“Epílogo” de Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra
 
 

 
Por Ignacio Ruiz-Pérez

clasicos-becerra-01.jpgEn una sugerente nota aparecida el 20 de agosto de 2000 en La Jornada Semanal, Víctor Manuel Mendiola advierte que la obra de José Carlos Becerra es una de las más vivas en la poesía mexicana, pues su presencia se percibe en autores como David Huerta, José Luis Rivas, Coral Bracho y Jorge Esquinca. Pocos poetas, señala el escritor, han sido resucitados de manera “tan apasionada y exacta por otros poetas”, y agrega que la presencia del tabasqueño es más notoria aún que la de Tablada, López Velarde, los Contemporáneos y Octavio Paz. Para Mendiola, la huella de Becerra en la generación de los 70 se encuentra en el gusto “por la imagen que se alarga en forma sinuosa hasta volverse una lejanía o una atmósfera rica, pero vaga”, así como la “preferencia por cierta imprecisión y el ejercicio de una libertad cada vez más difícil”. Ya en una reseña de 1968 Gabriel Zaid advertía que el versículo y “el gusto por los grandes espacios metafóricos” en la obra de Becerra eran un “peligro constante”, para luego concluir que esa era precisamente la fuente de su fuerza y originalidad. Tal vez haya sido en parte la proliferación rizomática del versículo lo que motivó a Roberto Echevarren et alii a incluir al tabasqueño en Medusario (1996), muestra de poesía neobarroca (o neobarrosa, me corregiría Néstor Perlongher), de la que Becerra sería un distinguido antecedente junto a Lezama Lima y Severo Sarduy —recuérdese con Borges que “cada escritor crea a sus precursores”. Pero posiblemente el tópico señalamiento sobre la fuerza expresiva de su obra haya distraído proporcionalmente a la crítica de los “otros” hallazgos del poeta. De ahí que para encontrar los “signos de la búsqueda” del autor sea necesario centrarse también en las ideas detrás del discurso, pues forma y sentido, se sabe, son unidades fatalmente inseparables. Habría que buscar entonces en qué consiste la singularidad de la poesía de Becerra, qué fue lo que dijo (y nos sigue diciendo) que ha hecho de su obra una cala indispensable para entender la lírica mexicana contemporánea.

No. 52 / Septiembre 2012



"Epílogo" de Nostalgia de la unidad natural:
la poesía de José Carlos Becerra

Por Ignacio Ruiz-Pérez


clasicos-becerra-01.jpgEn una sugerente nota aparecida el 20 de agosto de 2000 en La Jornada Semanal, Víctor Manuel Mendiola advierte que la obra de José Carlos Becerra es una de las más vivas en la poesía mexicana, pues su presencia se percibe en autores como David Huerta, José Luis Rivas, Coral Bracho y Jorge Esquinca. Pocos poetas, señala el escritor, han sido resucitados de manera “tan apasionada y exacta por otros poetas”, y agrega que la presencia del tabasqueño es más notoria aún que la de Tablada, López Velarde, los Contemporáneos y Octavio Paz. Para Mendiola, la huella de Becerra en la generación de los 70 se encuentra en el gusto “por la imagen que se alarga en forma sinuosa hasta volverse una lejanía o una atmósfera rica, pero vaga”, así como la “preferencia por cierta imprecisión y el ejercicio de una libertad cada vez más difícil”. Ya en una reseña de 1968 Gabriel Zaid advertía que el versículo y “el gusto por los grandes espacios metafóricos” en la obra de Becerra eran un “peligro constante”, para luego concluir que esa era precisamente la fuente de su fuerza y originalidad. Tal vez haya sido en parte la proliferación rizomática del versículo lo que motivó a Roberto Echevarren et alii a incluir al tabasqueño en Medusario (1996), muestra de poesía neobarroca (o neobarrosa, me corregiría Néstor Perlongher), de la que Becerra sería un distinguido antecedente junto a Lezama Lima y Severo Sarduy —recuérdese con Borges que “cada escritor crea a sus precursores”. Pero posiblemente el tópico señalamiento sobre la fuerza expresiva de su obra haya distraído proporcionalmente a la crítica de los “otros” hallazgos del poeta. De ahí que para encontrar los “signos de la búsqueda” del autor sea necesario centrarse también en las ideas detrás del discurso, pues forma y sentido, se sabe, son unidades fatalmente inseparables. Habría que buscar entonces en qué consiste la singularidad de la poesía de Becerra, qué fue lo que dijo (y nos sigue diciendo) que ha hecho de su obra una cala indispensable para entender la lírica mexicana contemporánea.

La obra de José Carlos Becerra es síntesis e inflexión de la suerte de la poesía mexicana posterior a los años 60. Los poetas anteriores a Becerra son la constancia de la modernidad alcanzada por López Velarde y los Contemporáneos: mientras el autor de la Suave patria traduce la conciencia crítica como fuga a la provincia, pero también en cuanto comprensión de que ese retorno es maléfico, el “grupo sin grupo” asume la modernidad como búsqueda casi axiológica por insertarse en el presente perpetuo y evanescente (hambre de novedad) en el que se gestan los movimientos de vanguardia. Cuando los poetas nacidos en la década de 1910 (Octavio Paz, Efraín Huerta, Alí Chumacero) empiezan a escribir, México es un país que debate su camino al desarrollo: el de la década de los 30 es un México en interrogación y en reacomodo de las capas sociales (casi geológicas) desatadas con la Revolución de 1910. En cambio, y a diferencia de la generación de Paz y de los nacidos en la década de 1920 (Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Tomás Segovia), la promoción de José Carlos Becerra asume su modernidad no como constancia sino como problema de fondo y forma. Así, el poeta tabasqueño desarrolla su obra no en el país genésico y nativista de las primeras décadas del siglo XX: el México que con asombro descubren Becerra y sus coetáneos es el del “desarrollo estabilizador” (1940-1970), un país en franca industrialización, con una clase media cada vez más robusta y con la capital como eje de una agitada y vibrante vida artística.

La poesía del autor tabasqueño tipifica esa contradicción que es el entorno mexicano: por un lado se trata de un ámbito vital y cosmopolita, embriagado de sí mismo, que luce su (por fin) acceso al banquete de la civilización; pero por otro es también un país de profundos y complejos contrastes, sujeto aún al subdesarrollo, llámese éste razón de Estado o simplemente “cultura de la pobreza”, como lo definió con lucidez el antropólogo norteamericano Oscar Lewis. Y en ese mismo sentido, la poesía de José Carlos Becerra es una contradicción a esa modernidad excluyente: una pregunta sin respuesta. Al “desarrollismo”, Becerra responde con el versículo de estirpe bíblica, forma de expresión que es trasunto de ese pasado original y salvífico del que hablan sus primeros poemas y del que no buscará desprenderse hasta Cómo retrasar la aparición de las hormigas. Y a la inversa, al pasado de la infancia (los paraísos naturales) el poeta responde con una cancelación formal y temática definitiva. Utopía: no hay tal lugar. De un lado y de otro, las generaciones siguientes han asumido el versículo como vía de expresión no para hablar de regresos imposibles, sino para resaltar de manera fehaciente la ambigüedad en cuanto signo de la inestabilidad del “valiente mundo nuevo” de los años posteriores a la década de 1960, que es el mundo de la cancelación de las utopías, las revoluciones y las revelaciones. ¿No se puede considerar el versículo sinuoso y acéntrico de Becerra la constancia de esa contra-dicción que entraña su poesía, es decir, la irónica certeza de la pérdida de la unidad natural frente al entorno prosaico que descentra y fragmenta al sujeto? Si antes el yo de la poesía de Becerra se desplazaba entre paraísos naturales y artificiales, los poetas posteriores descubren el lenguaje como único paraíso cuya “razón de ser” es la inestabilidad porque es ante todo verbal.

clasicos-becerra-02.jpgLa poesía de José Carlos Becerra abarca las distintas rutas que la poesía mexicana tomó en las tres últimas décadas del siglo XX. Una parte de su lírica representa la búsqueda formal expansiva, sensorial y proliferante que habrán de explorar poetas posteriores como José Luis Rivas y Coral Bracho. En este tipo de poesía prima el regusto por un lenguaje líquido, en continuo desplazamiento, en gran medida acéntrico por carecer de referentes fijos y tendido en el vacío. Se trata de una poesía que se asume como crítica del lenguaje pero también como lenguaje crítico: una crisis. ¿De qué? De las utopías en cuanto grandes narrativas, como advierte François Lyotard. El grado cero de esa propuesta será la obra de un poeta contemporáneo de Becerra y prácticamente desconocido al menos hasta la aparición en 1966 de ese espléndido monumento a la fijeza que es Poesía en movimiento: Gerardo Deniz. José Carlos Becerra comparte con Deniz más de lo que se cree. Y si no, véanse Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas del tabasqueño, libros donde el arsenal de la filosofía y de las ciencias irrumpe para desbordar la visión geometrizante de lo bello, y donde lo irregular es síntoma de lo imprevisto, de lo inarmónico. A semejanza de lo que ocurre en los dos últimos libros de Becerra, en la poesía de Gerardo Deniz la proliferación y el despliegue de cultismos y tecnicismos de diversa procedencia se da a partir del repliegue: la desarticulación de lo articulado, la descomposición de lo dicho. No de otra manera se puede entender Amor y oxidente (1991) de Deniz, volumen que desde el título (y desde la autoría con el juego entre homónimos) se propone como una respuesta lúdica e irreverente al conocido libro del pensador suizo Denis de Rougemont. Tanto en Becerra como en Deniz la proliferación es, como dijera Eduardo Milán, una “fachada”, una “incredulidad” y, añado, una suerte de “razón hipercrítica” tendida en el vacío: una tensión de los límites, como atestiguaron Luis de Góngora para el barroco y Rubén Darío para el modernismo. O más bien, no de los límites, sino de su ausencia: suerte de finis terrae textual ante la cual sólo resta el desborde —atracción fatal y sagrada— pero no el regreso.

Otra parte de la poesía de José Carlos Becerra se acerca más a la “experiencia de la fragmentación” de los movimientos neovanguardistas de la década de 1960. No es gratuito que, al leer los poemas últimos de Becerra, fuera este filón el que más hondo impacto causara en Octavio Paz, poeta a su vez heredero de las vanguardias. Pero lo que José Carlos Becerra alcanzó a vislumbrar y que también vieron con talante crítico sus contemporáneos (pienso sobre todo en José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y Eduardo Lizalde) fue la disgregación del texto como forma cerrada y fija. Para Becerra el poema es algo fugitivo y alienable en la medida en que se deja atravesar por distintos registros discursivos (música, cine, cómic). Y en esa medida, la poesía del tabasqueño es una vez más una contra-dicción a la poesía mexicana que la precede: al asumir sin ambages la condición de su levedad así como la crítica a cierta metafísica vertical y omnímoda, la poesía de Becerra, Pacheco, Zaid y Lizalde, deja atrás la bizantina distinción en torno a las tendencias cultista (Gorostiza, Paz, García Terrés) y coloquialista (los poetas de las “pinches piedras”, diría Sabines) prevalecientes en la lírica del país. En otras palabras, en la obra del tabasqueño se pueden apreciar los afanes estéticos de sus contemporáneos, pero también es justo decir que en ningún otro escritor mexicano de su generación se puede ver mejor la poesía que estaba por venir en México y en América Latina entre 1970 y 1980.

clasicos-becerra-03.jpgSi bien es cierto que Relación de los hechos y Oscura palabra y otros poemas sonlos únicos libros que José Carlos Becerra envió personalmente para su publicación, también lo es que La Venta, Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas no son conjuntos incompletos ni balbucientes en el sentido en que lo ha señalado la crítica desde Octavio Paz hasta José Joaquín Blanco, quienes ven en esos volúmenes la muestra contante y sonante de una obra truncada por el destino. La lírica de Becerra puede leerse al revés, es decir, como un proceso lento y firme de desintegración que apunta justamente a la fragmentación y a lo inacabado: de la postura adánica y edénica del poeta en sus primeros poemas, a la conciencia del edén subvertido; o en otras palabras, la conciencia crítica de la escisión o caída (casi) teológica (ironía) que el mismo Octavio Paz mencionaen Los hijos del limo como rasgo del poeta moderno desde los románticos y, particularmente, desde Baudelaire. De ser así ¿por qué no ver en el “inacabamiento” parte de la grandeza de su obra última?, ¿por qué no mejor decir que en ese puñado de poemasla apuesta del tabasqueño es demostrar en forma y fondo el estado finito, imperfecto y desencantado de una modernidad de fuste torcido, según advirtieron Isaiah Berlin y el pensamiento postmoderno con Vattimo y Lyotard?, ¿por qué no ver en la “descomposición” los “signos” de una crisis en sentido lato, esto es, de una crítica no sólo a la modernidad, sino también a cierta manera de hacer poesía? Al apuntar con mirada irónica y con asombro los lastres y esplendores de la era moderna, el poeta alcanzó a vislumbrar para la poesía mexicana una nueva sentimentalidad fundada más en la fusión entre lo culto y lo coloquial, entre lo sublime y lo transitorio, entre la constatación del paso del tiempo y la celebración de los cómics, el arte urbano del graffiti y los laberintos psicológicos del mejor cine negro. No en vano al referirse en su reseña de 1968 a la opera prima de Becerra el sagaz Gabriel Zaid señalaba que los poetas que evolucionan son “los que tienen sentido crítico, y para observarlo no hay que esperar a ver si escriben ensayos: basta leer sus versos”. Zaid leyó en Relación de los hechos los prolegómenos de una crisis, de esa necesaria toma de pulso capaz de significar el avance de todo gran poeta. Con esa idea en mente, Becerra compuso una verdadera visión poética que sigue siendo fielmente frecuentada y considerada parte indiscutible de la entelequia que es el canon de la literatura mexicana, al tiempo que los “signos de su búsqueda” han demostrado ser pródigos en sucesores, pues toda verdadera obra no concluye con su impresión ni con su lectura, sino que se prolonga en el acto creativo.

Es verdad: sin José Carlos Becerra acaso no se podrían entender El pobrecito señor X (1976) de Ricardo Castillo, Peces de piel fugaz (1977)de Coral Bracho, Incurable (1987) de David Huerta o, más recientemente, Kubla Khan (2005) de Julián Herbert. Quizá por ello la poesía de José Carlos Becerra deba considerarse en lo sucesivo más en función del diálogo que las generaciones posteriores han mantenido con ella, conversación que trasciende décadas y que revela una obra múltiple, generosa y abierta a nuevas lecturas.





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