribir
un poema que hablara de mi cuerpo
nadando junto al tuyo, sal y agua
disueltos en un puro mediodía.

Bañándonos los dos, pero en el verso:
esta felicidad más perdurable
donde no baja el sol ni la marea.




Breve encuentro

Fue en un atasco, al salir de la ciudad:
lentamente todo se detuvo
como el tiovivo aquel en la infancia,
inminente el milagro de montarnos nosotros.
De pronto, el coche que me precedía
puso ante mí el espejo de otra vida.

Delante, iba el padre conduciendo;
detrás, la mujer con el pequeño hijo:
vista así, sin rostro, dulcemente
parecía que había robado tu melena,
tu cabellera rubia como miel
o ámbar campaniforme, repicando
en silencio hasta su nuca, tu nuca.
La desconocida imponía tu recuerdo.

Parabrisas adelante, veía
—como contemplándonos en el retrovisor de los años,
de haber sido otra nuestra vida—
lo que pudimos haber sido juntos
camino de un hogar al que volvíamos
tú, yo, y un hijo, nuestra carne.

Habría dado negativo en la alcoholemia
aunque estaba ebrio de ti y la tristeza
de habernos adivinado juntos y seguramente felices,
regreso de aquellos días compartidos.
A mi lado, el asiento
donde ayer te sentaste tantas veces,
hoy estaba vacío, ahora el coche
vagaba ya sin rumbo al no llevarte.

Al salir de la curva, aceleré alejándome
de aquel espejo de lo que nunca ha sido.
Qué no daría por que el cromado y el cuero,
las llantas de aleación y la madera,
fuesen esa carraca de matrícula antigua
y verte en el asiento de detrás,
a mil revoluciones, loco, el corazón,
llevado por la dicha de tenerte.

Atrás quedó el agridulce espejismo
como la salsa de un chino en que nunca cenamos.
No vistos, tus ojos añorados se perdieron
como faros que se hunden en la niebla.




Rito de iniciación

En La Rama Dorada, Frazer no comenta
nada sobre este rito de pubertad, en mí cumplido
ya en la madurez aletargada:
tomar unas cervezas con mi padre,
solos los dos, hombro con hombre
que a fin de resolver sus diferencias
hacen coro al pedir la última ronda.
Ligeramente ebrio, a los treinta y cinco años,
al lado de este otro hombre maduro
hoy me he hecho adulto por el rito
de un poco de lúpulo y la embriagadora fuerza
que da el viril cariño de abrazarnos
cuando ayer mismo hubiéramos podido
tumbarnos a sonoros puñetazos.
   


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