No. 49 / Mayo 2012


A la letra
Las bellas infieles


Juan Carlos Calvillo

La traducción literaria, me parece, es preeminentemente
una tarea ética que refleja y duplica la labor de la
literatura misma, que es ampliar nuestras simpatías, educar el corazón
y la mente, crear una interioridad, asegurar y profundizar la conciencia
(junto con todas sus consecuencias)
de que otras personas, personas distintas a nosotros, en verdad existen.

Susan Sontag



A cualquier lector de poesía que recién empiece a interesarse en la traducción y su historia podría parecerle que no se ha avanzado mucho en los dos milenios que nos separan de Horacio y Cicerón porque las discusiones sobre fidelidad giran todavía en torno a la distinción de traducir “palabra por palabra” o “sentido por sentido”. Lo que sucede no es precisamente que esa cuestión no se haya superado, sino que el debate sigue siendo relevante, y lo que el curioso aprende muy pronto es que la historia de la teoría y la práctica de la traducción, más allá de intentar resolver el conflicto, se ha esforzado por problematizarlo.

A manera de ejemplo: el asunto de la intraducibilidad —que está muy cercanamente relacionado con el estigma de que todo traductor es un traidor— existe, desde luego, desde tiempos inmemoriales, y aunque a la fecha nadie haya podido resolverlo más que de un modo práctico o provisional, lo cierto es que el problema ha dado la ocasión de explorar los distintos tipos de fidelidad y equivalencia que se han creído apropiados o convencionalmente aceptables a lo largo de la historia.

Esto nos ha llevado desde un primer esfuerzo por volver normativa la consideración ya no únicamente de significado sino de forma y estilo en la traducción hasta el estudio riguroso de los mecanismos de correspondencia no sólo entre lenguas, sino también entre culturas y tradiciones literarias distintas. Así, por caso, la distinción entre las equivalencias textuales tradicionales —la equivalencia lingüística, paradigmática, estilística, etcétera— ha cedido en prioridad e importancia a una distinción en términos de la función y el propósito de la traducción ya no en la lengua meta sino, más bien, en la cultura de llegada. Esto deviene inmediatamente en el aprecio de la diferenciación que hiciera por primera vez Eugene Nida entre el tipo de equivalencia que se preocupa por la transmisión del mensaje —la forma tanto como el contenido— y la clase de equivalencia interesada en la recreación de un efecto análogo; es decir, la reproducción de un mensaje que guarde la misma relación con sus nuevos receptores que la que tenía el mensaje original con su destinatario.

Pero, para dejar atrás las cuestiones teóricas que de todos modos exigen tratamiento en un espacio distinto, permítaseme mencionar, por último, que es justamente el estudio de este factor de la recepción —tan sólo uno de los cientos que ha abordado la teoría desde Horacio y Cicerón— el que ha puesto en una perspectiva mucho más amplia la consabida distinción de grado entre traducción, versión y adaptación. Basta revisar lo que Catulo hizo con un poema de Safo, lo que Wyatt consiguió a partir de un soneto de Petrarca o la manera en que Heaney tradujo el Beowulf del anglosajón para percatarse de lo relativa, maleable y, a final de cuentas, impráctica que es la clasificación tipológica de las traducciones de poesía.

En “Versos de un lado a otro” (Parachoques, abril de 2012), Pedro Serrano lamentaba la falta de “una crítica de las distintas maneras de traducir de los incorporados, sobre sus preferencias, sobre su técnica” en el reciente volumen de Traslaciones compilado por Tedi López Mills. Y es que, muy a pesar de las pretensiones de la teoría, la crítica empírica sigue siendo un campo sumamente fértil para las reflexiones en torno a poesía y traducción. Pedro hace bien, me parece, al instar a que se explicite la intencionalidad de una mediación que a todas luces ha dejado de ser obvia, implícita o invisible. La necesidad de investigar los procederes del traductor de poesía es hoy más apremiante que nunca en nuestro intento por reivindicar un “lúgubre arte y oficio” que ha sido difamado por siglos.

A todo traductor de poesía que se haya pasado una vida lidiando con estas cuestiones de infidelidad y belleza —es decir, a todo traductor de poesía consciente y autocrítico en su vocación— se le pone en un fascinante aprieto cada vez que se le pide que explique la postura, ética o técnica, desde la que emprende su trabajo. A mí, en lo particular, no hace mucho que me hicieron esa misma solicitud —que hablara de mi noción de responsabilidad, que expusiera “la metodología o perspectiva que utilizo para traducir”— y, para infortunio de mi inquisidor, tuve que responder que mi postura en torno a la traducción es precisamente no tener una postura inmutable. No con ello quise decir que mi criterio para traducir un poema es variable; muy por el contrario, creo firmemente en la adopción de un solo criterio sólido y constante para la traducción de un mismo texto. Lo que quise decir es que la obra en cuestión debe exigir la conformación de su propio criterio, aun cuando este no vuelva a utilizarse en ocasiones subsiguientes.

Me parece que es sano para todo traductor no casarse con una determinada postura o metodología para traducir; es más, me parece que es sano para todo traductor que su ética y su noción de respeto y fidelidad se encuentren en continua negociación. (Digo que creo que es sano quizá porque quiero creer que hago bien cuando me contradigo, cuando descubro que un poema me pide la adopción de un criterio que va en contra de cada uno de los principios que creía incuestionables hasta ese momento. Quizá sea cierto que el traductor es un traidor, pero sólo en la medida en que es traidor de sí mismo.)

No considero una aberración que un mismo traductor discurra en su carrera de la traducción interlineal a lo que convencionalmente llamamos versión, adaptación y recreación. Habrá veces, por citar un ejemplo, en que el criterio que le parezca más respetuoso y más conveniente asumir sea el de conservar prioritariamente un apego no a la forma, no al contenido y no al estilo, sino a los principios compositivos del poema original, aun cuando esto se haya llamado imitación en otras épocas. El único criterio que creo imprescindible, la primera obligación en cualquier metodología que se adopte, es una lectura crítica que permita al traductor precisar lo que es privativo de ese texto: qué es, cuál es su naturaleza, y cuál es la experiencia de lectura que brinda. ¿Qué más se puede pedir, en términos de equivalencia, que reproducir lo que hace a un poema ser lo que es y no ninguna otra cosa? ¿Dónde cabe la traición en consagrarse a una empresa como esa? Luego así, una vez establecida la función esencial del poema, y a partir de la determinación a conservarla, sólo queda principalmente el motivo (a menudo político) de la intención, por un lado, y el inefable asunto del talento, por otro, para los cuales no hay otra salida, afortunadamente, que una grata coexistencia de traducciones diversas.

Así pues, me temo que no puedo responderle directamente a mi inquisidor la pregunta sobre cuál es mi método de trabajo o mi perspectiva a la hora de traducir. La única respuesta sucinta que puedo ofrecer es la palabra más frustrante de nuestro léxico: “Depende.” Pero la digo con convicción, aunque los críticos de las traducciones aleguen que me contradigo. A ellos les respondo lo que escribió alguna vez el poeta Walt Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, pues: me contradigo.”




Dos poemas de naturaleza y pérdida

Traducción de Juan Carlos Calvillo

 

SONNET 73
William Shakespeare


That time of year thou mayst in me behold,  

When yellow leaves, or none, or few, do hang

Upon those boughs which shake against the cold,  

Bare ruin'd choirs, where late the sweet birds sang. 

In me thou seest the twilight of such day,

As after sunset fadeth in the west,  

Which by and by black night doth take away,  

Death's second self, that seals up all in rest. 

In me thou seest the glowing of such fire,  

That on the ashes of his youth doth lie,

As the death-bed whereon it must expire,  

Consum'd with that which is was nourish'd by. 

This thou perceiv'st, which makes thy love more strong,  

To love that well, which thou must leave ere long.

 

SONETO 73
William Shakespeare


En mi rostro contemplas la estación de aquel año
cuando rubias las hojas, o ninguna o ya pocas,
se estremecen de frío sin soltar el castaño,
el orfeón de las aves, que no es ya sino rocas.

En mí ves el ocaso de una larga jornada,
el crepúsculo que huye y se extingue en poniente,
y que negra la noche pronto oculta en la nada,
cual si fuera la Muerte, en descanso indolente.

En mí ves por ventura el fulgor de una hoguera
que reposa en cenizas de los tiempos lozanos,
como el lecho de muerte donde guarda la espera,
extenuado por viandas de los días lejanos.

He aquí lo que ves, lo que afirma tu amor
para amar lo que pronto perderá su calor.



LOSS
A. R. Ammons


When the sun

falls behind the sumac

thicket the

wild

yellow daisies

in diffuse evening shade

lose their

rigorous attention

and

half-wild with loss

turn

any way the wind does

and lift their

petals up
to float

off their stems

and go



PÉRDIDA
A. R. Ammons

Cuando el sol
declina tras los matorrales
de zumaque las
margaritas
amarillas de los prados
a la sombra difusa de la tarde
pierden su
atención rigurosa
y silvestres con la pérdida
se tuercen
tal como el viento dispone
y arriba levantan los
pétalos
para sacar
a flote sus tallos
y dejarse llevar

 

 


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