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Signos de traslado
Víctor Cabrera, Casa Juan Pablos-Leer y Escribir, México, 2007 

Por Jorge Pech Casanova
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Cantar es signo de serenidad, y aun de alegría imbatible en el desasosiego de la época. Quien articula melodiosamente el lenguaje mientras vive, ostenta una capacidad inusual para estar y ser en el mundo. No hay canto sin profunda vocación de metamorfosis mediante el ritmo, y éste es una forma de ajustarse a un orden superior, ese plano de la existencia que intuimos como armonía.

 

Cantar en medio de la barahúnda de los días, de las exigencias que cada minuto despliega ante los ojos y los oídos: parece difícil y lo es, aunque la entereza conduzca nuestra acción hasta los linderos de esas tareas que nunca finiquita del todo nuestro afán.

 

Curiosamente, es más fácil cantar ante los enormes desafíos que ante los pequeños deberes. Éstos, con su acumulación de menudencias, repeticiones, pequeñas averías que pueden omitirse o enmendarse de manera provisoria, llegan a componer una sucesión monocorde que absorbe nuestra voluntad y nuestros ritmos. Lo habitual insiste en apagar el canto con su poderosa redundancia de sordinas. Por ello la poesía suele no sostenerse ante una sucesión de tareas sencillas pero acumulativas. La voluntad amplificadora del verso no admite con facilidad ceñirse a mínimas incidencias.

 

Sin embargo, el poeta sabe más que su impulso magnificador y elige cantar donde otros no verían más salida que el silencio. Víctor Cabrera (Arriaga, Chiapas, 1973) lo demuestra con la depurada melodía que fluye de su libro Signos de traslado, cuya lectura equivale a escuchar, entre otras seducciones, la ejecución de un raro concierto de cámara.

 

En el no pocas veces ingrato proceso de una mudanza, el poeta ha sabido hallar un conjunto de signos que hablan de vivencias significativas. “Podríamos irnos aun sin nuestros nombres”, advierte, pero en su marcha hacia una nueva casa y un destino diferente ha recolectado no sólo su propio nombre y el de sus amores, sino hasta el de sus recelos y aprensiones para confirmar una entrañable proximidad que no se agota. Su antigua casa lo acompañará por virtud del lenguaje y la memoria, y con esos medios logra compartir esa apropiación con quien se le aproxima al leerlo.

 

Toda clase de hallazgos surgen al alejarse de un sitio frecuentado, y el poeta los enumera con sabiduría. Las ceremonias vecinales de aparente concordancia que en realidad son confirmaciones de rechazo, y aun la relación de animosidad que se cree dejar atrás y en realidad puede sorprendernos un día ante la propia faz, como en el poema “Un vecino”:

El día menos pensado / Vendrá a sacarme de mi vida: / Dormirá con mi esposa, / levantará castillos con  mi hija / y acaso queme mis versos y mis libros. // Y una mañana / entre todas las mañanas / atisbaré su rostro en el espejo.

 

También, la satisfacción de exonerarse de posesiones que otros persiguen con esfuerzo digno de mejor de causa:

En el fondo, / me consuela saber que no soy dueño de esta casa […] Me conformo con fincar / mi reino en lo inmediato, / saberme caracol, / estar de paso.

Los descubrimientos que aguardan al que se muda, al que abandona su casa para recuperarla en otra luz y otro horizonte, son incesantes, mínimos, sí, pero entrañables, como singulariza el poema “Ducha”:

En el piso de arriba alguien se baña. / Alguien ahí se lava de su sueño / a orillas de mi insomnio./ […] Alguien se baña un piso más arriba, / más alto alguien entona la mañana / y al hacerlo, sin saber, / me purifica.

Ese alborozo que surge de las revelaciones inesperadas refuerza la fluidez del canto (realzada muchas veces por la música ahora tan infrecuente del endecasílabo) y el vigor de la entonación poética. El cambio de asentamiento que se ejecuta en la realidad no altera, sino garantiza, la solidez de la operación rítmica que tiene lugar en la imaginación y en el lenguaje.

 

Libro feliz por su modulación de ritmos y de afinidades, por su brevedad que aloja una exuberancia de revelaciones, por su asombrada comprensión de lo cotidiano, Signos de traslado es la ratificación no sólo de un autor sino de una poética auspiciosa, en una época dada en demasía a los malos augurios. La casa de palabras en que Víctor Cabrera habita tiene sólidos fundamentos, hermosa planta, es un espacio de novedad y regocijo que aloja con largueza a quien traspase su puerta.

 

 


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