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portada-siete-veces.jpg Siete veces el mar
Manuel Andrade
Conaculta/Práctica Mortal
México, 2011

 
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No. 52 /  Septiembre 2012


 


De Espejo enfermo
(Fragmento)



El agua virginal que me cubrió en ese momento
en lugar de los espejos el agua especularen la que
he estado viéndome desde entonces.
David Huerta



Un tierno arribo de palomas
sobrenada la evocación del caos
en la planicie de un vidrio que crece,
espejo minucioso, derramado,
música de una mano placentera
en luz misteriosa y galopante.
Desde el sueño, antigua, franca,
se despliega la evidencia
de un inmenso animal, se irisa,
crece (desde espiral desmadejada
hasta aplauso con picos) la marea
donde flotan las macetas.
Casi marino, el amanecer inventa
la desolación gris de la calle,
que recubre con hojas y ciclistas,
mozos que barren frutos de la noche,
sus huellas aromáticas dejadas en la percha
de la puntualidad y de la escoba...
El amanecer forja un oriente en plomo
(como un jarrón expresionista
ornado de fábricas para verse real)
sin percatarse
que el músculo cortado en el pescante
es al fin de la jornada tallo seco;
en la noche, loto y en el sueño, tromba;
sin saber que la mano amartillada
transpira orgías en clave de pez vela,
y el sudor coagula cera que, al fundirse,
modela una constelación donde leer
misterios de la música y la muerte...

Frontal, el día aprende a desmenuzarse
tan despacio que no se basta
para crecer completo ni para describirse.
Si abre la puerta, se va de boca
y tiene que brincar para recuperarse,
defenderse de la ciudad que se lo traga,
que le pone la sombra en la espalda
e inventa las sirvientas venturosas
que, sonrientes, se asoman a las puertas
y a las ventanas e inventan la ciudad,
como si en ese instante
y por las comisuras de sus bocas
desnudas, mojadas, cautelosas,
como si ellas y su manera de abrir las casas
crearan el día, poblaran el espacio
de rojos y amarillos, cambiaran los aromas
de los cuartos por su recuerdo heroico;
inundaran las calles de intimidad;
o como si los rostros dibujados de risa
instalaran el día, al cambiar los aires...

Luego son las flores de papel.
Las flores y el papel rojo, amarillo,
de las flores azules,
de las de papel, flores muy quietas.
Demasiado vaporosas para ciertas, las flores.
El papel desligado de las flores,
y el color del papel,
terminan en bordado de flores azules,
y de amarillos y rojos papeles
abiertos, como si flores,
en un jarrón del que escapó la noche
para sitiar las camas imaginarias y rendidas.

La desbocada realidad del día es un espejo
que repite las flores de papel
y las relata simples papeles coloridos,
tras una superficie plana y cóncava
que socava la luz. Porque la luz
se descompone en el espejo y se repite
como esqueleto de la luz, como luz neutra,
como desamparada luz huidiza
que se refugia en la ventana, si se aleja.
Porque el espejo se tomó una libertad acústica
y asustó a la luz contándole una luciérnaga,
un seno cuadrado y una llama negra.
Si derramó flores empapeladas,
coloridas, era porque las sábanas
seguían hilando peripecias sexuales
y esparcían los olores de la fiebre.

El día se levantó dispuesto a catarata,
a describirse en palomas y sirvientas,
pero —encendida por el espejo
y atizada por las sábanas—,
la revolución de la alcoba aromatizó el día
con angustias estéticas y trabajos sexuales.
El cuerpo volvió a su campaña
de insinuaciones y de sugerencias;
encontró al día encendido y oriental,
se permitió el dislate
de discernir sobre las uvas,
de dibujar letras en la ventana,
sólo por el placer de ver al sol
morir en la ciudad.
como recordatorio agrio y gozoso
de una serpiente marina, un verso dibujado
por la luz lateral del ocaso
sobre la banqueta, que decía:
El árbol con la luz se hace metal...

(...)

Esa imagen duró como un cirio
contra la novedad y lentitud del tiempo,
como un deslumbramiento que alumbrara
la densidad siniestra del cuerpo flagelado
en su costrosa textualidad y precipicio,
que era un obstáculo infranqueable,
pues al mismo tiempo que dardo y gangrena,
permitía dedicar una ofrenda líquida al amor
y celebrar a su manera la liviandad y el artificio.

La sombra sentada en la ventana
recordaba el parque de su adolescencia,
se aferraba a un columpio de tarde nostálgica,
como un mero complemento circunstancial
que, curiosamente, le ofrecía una salida
para oponer al desastre
la posibilidad de la experiencia,
sin más control que esa marina
identidad terrosa ante la agónica
libertad de lo disperso.

Su danza pendular se asemejaba
a la muerte y lo sabía,
pero importaba más
la verdad pedregosa y macilenta,
y ya ni siquiera, la verdad,
sino las razones furiosas
de cada rasgo delineado en el reflejo
de cada cicatriz, de cada pena.

El parque daba razones suficientes,
lapidarias, para soportar
la misma vida cada vez y cada tanto,
fundaba, indiferente a la ceguera diurna,
una cadena de hechos inalterables;
pero al mismo tiempo, y sin saber ni cómo,
tendía una mano nebulosa alrededor del insomnio
para rescatar todos los accesorios de la vida
en un recuento vano de prendas olvidadas
que podía oponer a la persecución sangrienta
y a la tortura de penetrar en sí mismo,
cuchillo en mano,
para volver a sufrir la humillación
de haber sido y de estar siendo,
en el obtuso y enorme mediodía.

En suma,
aquello era un bailable en cuatro tiempos
donde el espejo y su sangría de tintas
(arremetiendo desde la noche
con camas pobladas de delirio,
significados densos del amor y la muerte,
reconsideraciones de inútiles ejercicios
que lindaban después con el fracaso,
rostros amados en felices coplas
que no llegaron nunca a ningún lado,
por lo que finalmente estructuraban
la temporalidad con abstracciones,
con palabras y dagas,
y el vago entendimiento de la herida
como posibilidad de redención,
de festejo o lamento)
coincidía con el sillón mullido
(que era el amplio paisaje
de la calle desnuda al mediodía,
la realidad, la actualidad,
el sol y su garantía de claridad,
la ciudad tendida, casi marina,
reclamando su parte de vida gastada,
su feroz animal dado al placer y al espíritu
sin reflexión ni duda, una rosa podrida,
pero al fin, la parte jugosa
y turbia de esa misma escritura),
y coincidía también,
pero menos puntualmente,
con el eterno habitante de un parque
(una adolescencia indefinida,
sentada en un columpio,
pero llena de objetos),
como una imagen real que rescataba,
mediante pérdidas y ritos,
al que huía del espejo
para sentarse a ver la ciudad
agarrando de la imagen de un columpio;
pero sobre todo rescataba
el cuerpo múltiple contextualizado
por la escritura roja,
que perseguía a los otros dentro del espejo,
hasta obligarlos a entrar en sí mismos.
También coincidía, cada vez y cada tanto,
con el deseo superfluo
de abandonarse a la exigencia nocturna
y clavarse los dientes en el cuello
para empezar otra vez, desestabilizado
por un repetirse de tiempos y tipos.
Danza donde la muerte, en primer plano,
planteo su pregunta, casi una adivinanza,
llena de abejas y de lluvia:
¿En dónde y a qué precio, la constancia
podría definir qué cosas, cuando?
Era otra forma
desvanecida de la resistencia;
pero en su roto dintel
podía encender la máquina del sueño
sobre ese mediodía roto por nubes pardas...


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