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portada-siete-veces.jpg Siete veces el mar
Manuel Andrade
Conaculta/Práctica Mortal
México, 2011

Por Blanca Luz Pulido 
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No. 52 / Septiembre 2012


Un libro-río, un largo poema dividido en siete partes, que en sí mismas constituyen un poema, que a su vez es suma de más poemas en su interior, ha escrito Manuel Andrade. Enfrentarse a su lectura es un reto no exento de una dosis de peligro, mas que reserva también placeres varios, y exige del lector capacidades de atención afinadas al límite, debido a la progresión detallada, obsesiva, en espiral, de poemas como cajas chinas que se despliegan en medio de un ritmo deudor del azar y de la vida, pero también de la fatalidad y de la muerte.

Estamos ante un libro de una declarada madurez poética. Hablar sobre sus influencias, de los poemas y poetas de los cuales se ha nutrido la imaginación verbal de Manuel Andrade, sería materia de un estudio profundo, pues muchas son las voces que surgen en estas páginas, más allá de la suya; confundidas en ella, fundidas en el lecho del poema-río-mar. Las siete partes en que está dividido el libro son afluentes, cauces de este largo poema, o, mejor, de su copioso torrente verbal, que con distintos matices y tonos se vierte, comienza, recomienza, se dice y se desdice. Siete veces el mar se divide, o podríamos decir, se bifurca en siete partes: Espejo enfermo, El Grial, Diluvios, Primal, Elegía, Ciudad al aire y El mar nocturno. Cada una de ellas está antecedida por un epígrafe de poetas mexicanos, contemporáneos de Andrade: David Huerta, Pedro Serrano, Carlos López Beltrán, José Luis Rivas, Alicia García Bergua, Luis Cortés Bargalló y Sergio Negrete Salinas.

De esta manera, hay muchas voces que resuenan en sus páginas, a través de metáforas e imágenes que no buscan ocultar su origen sino, por el contrario, hacerlo evidente. Y la gran imagen, la que domina todo el libro es, y no podría ser de otra manera, la imagen del mar. Pero un mar que adquiere contornos peculiares e íntimos en la corriente de los poemas, un mar no necesariamente gozoso y libre, sino un mar íntimo, un mar de preguntas, oscilante, más oscuro que luminoso, tan variable como el mismo observador, y de tantos registros y emociones como la voz poética que desde las primeras páginas surge bajo la forma de una mirada huidiza, móvil, entre varios tiempos y modos, una voz a medio camino entre la acción y la contemplación del mundo.

El espejo y la ventana,
el parque y el mar

Centraré mis observaciones en la primera sección del libro, Espejo enfermo, la que da principio con los siguientes versos de David Huerta:

El agua virginal que me cubrió en ese momento
en lugar de los espejos    el agua especular
en la que he estado viéndome desde entonces.

Manuel Andrade emplea en esta obra los epígrafes como una especie de síntesis, de signo, de lo que será cada poema. En ese sentido, ordenan su materia, le dan una especie de soporte, de orientación subtemática dentro del gran tema que domina el libro. En la lectura de Espejo enfermo, podemos seguir las imágenes o metáforas del agua y ver cómo se entrelazan en el transcurso de esta primera “narración poética”. En ella se despliegan, transcurren diferentes estados o momentos en el lapso de un día, desde el amanecer: “Casi marino, el amanecer inventa/ la desolación gris de la calle” (p. 11), hasta el atardecer: “y la tarde, no la noche, se levanta/ perdida en mis escombros” (p. 32).

El espejo, eje del poema, de la misma forma que lo es el mar, se presenta ya desde el cuarto verso, acompañado de las palomas, que con su sonido inauguran, abren, la mañana: “Un tierno arribo de palomas/ sobrenada la evocación del caos/ en la planicie de un vidrio que crece,/ espejo minucioso, derramado/, música de una mano placentera/ en luz misteriosa y galopante.” (p. 11)



Una historia en imágenes

En medio de una realidad con características de imagen, como mirando al mundo siempre a través de ese espejo que todo lo vuelve doble, secundario, irreal, transcurre esta parte del libro. Antes de que aparezca la primera persona gramatical en el texto, sus protagonistas son el amanecer, el día, las flores, la luz, el espejo. Unos a otros se van ligando, se desatan entre sí, se van concatenando, y del espejo surge un rostro, y después, rostros sucesivos, múltiples. Y finalmente, surge el “yo” en el poema, a propósito de una larga disquisición sobre el espejo y los rostros que alberga:

[…] los sucesivos y sucedáneos rostros
del recuerdo feliz de una frambuesa,
y los desnudos, casi calaveras,
los rostros empotrados al presente
del descompuesto espejo
donde, atrás de papeles y sonidos,
en medio del tornado del ser, aparecían
los del decir que sí y los del negarse.
[…] El rostro histórico, pero disgregado
en sus momentos significativos,
[…] eran mis ojos y los que vieron
al muerto la vez que lo vi,
[…] un rostro que no era el mío
y que tomó el espejo ritual en la mañana,
como se toma un barco, sin palabras. (pp. 15-16)

El yo poético, así, aborda el espejo como quien aborda un barco, y después de realizar algunos rituales donde el agua tiene un lugar preponderante (como el baño matutino), emerge de la casa, sale al día y a su torrente “el día se levantó dispuesto a catarata”, (p. 13).

Sin embargo, ni el lector ni la voz poética –ahora convertida en un personaje indeciso, en el vacilante, oscilante protagonista de un día que apenas empieza y no parece avanzar en el poema, sino que más bien se demora en espejos, en subterfugios y en digresiones–, ni él ni nosotros, digo, logramos avanzar más que en círculos, en uno o varios círculos de miradas y reflexiones, un “laberinto en cuarta dimensión” (p. 19), prendido de un lenguaje de factura impecable y materia vacilante.

Aparecen escenarios: la mañana, una ventana, un parque. La voz poética se desdobla en “un observador”, el cual, sin embargo, hace más que observar: en medio de una lucha entre decidirse a ser o quedarse sumergido en “la duda/ y sus sutiles mecanismos” (p. 22) se sienta ante la ventana, donde de nuevo vuelve a ser habitado por ese “yo” que antes había aparecido. El personaje del yo poético, que ya antes ha declarado estar inmerso en “trabajos y placeres / como ríos de tinta” (p. 20), antes de realizar la única breve salida al exterior de su casa (concretamente, al Museo de Arte Moderno, hecho que no sucede sino hasta las últimas páginas del poema) se detiene antes, se mira detenerse ante la imagen del parque tras la ventana. El espejo y la ventana aparecen como una pareja contrapuesta y la realidad externa, una vía de salvación, aunque improbable:

La imagen prolongada
[….] se apoltronó ante la ventana
olvidando al espejo, para volver a mí:
como si fuera posible ser yo,
como si alguien
cobrara conciencia de pronto
de que el rostro desfigurado
le pertenece íntimamente,
como cada una de las sensaciones
que alimentan su prosa cotidiana;
como si se pudiera, de repente,
vivirlo todo al mismo tiempo,
sentirlo real como la vez primera.
Como si fuera el del espejo,
desfigurado en la letra costrosa,
con sus vacíos y sus gratos malabares
y a la vez la sombra del sillón
contra el paisaje diurno
de una ciudad común e iluminada…

En este punto no podemos dejar de observar dos fuertes ecos de Fernando Pessoa en el fragmento citado: primero, de El paso de las horas, el célebre verso “sentirlo todo de todas las maneras”, que en Andrade se transfigura en “vivirlo todo al mismo tiempo”; pero además de este eco poderoso, me sentí, en estas páginas de Espejo…, transportada al ambiente de Tabaquería, a la mirada de un observador parapetado tras la ventana de su habitación, mirando el mundo, en el vaivén entre ser y no ser, fragmento aislado que mira y busca desasirse de su visión sin conseguirlo nunca del todo.

La oscilación entre el ser y el no ser, vuelta metáfora en la imagen de la danza pendular de un columpio en el parque, observado primero a través de la ventana, y rememorado después (“La sombra sentada en la ventana/ recordaba el parque de su adolescencia, se aferraba a un columpio de tarde nostálgica”, p. 25), preludia el final del poema, y le confiere un ritmo que va in crescendo, acelerándose y subiendo la temperatura del texto: en la página 26, el fragmento que inicia con el verso “En suma”, constituye un despliegue de 43 versos sin un solo punto y seguido: imágenes encadenadas a un vértigo sintáctico del que no podemos escapar, laberinto y “bailable en cuatro tiempos” (p. 26); marea que, a través de su profusión, concentra en la suma que anuncia los principales elementos del poema, subrayando en su obsesión la misma necesidad de, gramaticalmente, desatarse, al borde de un frenesí de estirpe barroca, en el mejor sentido de la palabra.

Dado que estas reflexiones, apostillas que sólo han querido ser una mínima constancia de viaje por un fragmento de Siete veces el mar, obra compleja y arriesgada de Manuel Andrade, revelan ya el contagio de la abundancia de la materia tratada, las terminaré leyendo el último, nítido, fragmento de Espejo enfermo, donde el mar invade a la escritura y la silencia al fin, y el poema y el poeta se entregan a su destino incierto:

Pero el espejo, más profuso que la ventana,
expande los árboles para vencer el mar,
para vencer el recuerdo de la tarde
y su monigote incomprensible,
para sofocar el desnudo rojizo
y su telar de signos.
Ni la biografía ni la fantasía
pueden contra la actualidad;
el mar entonces es un monosílabo
lleno de fantasmas, coto cerrado
como la boca abstracta del amor,
y la tarde, no la noche, se levanta
perdida en mis escombros,
a saludar al sol,
a distender los músculos
frente a un espejo enfermo,
donde su rostro real,
como si fuera cierto y fuera yo,
levanta su mentira cotidiana,
usa mi nombre y mi rostro,
para salirse a pasear
por las ruinas del ser, como si nada. (p. 32)

El poeta, frente al mar, quizás haya vencido al espejo, u olvidado por un momento el yugo de la identidad, saludando al sol.


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