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Práctica y
El carillón de los muertos
José Kozer

Por Christian Barragán
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José Kozer, Práctica, Ediciones sin nombre-CONACULTA, México, 2007

José Kozer, El carrillon de los muertos, Universidad Veracruzana (colec. Ficción), México, 2006

 

A Luis Paniagua,
en agradecimiento.

A pesar de que en la última década importantes casas editoriales mexicanas han publicado en distintos momentos parte de su prolífica obra, la magnífica poesía de José Kozer (Cuba, 1940) aún no se conoce ni se comenta con justicia en el país. Recientemente han aparecido los poemarios Práctica (2007) –nuevamente bajo el sello de Ediciones Sin Nombre, donde antes ya habíamos conocido Un caso llamado FK y La maquinaria ilimitada– y El carillón de los muertos (2006) –publicado originalmente en 1987, y ahora editado por primera vez en nuestro medio por la prestigiada Universidad Veracruzana–, lo cual confirma, sin embargo, la confianza de las editoriales mexicanas en la escritura de José Kozer, y, sobre todo, su alta estima en el ámbito más generoso de Hispanoamérica.

 

Los motivos que aborda la poesía de Kozer son tantos y tan disímiles como lo son en la vida misma cualquier día: así la tarde en que hay que dictar ante el notario el improrrogable testamento, la noche en que se recuenta la infancia, o la mañana en que se prepara el desayuno y se repasan las labores que todavía faltan. De modo que en la voz del vate parece que todo puede ser dicho poéticamente. Y es, en efecto, el particular modo de la escritura de Kozer con que son expuestas las cosas cotidianas y vulgarmente manoseadas por el lenguaje diario, lo que las hace entrañables, a veces de forma irónica, pero siempre sonrientes, gozosas. Es, pues, aquel delicado y resplandeciente guiño no del bufón, sino de quien sabe el envés del revés, la rubrica (lúdica, lúcida, loca y también versícula) de su poesía.

 

Por eso no es de extrañar, sino de ensayar, que sus poemas vuelvan una y otra vez a los mismos tópicos y aun sobre sí mismos, hasta lograr la depuración buscada. Práctica es hasta ahora el mejor ejemplo de tal propósito. En los más de treinta poemas que lo conforman, cada texto a su manera ensaya, practica, su propio registro. Ninguno se asemeja a otro. Acaso los hila un mismo sentido: no repetirse y a la vez ser juntos uno solo. Me explico. Si de algo más concreto podemos decir que hablan los poemas de Práctica, sería entonces de la recuperación de un orden, de un equilibrio entre el exterior y el interior, de una armonía entre lo que dice el poema y lo que calla a través de una disciplina que se aprende, que se practica, como una palabra perdida o una oración: “Sólo una palabra, monocorde, en mi interior. Junto las manos cada vez que esa palabra pierde el fiel” (“Práctica. Demasiada altura para mí”, p.49). A este momento de gran claridad y contundencia, por ejemplo, le anteceden algunos más que de una u otra forma apuntalaban hacia él, y que de ningún modo desmerecen. Por el contrario, mientras aquel verso gana en precisión, estos ganan en tanteo, pues son más libres y exploran con severo humor en ámbitos inesperados: “…anoche mismo, durante una práctica, sobre las tres de la madrugada, medio desvelado […] intenté, diez, veinte veces, repetir in mente una plegaria (cuatro palabras) diez, diez veces consecutivas, y no lo logré. Ni una vez, la vuelta completa, por Dios, madre mía, sólo una vuelta repetir diez veces una mantra, y no lo logré. Y eso tras varios meses de reflexión, de práctica. Y de qué sé yo. ¿Vuelta a empezar? Zumarraga. Zumarraga y la zurraga y hasta cuándo. No tengo método, no tengo escuela, no tengo maestro, y ni por pienso estoy dispuesto a meterme en un monasterio. Yo no paso ese frío, y además, me hace daño el arroz” (“Práctica. Mostaza. Sólo una flor”, p. 100), al igual que estos otros versos que tanto se les asemejan y a la vez distancian logrando ser valiosamente originales: “Hora de dejar la cama. ¿Dónde rayos metí los chanclos? ¿El taparrabo? ¿La mierda esa de la yukata quimono kasaya? A Oriente a Oriente que ya me desoriento. Sólo a mí se me ocurre desoccidentalizarme. Raparme. Recitar sutras que ni papa ni pajota. Luz interior (me parece que se fundió). Cambiar el bombillo, ¿o se habrá quemado un fusible? Me parece que esta vez el problema se encuentra en la lámpara. Mejor vuelvo al cerebro, al seso meollo de la cocorotina…” (“Práctica. Se agolpan, los cantos”, p. 98).

 

Mientras que la poesía de José Kozer en Práctica es habitada por una aguda y jovial pulsión que bien puede hallarse en una taza de té o en las “diecisiete ocupaciones del tipo subir persianas, tender el catre, abluciones, poner la mesa” y claro, en “vaciar unos momentos la cabeza antes de vaciar el vientre” (“Práctica. Uno: cien los movimientos” p. 62), un sólo vigoroso afán que anima a cada momento el insospechado devenir del mundo y sus celebrados hábitos: una sola palabra, monocorde, que a sí misma se decanta, en El carillón de los muertos la poética más reconocible está urdida bajo el manto de la memoria y su suave evocación añorante, expresada con la mayor sinceridad y determinación: “Ya pasaron. Aquellos días de verdadera agitación […] Ésa es tu infancia, ¿verdad? / Bravo por ti por tus vacas de goma los mugidos del agua en las charcas (bravo) por la quietud del viernes con nuestros charcos de vino tinto al fondo del pozo los cuatro pasos bovinos escaleras arriba camino de la cama por el recodo veremos esta noche el carillón con doce efigies en la torre de Praga. / Viva: y que vivan los olores de la casa” (“Home sweet home”, p. 15).

 

Si en Práctica asistimos a una poética escrupulosa del día a día, acentuando sus eventos más comunes y llanos, superándolos con un fuerte –es decir, serio– sentido del humor, en El carillón de los muertos ese minucioso y potenciado registro del presente inmediato y cotidiano tiene, quizá, su origen. En la calma atemporal que ofrecen los recuerdos de una vida que de tan lejana, se mira casi ajena, aunque viva, y presente también en aquella arcilla de que está hecho el día a día:

Huyó

 

a Constantinopla

 

y la Habana, regateó su olvido y desde entonces menospreció la rosa

 

  intelectual, trabajó

 

entre hilanderas

 

que parloteaban de manteles y el susto de una avispa entre la yerba los

 

  domingos. Tuvo una cómoda (hormas)

 

y un calzador, llegaron

 

a deberle y conoció los estremecimientos de la contabilidad sobre

 

  papel, quiénes

 

amarán

 

de nuevo la emanación a cítaras de una cebolla: murió

 

en su jueves

 

y diez religiosos entraron sobre sus jumentos para otorgar la dádiva

 

  última de la domesticidad, se repartió

 

entre mendigos

 

a la puerta (y una vigilia de donceles que ayudaban) la mansedumbre

 

 de su ropa.

 

(“In Memoriam, Leizer Deutsch”, p. 20)

Habrá que mencionar al vuelo, a propósito de esta cita, el origen judío de nuestro poeta y su inolvidable herencia trashumante. Además de su propio nomadismo. Nacido en Cuba de ascendencia polaca, a los veinte años, sin el conocimiento del idioma de su destino, muda su residencia a los Estados Unidos de Norteamérica hasta los vigentes días, con las conocidas consecuencias que ello implica. Aprender un idioma (el inglés) público y útil para el día a día, y conservar otro (el español, y dentro de éste el cubano, y aún el habanero) para la soledad que poco a poco le exige la escritura que por ese entonces se va atajando camino propio. Al respecto, nuestro autor en tercera persona ha escrito lo siguiente en el volumen que ahora comentamos –y que en gran parte anuncia una posible autoresolución de su propio oficio poético:

Suplantó

 

el error de la insularidad con la variable opulencia del lenguaje.

 

(“Epitafio”, p. 33)

Sin premura, podemos leer El carillón de los muertos bajo la advocación de tal verso, pues, aunque desconocemos cuál podrá ser ese “error de la insularidad” (manifiesta representación de su permanencia –en la memoria y en el lenguaje– al mundo de la isla del Caribe), es claro que su escritura se balancea entre estas dos condiciones: la insularidad y la opulencia. Sin embargo, arriesgando un poco, nos atrevemos a declarar que es la presencia constante e involuntaria de la voz insular, como una música nunca aprendida, en el trato diario –desgastado e insignificante– con una lengua primero desconocida y luego dominada pero ajena a la necesidad de la escritura, aquel error que es resarcido en la palabra impresa, en el acto poético, por la exhuberancia y riqueza de un horizonte más amplio, por el asombro iridiscente de significados inéditos balanceándose en la página, en el apéndice vibrante de la lengua.

 

De resplandores inéditos, pero también olvidados. El carillón de los muertos es ese “libro [que] ha de quedar abierto permanentemente sobre la mesa de trabajo” custodiado por un guardián: “aquel miembro de la familia que no ignora nuestras tradiciones” (“Disposición”, p.83). Es la más sencilla música nunca aprendida de la infancia en conciliación con la plenitud de los alcances semánticos de la madurez, resueltos en el recuerdo de un nombre herrumbrado a la orilla del olvido:

Acicalado, corbata sepia y en el monograma de la estricta camisa de

 

almidón reaparece en su escafandra oscura, cuesta arriba (arriba, cuesta) que llegarás.

 

Muchacho de pérdidas.

 

Se te enfría la sopa; los poliedros de la habitación se te enfrían,

 

muchacho: óyela

 

(nadie, sino ella). Hermana olorosa a botiquín que lo sitúa delante de un espejo para acicalarle la raya a un lado peinarle la mota (enderézate la camisa) nuestra moral al fiel nuestra moral al fiel, hijo.

 

Absalón.

 

Aquellos reyes, nuestros predecesores: vinimos a estas tierras (sube la

 

cuesta, hijo mío): es hora.

 

(“El sumiso”, pp.85)

 

 

 

 


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