No. 50 / Junio-julio 2012 

 

Fracternidades
Por Josu Landa

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No. 50 / Junio-julio 2012


La poesía en el planeta de los nimios

 

Fracternidades
Josu Landa
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A Enrique Serna,
   atento a estas cuestiones

Con o sin razones, predomina la idea de que éstos no son los mejores tiempos para la poesía.

Es difícil contar con referencias sólidas para una imagen precisa en torno a la recepción de la poesía en México. Las estadísticas a la mano tienen una validez muy limitada. Podemos saber, por ejemplo, cuántos actos relativos a la poesía realiza un organismo cultural público, en un año determinado, pero es imposible conocer cuántos asisten a ellos o qué efectos suscitan en el público. Junto a esa claridad relativa, está la oscuridad más densa sobre todo un movimiento autónomo y aun ‘silvestre’ de impulso a la poesía. No se ha estudiado el espacio ocupado por la poesía en los medios de comunicación, ni siquiera en los impresos. Sabemos que la publicación de poemarios no es negocio; que editoriales consolidadas y más abiertas a la poesía, como Era, sólo publican por su cuenta uno o dos libros de poemas al año; que, en su mayor parte, los editores privados sólo editan a poetas fuertemente colocados en la lógica del marketing —como pueden ser Octavio Paz o Jaime Sabines— y los demás serán considerados, si se cuenta con la posibilidad de allegarse fondos institucionales por medio de programas ad hoc o de coediciones y opciones similares. Tenemos noticia de nuevos títulos en el mercado, de obras premiadas y dadas, por ello mismo, a la estampa, pero estamos muy lejos de precisar a cuántas personas llegan (más como regalo que por haber sido comprados) y qué secuelas causan a éstas. A diario tropezamos con indicios bastante ominosos, como la ausencia de importantes obras de poetas en las mesas de novedades de muchas librerías bien surtidas de ejemplares de otros géneros. También sabemos que diversas instancias del Estado mexicano, a escala local, regional y federal —incluidas las universidades públicas—, han asumido en lo posible el ‘salvamento’ de la obra de las nuevas generaciones de poetas y que esto, junto con lo que hacen
motu proprio los interesados a título individual o agrupados en torno a revistas, ciertos talleres, blogs personales o colectivos, etcétera, da una imagen bastante vital de la poesía mexicana actual. En fin, tenemos acceso a muchas evidencias de diverso signo sobre la poesía en México, pero se nos dificulta mucho una visión de conjunto. Podemos ver muchos árboles, pero se nos diluye la imagen del bosque.

Nada puede impedir que nos hagamos una visión de lo que pasa con la poesía en México, pero esa intuición no puede ser todo lo clara que se quisiera: está marcada por la ambivalencia. A juzgar por los centenares de jóvenes poetas que atienden las convocatorias del FONCA y de la notable calidad de algunos de ellos o por registros como, verbigracia, el ‘mapa poético’ elaborado por el joven escritor yucateco Adán Echeverría, donde se da cuenta de más de 650 cultores de la poesía en el país, o sobre todo por el rigor, la voluntad de búsqueda y el admirable oficio con que lo ejercen algunos, se diría que el género goza de buena salud. Esa impresión se nubla, cuando se coteja lo que se publica ahora con la fabulosa tradición lírica mexicana, de sor Juana a nuestros días, o cuando se calibra la presencia de la poesía en la sociedad actual, en comparación con otras expresiones de la cultura.

La escasez de datos precisos sobre la poesía realmente existente en México y sobre su recepción social nos constriñe a un juego de antinomias. Las impresiones y los argumentos optimistas encontrarán siempre un contrapeso en referencias de sentido contrario de igual valor. Esta condena pirrónica, sin embargo, no es un mal y menos aún, puede ser afrontada a punta de estadísticas. Contra lo que presuponen todos los positivismos, las cifras estadigráficas no son propiamente ‘datos’ de nada que no sea sí mismos y se limitan a ser signos sujetos a interpretación. Así que los números con que se registre parte de la dinámica de la poesía no son nada per se, al margen de los juicios más o menos fundados que puedan suscitar. A fin de cuentas, sólo nos queda intuir, ver, juzgar de la mejor manera lo que pasa en los reinos de la poesía, conforme a lo que logremos columbrar de cerca y en lontananza. Y si de algo podemos estar seguros es que, en este intrincado asunto, el problema de fondo no tiene que ver con aspectos cuantitativos sino cualitativos.

Una de las intuiciones más nítidas, entre quienes tienen alguna familiaridad con la poesía en México, es la de que los poetas somos los principales lectores —algunos dirán que los únicos— de los poemarios publicados por los demás colegas. Éste es, para muchos, un síntoma de lo que sería una pésima inserción de la poesía en la sociedad contemporánea. Significa, de entrada, que la poesía ha devenido asunto de iniciados, algo reducido a una capilla mistérica, sin nexos apreciables con el entorno cultural. Pero el fenómeno se puede leer de varias maneras. Es cierto que no compagina con el modelo de relación obra-público prevaleciente desde hace mucho tiempo aquí y en el mundo, pero eso no lo trueca por sí mismo en tragedia.

Conviene detenerse en esa evidencia. Dicho sin asomo de victimismo, nuestra sociedad es, en general, hostil a la poesía; la tolera como rara avis o por una vaguísima sospecha de que su eventual desaparición sería una enormidad imposible de asimilar moral, política y existencialmente. Esta certeza trae aparejada la complementaria: en su mayor parte, el movimiento poético real es cosa de ‘puro pulmón’, obra de la persistente acción idealista —ajena al interés material— de una minoría de excéntricos empecinados. Es verdad: en un mundo subyugado por el dinero, el poder y la gloria warholiana del cuarto de hora de flash y pantalla, la poesía aparece como uno de los pocos reductos del idealismo moral y de los valores éticos e intelectuales más sublimes.

Pero el asunto no puede reducirse a una desavenencia entre poesía y público. Plantearlo de esa manera es aceptar a ciegas el modelo prevaleciente de relación entre la poesía y su entorno social-cultural. Se impone, pues, un examen de ese modelo, lo que implica elucidar las nociones en juego: ‘poesía’ y ‘público’.

Aquí, el vocablo ‘poesía’ nombra un arte, una manera de manejar las palabras del caso con intención artística, con el propósito de suscitar placer estético. Junto a ese núcleo semántico, el término ‘la poesía’ también significa todo un universo de saberes, prácticas y estructuras colaterales (la crítica de poesía, las editoriales, las empresas distribuidoras, las librerías, las revistas y suplementos culturales y muchas cosas más). Desde luego, el punto sustancial es el del lenguaje. Lo que en el fondo disuena con el mundo actual es un uso del lenguaje que expresa, encauza, cierto modo de relación de la persona-poeta con dicho mundo. Los valores prevalecientes no encuentran eco en los valores ético-estéticos que cimientan el específico vínculo del poeta con los lenguajes y los frutos artísticos que de ello derivan.

Por su parte ¿de qué hablamos cuando proferimos las palabras ‘público’ y ‘lector’? Convengamos en que la segunda de esas voces nombra a la persona que ‘recibe’ textos poéticos, bien sea como escucha o porque los lee directamente en su forma escrita; esto es: con independencia de que tales textos se actualicen por vía oral o por vía impresa o digital, pues es falso que el medio sea el mensaje, como repite tanto loro macluhaniano. ‘Público’ sería, entonces, un conjunto indeterminado de receptores de poesía. Estas primeras definiciones rayanas en lo perogrullesco, nos llevan a lo que más interesa en este momento: en última instancia, los actos de publicación de textos poéticos —es decir, de exponerlos en el escenario social— tienen como correlato dos posibilidades: la indiferencia de sus potenciales receptores o su recepción efectiva por parte de éstos. El nudo del problema actual, en lo tocante a la relación entre poesía y sociedad, se halla en ambas: si la indiferencia de aquellos a quienes se dirigen los poemas es total, la disociación entre los dos términos en juego es también completa; si al menos aparece alguien que se granjea algún poemario, asiste a un recital, escucha un programa de radio etcétera, se entabla un vínculo entre texto y receptor. Dado este último caso —el más probable en la vida real de la poesía— surge la pregunta por la cualidad de dicho vínculo, es decir, se quiere averiguar en qué términos se da (si el receptor experimentó algo en su contacto con la palabra poética, de qué signo, de qué manera, con qué intensidad...) El estadígrafo, el patrocinador, el propio poeta, el librero, el crítico... se interesarán legítima y comprensiblemente por los aspectos cuantitativos, pero el punto que aquí importa más es el de la calidad de la experiencia poética en el campo de la recepción.

Se da por hecho que esa experiencia es, en general, insatisfactoria; que cada vez es mayor el desencuentro entre los poemas que circulan por el espacio público y sus eventuales receptores. Esto se refleja en las estadísticas disponibles y en los indicios parcialmente inventariados al comienzo de esta aproximación al tema. Fuera de los propios poetas, son pocos los satisfechos con lo que pasa en el mundo de la poesía.

Lo más frecuente es responsabilizar de esa situación a ‘los poetas de ahora’ y a ‘la poesía que ahora se escribe’. Algo habrá de cierto en esa apreciación —trataremos a continuación a precisar ese ‘algo’— pero ello no exime de culpa a todos los receptores. Desde luego, estoy dando por supuesto —sé que arbitrariamente— que en toda sociedad, en todo momento,
debe seguir existiendo eso que se ha definido como ‘la poesía’. Un mundo tan antipoético como el actual obliga a una proclama como ésa. Es  posible que todo lo que ha sido y ha caracterizado al universo de la poesía esté al garete, a punto de extremaunción. Es posible que los sepultureros (anti)culturales se apresten a celebrar las (des)honras fúnebres de ‘la poesía’. Como sea y pese a todo, necesito declarar la existencia de la poesía, para que mi corazón no se infecte de mal apocalipsis, deje de latir y termine aquí esta zigzagueante disquisición: en efecto —oh, gran Cardoza— la poesía es la única prueba de la existencia del hombre.

Tal vez la pregunta más certera, llegados a este punto, sea ésta: ¿cómo y para qué poesía en tiempos de decadencia? Según se mire, más o menos, todas las épocas han sido aciagas, no sólo la Modernidad caracterizada así por Hölderlin. Pero acaso lo que hace singularmente amargo a nuestros días sea su tonalidad decadente: el espectáculo, no siempre sutil, del derrumbe irrefrenable de unos valores —es decir, todo lo universalmente valioso (abstracción difícil de definir, pero asimilable por la inteligencia común)— al tiempo que lo más enano y lo más inane pugna por ocupar el lugar dejado por las expresiones de la voluntad de grandeza.

Es posible que la fuerte irrupción moderna, decimonónica, del viejo espíritu de vanguardia haya sido la anticipación de ese cuadro gibboniano. Los vanguardismos modernista y posmodernista encarnan una paradoja: se desviven por lo que suponen nuevo, siendo ellos mismos la manifestación de una actitud muy antigua. Ya Horacio, en su gran
Carta a los pisones, notifica que “pintores y poetas tuvieron siempre el justo poder de atreverse a cualquier cosa”. Esta noticia horaciana da cuenta de que, en todo momento, el atreverse a buscar, a cuestionar cánones y romper toda barrera que obture la expresión artística es una disposición inherente a todo verdadero poeta. Puede decirse, entonces —aunque suene rimbombante— que, en las artes, el espíritu de vanguardia es eterno, que todo buen poeta tiene lo suyo de vanguardista y que, si algunos no dan ese color, en comparación con otros, es por simple diferencia de grado. Lo más seguro es que los vanguardistas militantes, por sistema, de tiempo completo y ufanos de ello se regodeen en el extremismo y en sus consecuencias epatantes. Pero, a fin de cuentas, el curso de la poesía en el tiempo se ha dado al modo de un sabio equilibrio entre valoración de lo bueno del pasado y búsqueda —incluso experimentación— de novedades más o menos disruptivas.

Por razones que no viene al caso examinar aquí, en su mayoría, las vanguardias modernas y posmodernistas se han cebado más que las vanguardias de otros tiempos, en el escándalo y en la hybris, en la ruptura por la ruptura: en la confusión de medios y fines.

Una de las contribuciones del espíritu de vanguardia, en el último siglo y medio, ha sido la ampliación casi ilimitada de la libertad de expresión estética. En el caso de la poesía, este fenómeno ha traído consigo la invención e implantación definitiva del versolibrismo, el impulso del poema en prosa, las variaciones intergenéricas y la voluntad de transgresión de toda norma canónica, tanto en el terreno prosódico, como en el retórico y en el sintáctico-gramatical. Es obvio que esta velocidad de ruptura e innovación (relativa, como se ha visto) de las últimas vanguardias no ha procurado ajustarse al tempo cultural evolutivo de la mayoría de los receptores de sus obras ni, menos aún, al de las masas indiferentes, sumidas en la enajenación, la incultura y toda una gama de miserias económicas, políticas y morales. En el plano de las poéticas, es claro que los valores estéticos se han redimensionado y los modos de concretar el principio de relevancia, en el texto, se han diversificado, sin que ‘el público’ haya secundado tanta ‘novedad extraña’.

He ahí, pues, una hipotética explicación del hiato que separa al mundo de la poesía contemporánea del alma de la gente común. Pero no basta. Las alteraciones modernas e hipermodernizantes en el complejo campo de las propuestas poéticas han venido acompañadas de otra novedad, en la que se ha reparado menos: la propia condición de poeta, en estos tiempos, difiere de las que la historia nos ha mostrado: la figura misma del poeta y lo que ha sido su función social y política se han alterado. 

Ésta es otra faceta del problema del ‘lugar’ actual de la poesía, planteado por poetas pensadores como Eduardo Milán. Tal vez por falta de distancia histórica, no podemos determinar con precisión la idea de poeta encarnada por quienes ejercen el oficio en el presente. Pero, por mera sed de luz, podemos al menos formular algunas preguntas a este respecto. ¿Qué somos los poetas del presente?, ¿algo como aquel ciego cuya palabra-luz ha iluminado a Occidente durante milenios? ¿Seguimos siendo pararrayos de los dioses, como imaginó Rubén Darío, tocado en esto por la tradición platónica y romántica? ¿Somos aquellos en quienes se encarna la infancia del género humano, como pretendían Vico y, a su modo, antimodernos como Hamann y Herder? ¿Somos, tal vez, los últimos avatares del genio kantiano y schopenhaueriano? ¿Hablamos, pues, de deslumbramientos bohemios a la vera del ajenjo, antes de dejar un testamento de silencio tras agotar las ubres de la palabra? ¿Somos los mallarmeanos encargados de dar el sentido más puro a las palabras de la tribu? ¿Somos los reyes medievales de dos cuerpos (el carnal y el sagrado, representativo de la voz y el espíritu del ‘pueblo’)? ¿Podemos ser algo así, cuando sabemos que nunca ha existido, pero ahora menos —si cabe— algo como ‘el pueblo’? ¿Somos una extraña muta de autistas, de solipsistas soltando las esperadas cagarrutas de nuestro desvaído yo poético? ¿Una tormenta lírica hecha de Safo, Ajmátova, Mistral y Concha Urquiza? ¿Un hermafrodita engendrado por Sylvia Plath y Martín Adán?, ¿o es que somos el eco nimio de un mundo obnubilado por el consumo, la velocidad, el éxito y demás nimiedades por el estilo? ¿Se trata de emular a poetas como Paul Celan o Mahmud Darwish, capaces de sostener en su voz toda la ira del tiempo, todos los holocaustos de la era?  ¿Somos, acaso, el heroico mascaverbos realista que ilumina la conciencia de los oprimidos, desde una superioridad moral autoconferida? ¿Vibra, a lo mejor, en nuestras entrañas un ‘fauno poético’ formado por partes de Aldana, Pessoa, Owen, Stevens y Miguel Hernández? ¿Somos, tal vez, el martillo del signo y del signo del signo? ¿Estamos hablando del refinado orfebre proletarizado de la palabra, que se figuró Valéry? En suma ¿qué clase de espécimen es, hoy, el poeta?

Pregunta difícil de responder —más aún, si casi nunca se formula— pero que debería anteceder a otras que considero capitales: ¿cómo nos perciben los ‘otros’, los no-poetas —si es dable algo así—?, ¿cumplimos, para ellos, alguna función significativa?

Tales interrogantes nos colocan, por fuerza, en un terreno marcado por la secularización y la individualización, dos grandes procesos espirituales, ideológicos y aun antropológicos de la Modernidad. Con la individualización del sujeto moderno, cada quien se convierte en una especie de mónada (aunque, a diferencia de la imaginada por Leibniz, ésta tiene las ‘puertas’ y ‘ventanas’ que comporta su condición de unidad abierta a todo lo otro, a la comunicación y a la comunión), un ‘mundo’ aparte, una primera persona autónoma, obligada a forjarse sus propios fundamentos, tras la retirada del Dios judeocristiano y el derrumbe de todas las demás referencias absolutas de antaño. Los poetas implicados en esta historia, en tanto que personas, no escapan a esa trama de fenómenos ni a sus implicaciones en los dominios de la poesía.

Por lo menos, desde fines del siglo XVIII, el poeta ha debido renunciar a los modelos clásicos de poeta, cuya vigencia se actualizaba según cada época (p.e. el barroco, el neoclasicismo...) Ya el recurso romántico a los ejemplos antiguos —como en el caso de Hölderlin, por caso— viene a ser una suerte de pretexto para impulsar poéticas inéditas. Los románticos más radicales —en especial los alemanes— ya no escriben como Homero ni como Horacio, aunque resuene en sus obras el eco de buena parte de sus ideales éticos y estéticos. De hecho, el artista moderno y su derivación contemporánea devienen las máximas concreciones de la autonomía estética, condición que comporta una pulsión dirigida a crear las bases mismas de la creación artística: valores autorreferenciales —en apariencia ajenos y aun opuestos a los referentes sacros del pasado—, ruptura con los cánones formales antiguos, personalización de las poéticas (habrá tantas como artistas con tamaños para ello haya). Junto al ejercicio más o menos estimable de sus dotes expresivas, el poeta de nuestro tiempo debe construirse a sí mismo como poeta, poner en marcha un exigente y prolongado proceso de autopoíesis, ser poeta de sí. Ésta es la tarea principal del poeta en la era postmimética, el tiempo de la creatividad absoluta. En esto se cifra ahora el ethos del poeta, sin desdeñar, por supuesto, los esfuerzos por adquirir la máxima pericia técnica.

‘Ethos’ aquí no significa la asunción de un código moral, un cuerpo heterónomo de normas, para que el poeta sea buena persona. Lejos de ese absurdo, ‘ethos’ remite aquí a la construcción autónoma de la ‘morada interior’, la personalidad que garantice una relación creativa, humana y artísticamente productiva, con su entorno de referencia. Así que, junto al impulso de su autopoesía, el poeta se afirma como tal, en la medida en que demuestra, con sus obras, que su voz conecta con la gran voz de la tradición, por medio de la recreación libre de las posibilidades que brinda el lenguaje, ese nudo del pasado con el presente, esa conjunción de la grandeza humana con el lugar común. Ese vínculo o fusión con la herencia tradicional de ninguna manera comporta, hoy en día, una adecuación sumisa, mimética, simplemente repetitiva. Eso sería puro arcaísmo. Lo que el poeta, de esa manera hecho y derecho, asume de lo que ha heredado es justamente aquella voluntad creativa horaciana recordada hacia el principio de estas reflexiones, sin olvidar los compromisos del lenguaje poético con la videncia de lo fundante, lo absolutamente real. Lo que el mundo contemporáneo parece haber agregado a ese hilo de ‘tradición de la ruptura’, como diría Octavio Paz, es un nivel extremo de libertad, algo que linda con la desmesura y que impone al ethos del poeta la tarea de un equilibrio más difícil entre praxis y poíesis autónomas, por un lado, y determinaciones formales válidas, estimables, para sus eventuales receptores, por el otro.

Ese es el cuadro con el que se topan las nuevas e incontables voluntades de expresión, las cohortes siempre renovadas de poetas en ciernes, en la intersección de la decadencia cultural con el ímpetu de renacimiento perpetuo de la vida a todos los niveles. Unas coordenadas no exentas de riesgos, que en su mayoría se han venido cumpliendo: primacía de la negación y la iconoclastia en sí, sobre la enjundia, profundidad y vitalidad de la experiencia estética, sobrevaloración de las maniobras formales y las técnicas per se, laxitud en la búsqueda de nuevas maneras de realizar el principio de relevancia, adoración acrítica de tecnologías puestas al servicio de la acción creativa y comunicativa etcétera. Por las rendijas de la difícil conjunción entre el modo actual del espíritu de vanguardia —es decir, libertad formal casi sin cortapisas— y el respeto de los límites exigidos desde el ámbito de la comunidad poética, acicateados por la confusión de medios con fines, en el mundo de la poesía, se cuelan el despiste, el facilismo, la impostura, el infantilismo, el prosaísmo hiperrealista de ‘alta definición’ (Baudrillard)... Aquí puede estar la clave de la pequeña hybris de la que también puede ufanarse nuestra comunidad poética, la probable explicación del indetenible crecimiento demográfico de poetas, de la cantidad nada desdeñable de poemas —muchos de ellos excelentes, sin duda— que se producen y publican, año tras año, por medio de libros, revistas, suplementos, pasquines... como lo prueba, por caso, el muy meritorio
Anuario de poesía mexicana, que edita el Fondo de Cultura Económica.

En los tiempos que corren, navegar con bandera de poeta supone ser malos albaceas de una poderosa e imprescindible tradición mal conocida y entendida, viviendo en una suerte de limbo, a la sombra de locutores de radio, doxógrafos de televisión, cantantes de pop y rock y seres similares, al tiempo que crece a nuestro rededor la pequeña gran masa de perpetradores de mala poesía, a la que —todo sea dicho— hemos pertenecido todos, algún día, y puede que aún sigamos perteneciendo algunos, en la poetería del momento. Es el destino de quienes mantenemos la voluntad de expresión poética como reacción estética, consciente o no, contra la decadencia, después de haber sido despojados de los privilegios sacerdotales de los antiguos notarios de las musas y abandonados en el erial de la Modernidad secularizada. Nada indica que, con dioses o sin dioses a la vista, el fondo inaccesible de lo real no siga ahí, donde siempre, como motor inmóvil de toda poesía y filosofía auténticas, pero se nos dificulta demasiado traspasar la densidad del actual ‘sistema de los objetos’ —tan banal, tan nimio, tan chillón, tan cutre— con algún remedo de videncia que pueda medio acariciar el corazón del ser. De hecho, ni le interesa a nadie (o casi), porque ésa es una de las pérdidas espirituales que más han baldado a la poesía desde las últimas grandes vanguardias. Sólo desde la conciencia de esa privación histórica habría cuando menos una buena nostalgia lírica.

Pero el espíritu renovado de vanguardia, el de nuestro último siglo y medio de referencia, llegó para quedarse y para buscar las vías de su continuidad y actualización. De lo perdido: lo ganado. Nada de lamentos. El poeta de vocación y casta es hoy día uno de los últimos reductos de la grandeza humana intemporal (aunque siempre histórica). Tiene ante sí el aliciente de poder asumir esa atribulada fuerza proteica como el avatar más digno de la voluntad de expresión, sin sucumbir a la parte destructiva, mortal de la decadencia. El ethos del poeta impone, hoy en día, hacer parir a los lenguajes todo lo que albergan de ser, de humanidad, de dignidad existenciaria. En la actualidad, ésa es su manera de dar continuidad a lo que Cuesta vio como “el eterno mandato de la especie”.
Ése es, hoy, el verdadero juego del poeta, su genuina responsabilidad cultural y espiritual, aunque ello colida de frente con el entorno.

No todos los poetas podemos jugar con virtud y virtuosismo un juego tan radical. Bien: esto es sabido y reconocido. Pero, a su turno ¿puede ‘el público’ actual estar a la altura de esas exigencias y compromisos? La obvia decadencia cultural y espiritual induce a responder que, en su mayoría, no. El tan traído y llevado problema de la ‘dificultad’ de la poesía actual se desvanece, si se le coloca en el paño de la inanidad del actual orden cultural. La palabra ‘dificultad’ nombra un atributo relativo (¿difícil para quién, respecto a qué...?) y al proferirla se corre el riesgo —como ha estado sucediendo— de fijarse sólo en uno de los términos de una relación de dos. El que casi no se toma en cuenta es el receptor. El discurso de la supuesta dificultad de la poesía deja de lado el lamentable estado intelectual, moral y espiritual de ingentes cantidades de congéneres. No hace falta creerse moralmente superior, para volver a llamar la atención sobre la proliferación y el predominio de unos seres humanos movidos por los valores y los objetos más banales, con el alma llena de ruido y confusión, con la cabeza atiborrada de datos intrascendentes y erudición de pacotilla, embobados por el discurso mediático y sometidos a los abundantes clones del Gran Hermano orweliano, domesticados por un inmenso e inevitable aparato deseducativo, subyugados por el pragmatismo del éxito sin consideraciones éticas, sumidos en una animalidad apenas disimulada por la falsa dignidad de los objetos de sus oscuros deseos, mortalmente peleados con todo lo que huela a tradición humanística, incapaces de articular una mínima ristra de frases con sentido preciso y bien pronunciadas, fáciles de satisfacer con toda clase de basura pseudoartística,  ineptos para soportar la dosis de silencio que les permita encontrarse a sí mismos. Todo el nihilismo de baja intensidad que subyace en ese turbio estado mental es lo que pretende englobar, aquí, el concepto de nimiedad. Así que, para decirlo con una paráfrasis ciertamente cruel, pero no despreciativa: hace tiempo que habitamos el planeta de los nimios. No se debe confundir un diagnóstico —no niego que potencialmente errado, aunque vivido como intuición clara y honesta— con un insulto. Quienes se han hundido en la Gran Nimiedad que, junto al smog, inficiona la atmósfera —perdón, almas bellas, por este tremendismo— no pueden conectar con una poesía radical, comprometida a su modo con la verdad del mundo y con los tesoros universales de toda cultura viva. La decadencia es un proceso indetenible de declive y deterioro en todo los componentes de la cultura, pero no puede evitar que quienes la perciban, asumiendo en lo posible lo mejor del legado que se hunde y pierde, ‘canten’ o poeticen ese movimiento, conforme a las más elevadas exigencias estéticas.

La posibilidad de conexión entre la mejor poesía del presente y ‘el público’ pasa, pues, igualmente, por una formación del receptor, no por una renuncia del poeta a sus compromisos con la palabra y con lo humano. Los poetas tenemos el deber de la expresión profunda, intensa y, a la vez, comunicable, capaz de decir algo que suscite la comunión de muchas almas (meta nada fácil, como se sabe) con el pan mundano de la palabra pulida por el arte. Pero claridad no es sinónimo de concesión a la barbarie. También los receptores deben educarse en la poesía, hacerse a sí mismos como comulgantes del verbo con intención estética, ser capaces de dominar los códigos expresivos operantes en el discurso poético. Por supuesto, también esto requiere esfuerzo y dedicación paciente y entra en el reino de la tan temida ‘dificultad’.

Poner este asunto en ese plano, disuelve la vieja disyuntiva entre escritura ‘fácil’, ‘light’, ‘para el pueblo’, ‘para las masas’ y alta literatura. Un Lope de Vega puede transigir, por momentos —según consta en su
Arte nuevo de hacer comedias ante un público ávido de esparcimiento mundano, en un tiempo con demasiado púlpito, procesiones, autos de fe, algo de carnaval, oficios de tinieblas, teatro de corral y cero televisión. Los ‘populistas’ de la cultura tienen derecho a tomar ese ejemplo. Pero, cuando lo que está en juego es la pérdida de lo que han labrado miles de artistas durante milenios, en todo el mundo, a cambio de la bazofia omnipresente con la que se enriquecen los gerifaltes de la ‘industria cultural’ y de los grandes sistemas de (in)comunicación, las indulgencias a la barbarie moral e intelectual salen sobrando. En lo personal, hablando de ejemplos, prefiero el que nos ofrece Montaigne en su entrañable ensayo “sobre la educación de los hijos”. Cuando su padre decidió ahorrarle las tribulaciones de un aprendizaje formal del latín, poniéndolo a los meses de nacido a aprender ese idioma antes que el francés, en pocos años sucedió que hasta los campesinos del entorno empezaron a hablar la lengua del Lacio, a causa de la comunicación con el niño y sus preceptores. Ergo: si se siembra basura pseudocultural, con tan poderosos medios como los que ahora nos acosan, no se cosechará otra cosa sino frutos del mismo género. Pero sucederá lo contrario, si se impulsa todo lo que se opone a eso, sin reparar en los esfuerzos y costos que ello signifique.

Por su parte, el
lugar de la poesía en los tiempos de la decadencia y las exigencias que comporta para poetas y receptores reclama una revisión del viejo modelo de relación obra-público. Lo que algunos lamentan como conversión de la poesía en religión de conventículos e iniciados es, en realidad, el resultado del desencuentro entre la persistencia —inevitablemente minoritaria— de un sentido radical del arte y las miserias de su hábitat social y cultural. Aquéllos pierden de vista que acaso estemos ante una suerte de cuasi o para sacralización, un poco en clave posmo, de la palabra poética. Lo digo sin ironía, sin pretensiones de elitismo ni ánimo sectario. Estamos ante un dato del momento histórico presente, independiente de la voluntad de ninguna persona concreta. Si la mejor poesía de nuestro tiempo tiende, en general, a ser obra y asunto de interés de los menos, ello no se debe a que alguien cierra sus puertas a los más. Lo que sucede es que componer buenos textos con intención estética —en esta era de total autodeterminación expresiva y de supuesto aumento de las dificultades para innovar, pues, parece que ‘todo está hecho’ en materia de escritura poética— requiere consagrar esfuerzos ingentes a metas que difícilmente reditúan dinero, gloria y poder. Como se sabe, éstos son algunos de los valores mayoritarios, mientras que las emociones y placeres más refinados y sublimes —no por ello los más dispendiosos— en general, exigen rigores previos que no todo el mundo está dispuesto a experimentar. 

Hoy, la buena poesía también pide un precio considerable a los receptores: deben ser cultos —es decir, cultivarse, esforzarse, labrarse un ethos específico— forjarse un sólido criterio estético, aprender en lo posible a sentir amor, respeto crítico y placer por las palabras, adquirir cierta erudición en torno a las bases formales del arte y a la tradición poética. De hecho, la labor del receptor comporta un grado de creatividad, que disipa el halo de pasividad que pueda envolver a la idea de recepción. Esa poíesis específica del receptor debe privilegiar la conquista reiterada de placer estético, a fin de sustentar un vínculo sólido de aquél con la poesía. Ninguna de las disposiciones señaladas es ciencia infusa —pese a las maravillosas inclinaciones vocacionales de algunos— ni se compra en ninguna tienda y muy poco, por desgracia, se obtiene por medio de las oportunas dosis de saber de algún plan de estudios, en las escuelas y universidades de ahora. En el presente, cultivar la poesía, tanto en el papel de autor como en el de receptor, implica una especie de apostolado o de sacerdocio —lo digo sin sonrojarme y miren que se me da con facilidad extrema— que muy pocos pueden o quieren asumir. Esa resistencia tan frecuente puede deberse, en buena parte, al hecho de ignorar que el mejor placer es el que sucede al más digno esfuerzo.

Esa condición vocacional y misional de la relación con la poesía, puede haber resituado a ésta en un nivel cercano al plano sacral que había perdido, en buena parte, durante siglos. La separación entre obra —el poema, en el sentido griego del vocablo— y público es algo que ahora nos parece natural, pero es un fenómeno histórico, lo que quiere decir que hubo un tiempo pretérito en el que no existía. Esa disociación, en su origen, supone un proceso relativamente amplio de triple diferenciación (y, a su modo, especialización): la de los autores, la de los ejecutantes o mediadores (rapsodas y actores) y la de los receptores. Para llegar, por caso, a la tragedia clásica —la cumbre de la poesía griega, según Aristóteles— hubo de darse un largo movimiento de cariz apolíneo, desde los salvajes rituales dionisíacos originarios hasta la elaboración de piezas como
Las coéforas de Ésquilo, Edipo en Colono de Sófocles y Las bacantes de Eurípides y su conveniente representación en escenarios ad hoc. Dicho periplo evolutivo implicó también a lo que terminó siendo el público. En un principio, la distinción entre oficiantes del ceremonial báquico y participantes del mismo era casi indeterminable. Lo mismo cabe decir respecto de los ritos fúnebres, la consiguiente aparición de una escala de distancia, encarnada por las plañideras, y la fase ulterior en la que se afirma el campo de la mímesis: la clave de la unión y separación relativa del arte con lo real. He aquí, finalmente, en la actualización mimética y su juego de acercamiento y alejamiento respecto de la verdad narrada, el quid de la distinción relativa entre obra y público. Relativa, porque durante mucho tiempo la labor principal del rapsoda era actualizar la historia sagrada narrada por el texto, de manera tal que la re-presentara —la volviera a hacer realmente presente— a los receptores, que más que escuchas eran grandes devotos en procura de una religación con la divinidad, la realidad absoluta. El mismo tipo de experiencia cabía esperar y exigir de la actuación de una buena tragedia. La gente no asistía a su montaje para ver cómo se actuaba un hecho mítico archiconocido, sino para reeditar la vivencia del éxtasis, de la manía, de la superación del principio de individuación, de la reunificación del alma personal con el cuerpo del dios y con el mundo. Tanto en el momento de escandir de memoria ciertos versos, con el tono y la pasión adecuados, como en el de interpretar en el escenario una pieza trágica, con el sentimiento y la majestad apropiados, la escisión entre público y obra casi desaparecía por completo.

Si ya Walter Benjamin había advertido el erosión de la experiencia estética, a raíz de las alteraciones introducidas por la Modernidad en el mundo del arte, no será difícil imaginar el grado de empobrecimiento que, en general, se registra hoy en día, en ese ámbito. Estamos demasiado lejos de las radicales vivencias originarias en la relación con diversas manifestaciones artísticas fundantes de nuestro orden cultural y espiritual. El abandono y olvido de lo sagrado, la renuncia al espíritu de la Tierra, impelen a reducir nuestra relación con lo poético al plano actitudinal de los
graeculi —los ‘grieguecitos’curiosos y diletantes de los que se burlaba Nietzsche, en esa obra a un tiempo fallida y pregnante que es El nacimiento de la tragedia— es decir, el nivel de la degustación superficial, conforme a unos valores estéticos de poca monta. Éste es el terreno en el que se asienta el modelo actualmente imperante de relación —polar, dualista— entre público y poema u obra artística.

Me da por conjeturar que el fenómeno, ya señalado, de la existencia de una comunidad poética —por lo menos, en México— en la que los poetas somos casi los únicos que leemos a los poetas viene a evidenciar cierta resistencia —no importa cuán consciente sea— cultural y espiritual a un deterioro todavía mayor de la valía y dignidad de nuestra experiencia estética posible. No pienso que se trate de una recuperación de las referencias sacrales de lo que pueda acontecer en nuestras almas, al componer y leer buena poesía, pero eso no lo priva de valor. El hecho mismo de demarcar un espacio de rebeldía ante lo existente convierte en algo muy significativo a la formación de ese ‘círculo de la poesía’, sin el cual nuestra arte estaría aún en peores condiciones.

La constitución de ese
lugar, trae consigo el curso de una lógica propia. Guste o no, ése es el coto al que van a parar todas las voces poéticas, buenas y malas, surgidas de la incontenible voluntad humana de expresión. En ese recinto de límites imprecisos, competimos todos los que creemos tener algo que decir, conforme a los alcances de nuestra mayor o menor creatividad y a ciertos valores artísticos implícita o expresamente asumidos. Algunos nombres y obras destacan, mientras otros más bien se estancan, pero todo sucede en ese locus no precisamente amoenus. Puede haber en él cierta igualdad relativa de oportunidades para alcanzar algún relieve y hasta algún reconocimiento, pero lo que impera es una dinámica de jerarquías tácitas o no tanto, dispositivos de relevancia en el orden de la gloria y la inmortalidad, compensaciones o claros privilegios al lado de reconvenciones y castigos, inclusiones grupales y marginaciones, control de las instancias y procesos de canonización y todo lo que pone en movimiento una especie de pequeña jungla demasiado humana, no del todo darwiniana ni, menos aún, equiparable a una verdadera república de las letras poéticas. No digo esto con talante condenatorio. Hablo de una lógica, un proceso objetivo. Es como si en un inmenso karaoke surgiera, a la de tantas, muy de pascuas a ramos, alguien como María Callas o Luciano Pavarotti, sin contravenir los legítimos afanes vocalistas de innúmeros cantantes de todo pelaje. En tanto que ése es nuestro mundo-de-la-poesía realmente existente, también entre sus lindes es donde se puede vivir la poesía con mayor profundidad, intensidad y plenitud vital.

Pese a que no es totalmente negativa, no hay por qué conformarse con esa situación. Al contrario, convendría transformarla en lo posible. Nunca le vendrá mal a la poesía una ampliación de su ahora exiguo radio de influencia. En principio, la experiencia poética plena no es prerrogativa de algunas almas en detrimento de otras, por lo que siempre se justificarán las iniciativas enderezadas a que todas tengan acceso a ella. Pero una apertura tal no debe derivar en concesiones a la ignorancia, a la expresión silvestre, al facilismo, a la banalidad ni a ningún otro atentado a la más exigente y radical poesía. Parece haber cundido la obsesión por ‘generar públicos’ para la poesía, más allá de los bordes de la actual comunidad poética. Esa aspiración es inobjetable, pero limitada, porque sólo piensa en cantidades, cuando lo decisivo en este punto son las cualidades en juego. Aparte de que el chato pragmatismo que subyace en esa exigencia conecta con la falsa premisa de que sólo ‘lo que tiene público’ —esto es, aceptación masiva— tiene verdadera legitimidad. Está bien que aumente el número de quienes quieran embarcarse en la nave de la poesía culta del presente —para aprovechar la imagen de Gabriel Zaid, en
Leer poesía— pero siempre que ello resulte de una rigurosa educación poética de los receptores, que a su vez ejerza una presión cualitativa sobre los poetas.

A partir de un equilibrio entre máxima exigencia artística y máxima apertura social, es del todo viable ampliar y fortalecer la presencia de la poesía en el actual orden cultural. Por supuesto, tal desiderátum pasa por abatir inercias, confusiones y prejuicios pétreamente asentados en la sociedad y entre los propios poetas. El actual sistema educativo —reñido de forma suicida con las humanidades— y las poderosas empresas de
mass media se han convertido en los principales obstáculos para la cultura y para la buena poesía. Pero, si de veras se pretende que ésta irradie sus dones más allá de sus actuales linderos, será menester batirse en esas estructuras; es decir, será necesario ir abriendo espacios educativos y mediáticos destinados a la difusión, la promoción de la palabra poética y a la educación en todo lo concerniente a los saberes y procederes que ésta comporta. Asimismo, convendrá superar el conservadurismo que caracteriza a las instancias públicas y a la mayoría de quienes se mueven en el orbe de la economía cultural, para dar paso a prácticas y dispositivos más eficaces de propaganda y educación poéticas.

No está de más disputarle terreno a la nimiedad, aun cuando la decadencia siga su curso. No es sucumbir a un optimismo delirante pensar que la SEP impulse programas de formación poética entre maestros y estudiantes o que las universidades públicas y privadas hagan lo propio. Tampoco es descabellado aspirar a que esas mismas instancias dediquen algo de sus poderes relativamente amplios a reinsertar la poesía en la sociedad. Es difícil pero no quimérico pretender que las estructuras de que consta el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes vayan más allá de las lecturas y los talleres de poesía, con frecuencia de simple figuración programática, y se propongan abrir nichos para la poesía en las emisoras de radio, en los periódicos y en los canales de televisión privados. Tampoco es absurdo procurar una inserción mayor de la poesía en la industria cultural, a punta de imaginación y audacia, con base en iniciativas como festivales masivos, organización de promotores de poesía, dotados de bibliotecas y discotecas básicas etcétera. En fin, no faltarán las buenas ideas a este respecto, siempre que se tenga en cuenta que es sencillamente estúpido esperar que la poesía ocupe un lugar más amplio y visible en el actual orden cultural, si no se le permite estar al tú por tú con la economía, la política, el deporte, el espectáculo y los noticieros, en los espacios ‘reales’ del presente, que no son sólo el mediático y el virtual, sino también aquellos donde se desenvuelve la vida pública e íntima de la gente.




Quinto Horacio Flaco, “Epístola a los pisones”, en Aníbal González (ed.), Artes poéticas, Madrid, Taurus, 1987, p. [“Pictoribus atque poetis quidlibet audendi semper fuit aequa potestas.”]
Jorge Cuesta, “Literatura y nacionalismo”, en Ensayos críticos, México, UNAM, 1991, p. 324. Cf. Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias, Madrid, Espasa-Calpe, col. Austral, núm. 842, 5ª ed., 1981, p. 12.

 
 

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