No. 49 / Mayo 2012


   Elogio de lo negro
La poesía de Esther Seligson



Por José María Espinasa

 

Cuando el gran historiador francés Fernand Braudel propuso una óptica para la historia que incluyera una perspectiva corta y otra larga, lo que estaba era en cierta forma proponiendo un remedio muy influyente en la historiografía, pero no del todo eficaz, para condición cambiante de cualquier juicio que quiera durar más de un día. Y eso que él no conoció el delirio provocado por el internet y la web. Se puede decir, con bastante confianza en no equivocarse, que Martín Luis Guzmán es uno de los novelistas más importantes de la primera parte del siglo XX, pero –por ejemplo- ya no es tan seguro decirlo de José Agustín, en la segunda mitad, juicio que hasta hace unos años parecía inamovible y hoy al menos parece estar en duda. La veleidad es más fuerte en la historia literaria que en la historia a secas, pues la literatura es un  termómetro más sensible a los cambios de gusto.

homenaje-seligson-01.jpgEscribo esto pensando en lo que ha pasado con Esther Seligson: Su obra narrativa, que comienza con Tras la ventana un árbol, en 1967, y llega hasta hoy, es junto a la de Hugo Hiriart, el propio Agustín, Federico Campbell, Juan Tovar, Jesús Gardea, Carlos Montemayor  y algún otro, lo más sobresaliente de esa generación a la que podemos llamar del 68 (los términos acuñados por Margo Glantz hace muchos años: onda y escritura, ya no funcionan hoy día). Así que cualquier crítico que se ocupe y subraye su importancia como narradora en la segunda mitad del siglo XX en México y en la primera década del XXI, tendrá, según yo, razón.

En algunos de esos textos se ha destacado también la importancia que tiene en el mismo periodo como traductora –Cioran, Levinás, Jabés- y como ensayista, otros lo han hecho con su trabajo como cronista de nuestro teatro y profesora. Pero todos los que fuimos, además de lectores, amigos de Esther, sabemos que ella tenía por costumbre sorprendernos con actitudes –¿o actuaciones?- insospechadas. Eso fue lo que hizo, por ejemplo, cuando le pedimos colaboración para la revista Grafito, efímera revista independiente a principios de los ochenta, de la cual sólo salieron dos números, y en lugar de entregarnos un ensayo, un cuento o un fragmento de novela, nos entregó un poema. Ella años después se encargaba de recoger ejemplares de la revista y destruirlos: no se reconocía –según me dijo- en esa escritura, la poesía le merecía un respeto que rayaba en el miedo. De nada servía alegarle que muchos de sus libros iban ya en esa dirección y que relatos suyos figuraba entre los mejores poemas en prosa de nuestra literatura.

Nuevamente me sorprendió cuando empezó a entregar a Ediciones Sin Nombre libros de poemas, mismos que –además- cuidaba con esmero y la emocionaban cuando aparecían con un entusiasmo más visible que los libros de prosa que habían salido antes. Pero si yo, como a veces sentía la tentación, hubiera dicho que la mejor poesía mexicana de la primera década del siglo XXI la estaba escribiendo ella los lectores se habrían sorprendido y mis colegas críticos habrían pensado que estaba delirando. Lo dije, con toda seguridad, en alguna de las presentaciones de esos libros, pero la poesía, su publicación y su hacerse público (que no es necesariamente lo mismo) toma tiempo. Así que libros como Rescoldos, A los pies de un buda sonriente, Alba Marina, Oración del retorno y Simiente son lo más secreto de una obra por sí secreta. Pero también es cierto que si su poesía es un secreto se trata de un secreto a voces.

homenaje-seligson-02.jpgEl secreto trae siempre un eco de ocultamiento. La expresión guardar un secreto es en parte un pleonasmo. Pero la propia Esther se encargo más que de guardar de ocultar su escritura con un comportamiento personal que la aislaba. Es curioso, dado que como dejó manifiesto en muchos de sus libros, ella sentía una vocación por la luz, un deseo de iluminación. Uno de sus libros lleva precisamente por título Toda la luz. Y yo creo que su escritura alcanzó esa condición de iluminación. La dificultad ahora es precisar qué luz es la que tiñe su compleja obra. Por eso ahora insistiré en que la poesía fue una extraordinaria y asombrosa consumación de su búsqueda y que hay que darle un lugar entre los mejores poetas de nuestra lírica. Cuando apareció, no se si ella lo llegó a ver, el libro Negro es su rostro/Simiente en el FCE a mí se me volvió evidente que así había sucedido.

Entre la poesía crepuscular mexicana –así la definió con tino Villaurrutia- la de Esther es de un negro extremo. Pero sólo desde esa obscuridad absoluta es posible mirar toda la luz. Ese respeto señalado antes que Esther tenía por la poesía provenía de que ella, la poesía, es la escritura más cercana a la persona, su condición primigenia la hace ser una especie de piel espiritual, piel del alma, y por lo tanto es la que está más cerca de la divinidad. No hay que olvidar que trato de vivir con naturalidad la condición religiosa, de aceptarla en donde y como fuera, por eso se interesó en las disciplinas místicas, no pocas de ellas esotéricas. Para un agnóstico como yo esas neblinas religiosas tan fácilmente confusas se borraban totalmente al leerla. No es tanto que yo las rechace o las deje de lado sino que ella, su escritura, no las necesita. Se basan en la intensidad con la que están escritas y en la que transmite a su lector. En un sentido tiene una vocación catártica y en otra la de expiación.

Así al decir que la práctica de la poesía era lo más personal de la escritura de Esther Seligson entiendo que era su faceta más íntima. Toda su literatura es personal, basta ver los títulos que puso a las varias obras póstumas –Cicatrices, Todo aquí es polvo y Escrito a mano- pero en la poesía se puso en juego algo que a Esther le resultaba bastante incómodo: la confesión. María Zambrano y Rosa Chacel, dos escritoras a las que conocía bien, habían teorizado sobre la confesión y el rescoldo –así se llama otro de sus libros– de culpa que hay en ella. Y la culpa, después de 2000 años de cristianismo suele ser bastante incómoda para los verdaderos creadores. Pero la poesía transforma la culpa, la vuelve no culpa sino responsabilidad, materia íntima del ser. Ella había conseguido acercarse a una transparencia del texto que a los lectores de La morada en el tiempo les parecería imposible en la misma escritora y persona.

Tratemos de describir el sentido de lo personal a partir de su poesía. Yo diría que si bien el aliento reflexivo está muy presente en sus ensayos, y en sus novelas y cuentos, en la poesía Esther no piensa sino que muestra, se quiere pura evidencia, y cuando relata lo hace como si el lector la hubiera acompañado en aquello que relata. Incluso diría que mientras en la prosa la escritura conserva, más allá de que culmine en un libro, una condición abstracta, virtual (en otro sentido de lo virtual que el que se usa para hablar de la web), que la relaciona con el mundo, mientras que el poema no relaciona sino que es el mundo, no hay intermediación, y por eso es una escritura sin adverbios, esencializada. Y por eso resulta tan concreta, tan inmediata la vivencia.

En el último poema que publicó, Oración del retorno, ella retornó no tanto a México, condición en todo caso más anecdótica que otra cosa, sino que al mundo. Pudo escribir nuevamente prosa, y una prosa que se volvió casi como un diario, de allí los títulos de sus libros póstumos, sintomáticos en la medida en que designan una materialidad de la escritura –escrito a lápiz, escrito a mano– pero que podían incluso (de no ser que un poco demasiado sentimentales) “escrito con tinta, con agua, con sudor, con sangre” o “escritos sobre papel, arena, piel...”,  etcétera.

homenaje-seligson-03.jpgAlguna vez, a propósito de Cicatrices, título que designaba un libro muy distinto del que hoy conocemos, yo le decía que se creaba una elipse de aquellos de los años sesenta –Tras la ventana un árbol, a los de los ochenta –La morada en el tiempo, Indicios y quimeras- a los de los dos mil –Rescoldos, Simiente- y que no me extrañaría que terminara por escribir textos tan físicos que tuvieran que llevar por título, algo así como ‘tegumentos’, ‘nervaduras’, ‘ligamentos’… no sé, algo así. Por ejemplo esta última palabra, tan física, casi anatómica, tiene sin embargo el mismo origen que ‘religión’. Y sí, los títulos nos dicen mucho de la intención del autor, pero nunca renuncian a su condición de enigma. Su poesía reunida en Negro es su rostro plantea muchas interrogantes. ¿El rostro negro es el de la poesía? ¿O el del destino? ¿O el de Dios? ¿O el de la autora? ¿O el del otro, llamado aquí lector? En todo caso, sea el rostro de quien sea, lo que está muy claro es que es de un negro absoluto. Ustedes habrán oído la expresión “negro como la pez” pero dudo que sepan de dónde viene, así que se los voy a contar. En realidad ‘pez’ es sinónimo de ‘brea’, pero en esa frase se alude además a una condición del oficio de impresor, los trapos con los que se limpiaban los tipos en plomo para fundirlos se ensuciaban de pez intensamente negra, como si esa oscuridad absoluta fuera lo que quedara de la luz escrita, casi como un proceso alquímico. A mí la palabra me provoca muchas asociaciones –una, obvia, pero interesante, es su condición de pez hembra: la pez, es, como la brea, o como la oscuridad, pero no como lo negro, sustantivo femenino. Otra, que es por la que traje a colación aquí la palabreja, es que en la frase mencionada, negro como la pez, me da siempre la sensación, incluso conociendo su significado, que designa un color de piel, la de la piel de la poesía.

Tengo bien claro que Esther no le puso Negro es su rostro por ninguna de esta asociaciones, pero las que despierta en el lector escapan ya a su designio. En todo caso la poesía que escribió hacen que pueda decir, como crítico, que Esther Seligson es una de las narradoras más importantes de finales del siglo XX y una de las mejores poetas mexicanas del siglo XXI. Una condición más que bifronte –lo que implicarían lo simultáneo–, consecutiva en donde la poesía es hija de la prosa que parió la poesía. 



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