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portada-oportunidad.jpg La oportunidad
Sara Cohen
Ediciones del Dock,
Buenos Aires, 2012.

Por Jorge Monteleone
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No. 53 / Octubre 2012


 

Veo árboles. Abro el nuevo libro de poemas de Sara Cohen y veo árboles. El primer poema Al resguardo de los árboles, pertenece a la primera sección del libro, Un pintor llamado Félix Nussbaum. Pero en ese poema, al principio no hay árboles. Lo que comienza a hablar es un yo autobiográfico que habla de su nacimiento, un nacimiento imposible y desplazado. Dice: “Para mí/ haber sido/ judía/ en París/ en 1939/ no es más /que una foto /en blanco y negro /puesto que yo /aún /no había nacido”. El yo afirma, a la vez, que fue judía en París pero que, sin embargo, no había nacido, y no obstante ese origen está allí, en suspenso. El poema sigue cuando esa suspensión produce efectos en el acto de estar en París, como si una urgencia por partir –y todos sabemos que para una judía partir de París después de 1939 era, literalmente, salvarse la vida–, como si esa urgencia inquietara toda despedida: “sin embargo cada vez que/ me voy de París/ imagino la partida /de mi madre /hablo con mi tía /y la interrogo /como si irme/ o quedarme deparase/ una urgencia”. Hay algo de relato en este poema y el yo afirma entonces que pasó largas horas en el Museo, frente a los cuadros de Félix Nussbaum, pintor judío alemán exterminado en Auschwitz en 1944.

De ese año data la pintura El triunfo de la muerte. “No hay asesinato –leemos en el poema– que pueda con el saber/ de esa tela pintada/ Sin embargo él es asesinado/ cuando los nazis /ya habían sido /derrotados”. Otra vez, como el destino de Walter Benjamin al cual Susan Sontag le atribuye la mala suerte, esa fatalidad demoníaca que Baudelaire llamó “Le guignon”. Habla del artista desconocido, de la obra que permanece secreta por la fatalidad del desconocimiento. Podría ser pensada de otro modo: el artista exterminado nunca sabrá cual es el lugar de su obra, pero esa obra atestigua una vida puesta en juego. Eso dicen los árboles de ese poema, pero antes de mirarlos sigo las huellas de ese yo autobiográfico que habla de partir y quedarse, y del sentido de su urgencia. Hacia el final leo: “Partir/ quedarse/ el momento justo del partir/ posibilitó años después/ el encuentro/ de mis padres/ mi nacimiento”. Y allí está la clave: de la partida depende el nacimiento, y así la sujeto se suspende en dos tiempos: estaba en París como posibilidad de salvación en la partida, de tal modo que partir significa lo contrario del destino de Nussbaum o, mejor dicho, una ironía trágica: para Nussbaum partir era ir al encuentro de la muerte, al triunfo de la muerte. Para los padres de la poeta partir significaba la vida y esa partida supone el nacimiento. En esa partida se halla implicado el parto que dará a luz a la poeta: esa partida es, literalmente, una partida que da lugar al nacimiento, es decir, una partida de nacimiento. Pero ese signo está anticipado y sólo retrospectivamente podemos entender su completo sentido.

Surge en el epígrafe que precede al libro. Dice que su hija le pidió la partida de nacimiento para constatar la ascendencia judía, y dice también que “venimos al mundo en más de una oportunidad a lo largo de nuestra vida, pero sin esa primera vez nada hubiera sido posible”.  Aquí se enlaza esa partida de nacimiento de un modo vertiginoso: porque aquella partida de París fue la oportunidad para que la partida de nacimiento tenga lugar, y es en la ascendencia judía, amenazada de muerte, donde se funda. Esa fundación del origen como oportunidad de vida, como primera vez de la vida, se ha dado en el nombre judío. El nombre del yo, que es el comienzo del poema lírico. Pero a la vez ese nombre, que en la cultura judía tiene un peso absoluto, era también la marca que llevaba bajo el nazismo el camino al exterminio, la partida hacia el exterminio. Es decir, allí la partida del nacimiento daba lugar a la muerte. Es decir, el nombre repone aquello que falta y lo que falta allí es el reverso de la oportunidad: el triunfo de la muerte. Entre los nombres Cohen y Nussbaum se dirime el sentido de la partida. Para construir su poema, la poeta necesita el texto autobiográfico en el cual el como sujeto se emplaza: un sujeto de la experiencia vivida donde, otra vez, la poesía nos dice algo del yo: la que habla constata y atestigua a partir de un vacío. Esa noción reside en la concepción misma de la poesía de Sara Cohen. Lo ha escrito en El silencio de los poetas. Afirma que es inherente a la experiencia estética la percepción de la pérdida y que esa dimensión no existiría si no se hiciese presente en el acto mismo del goce estético. Y algo más: la poesía no puede ser concebida en su origen –escribió– “si no es en la brecha que deja el vacío de algo que pulsa por ser nominado”.

Y así Sara Cohen inscribe el poema en el origen del nombre judío, en el origen de un vacío que para unos fue la muerte y para otros, como sus padres, fue la vida y también su propia vida y la vida de su hija. Y en la última sección del libro leemos el poema La partida de nacimiento: “en la mente/ de los padres// es el sitio que burla/ cualquier espacio geográfico/ y que no pertenece a ningún lugar/ punto nodal/ de nuestras vidas/ silencio/ en el que convergen/ origen y secreto anhelo/ inaugural”. Esa palabra, inaugural, es lo que da lugar a la palabra en el lugar de la brecha, ese vacío que es llenado con la oportunidad de la vida que da oportunidad al poema. Y en el poema final hay otra partida, que es un regreso: la partida del padre a Israel, el registro del apellido paterno en la partida de nacimiento y la certeza del enigma, de lo que otra vez debe ser reconstruido en el vacío mediante el poema, que no lo resuelve, sino lo atestigua: “Tal vez por eso/ nacimientos y partidas/ se superponen// en la partida de nacimiento” finaliza.

La poeta sabe que en el lugar de la brecha hay un poema y esa también es otra oportunidad: “venimos al mundo en más de una oportunidad a lo largo de nuestra vida” había escrito. Y en la brecha que abrió el exterminio de Félix Nussbaum están las pinturas de Nussbaum. La sujeto se desplaza al Pompidou y contempla los árboles de Mondrian. En esos árboles, cuyas formas, dice, son infinitas y atraviesan el espacio de la tela, hay una intemporalidad. Como el no-color blanco que imaginó Mondrian, esos árboles están al resguardo del tiempo o, como en el poema de los padres, en ese sitio que burla cualquier espacio geográfico. En ese lugar o en ese no lugar del poema o de los árboles, que se eleva desde la brecha, desde el vacío de la muerte, precisamente la muerte ya no puede triunfar. Hay un modo donde lo humano está a salvo. El árbol de la pintura y el árbol en el poema son el motivo para indagar el vacío del nombre, y allí el yo tiene su oportunidad, la misma oportunidad que Nussbaum ha dejado como testigo que ha jugado su vida.

El símbolo del árbol ya aparecía en el poema final de un libro fundamental de Sara Cohen, donde recrea la mitología autobiográfica de la partida de sus padres: Puertas de París. Se llama Raíces: “Un árbol desnudo en sus raíces/ un nudo en el estómago/ en la raíz de las vísceras./ Los muertos ya no hablan/ querría evitar insistentes letanías/ mejor, mucho mejor/ interrogar recorridos/ Un árbol casi desnudo en sus raíces/ ¿pero hasta dónde/ hunde su raís/ su filo en la tierra?/ ¿Hasta qué lugar/ hay que llegar/ para desprender de la tierra/ la propia historia?/ Un árbol solo/ profundamente arraigado/ al borde del río/ raíces profundas/ algo interminable/ que se hunde en la garganta/ en la raíz de la palabra/ ¿Dónde pudo forjarse/ cada gesto/ cada sabor/ aquello que nos antecede?/ Bulgaria/ Milano/ París/ Lyon/ Esmirna/ Buenos Aires/ Pequeñas Historias”.

La recurrencia del exterminio tiene entonces su contracara trágica: en el poema 1933/1943 la poeta dice que la pintura Destrucción de 1933, ilustra la escena de los cristianos reducidos al calvario, en ese año en el cual Nussbaum fue expulsado de Villa Massimo por ser judío, y que así se constata el sombrío avance de la barbarie. Y que en la pintura Autorretrato con pasaporte judío, de 1943, se manifiesta la persecución: en la tela se lee la inscripción del pasaporte “Juif-Jood” y el perseguido gastaba sombrero. Y dice: “Muro opresivo/ nubes troncos truncos”. Otra vez hay árboles, pero de estos árboles restan sólo troncos truncos. “Antes de 1943 –reza el poema– mi madre/ parte de Europa/ con sus padres/ hermanos y abuelo/ paterno/ hacia América/ atravesando/ miradas y controles// En el autorretrato/ del 43, el pintor/ llevaba sombrero./ Nubes troncos truncos”. Y allí aparece otra vez la trágica diferencia de la oportunidad: la partida de la madre se opone a lo partido de la vida, simbolizada en el tronco trunco, en el árbol partido. Allí circula otra vez el simbolismo de las raíces, que se reúne con todo el significado del desarraigo. Los árboles nacen en la pintura, como los árboles hunden sus raíces en el poema, no para olvidar que los troncos han quedado truncos, sino porque han sido mutilados. De esa brecha, de esa mutilación, de ese vacío nacen los árboles de la pintura y los árboles del poema. Una vez más la poesía es ese no lugar, el lugar del blanco que se eleva como oportunidad para nombrar, y a la vez conjurar, el vacío. La poesía, como dice otro poema, es “nuestra pequeña Patria”.

Y aquí surge ese otro sentido de este libro, menos trágico pero igualmente testimonial de otro vacío: el que deja el fin de un amor, como latencia del deseo y como huella de palabra. Todo amor, lo sabemos, tiene su mitología y esa mitología adquiere la forma de un relato. Los amantes no sólo se aman físicamente, sino también, y acaso sobre todo, se dicen, se nombran, se hablan. Incluso cuando el amor termina, lo que resta son los relatos del amor, como sucedáneo de la ausencia. El amor que termina aún persiste en aquello que se dice. Lo supo Barthes de un modo genial: el amor está fragmentado en el discurso amoroso: “es pues un enamorado el que habla y dice”, comienza el libro. La oportunidad del poema de Sara Cohen también se juega en esa brecha de la fragilidad amorosa, donde se eleva la pequeña patria de la poesía. Ausencia y presencia de los enamorados, en una constante tensión, que los cuerpos resuelven pero que también alientan dramáticamente cuando ya no están y donde el diálogo, el diálogo de amor, permite resistir y al mismo tiempo disolver. La ausencia y presencia de los amantes es, también, un juego entre partir y quedarse. Y allí se funda su palabra y también la palabra del poema, que sustituye la brecha de su fragilidad, el no lugar donde se levantan las ilusiones del amor. Leo el comienzo de Pequeña patria: “En esa intermitencia/ entre aparición/ y desaparición/ se ancla el deseo// no nos lo advierten/ lo suficiente/ pero todo es frágil// el diálogo es un rumor/ nacido de esa fragilidad// las palabras y ese otro/ al que llegan/ forman estructuras/ sobre las que se montan/ las ilusiones// la vida retorna/ tan sólo/ por una palabra/ que va y viene/ espera incesante/ de sentido”. Ese vaivén de la palabra en el diálogo amoroso, entre la partida y la llegada, abre el hiato de la busca de sentido que sólo el poema parece reconocer. Lo reconoce como nostalgia, una añoranza de ese espacio ilusorio en el que se construyó el intenso paisaje del deseo. El poema sólo puede reconstruir el sentido del rumor, porque ya se ha perdido, ya que el rumor, dice otro poema de Sara Cohen de la tercera sección Ligeras incomodidades, secretas imposibilidades, es el pasado. Y el pasado es también otra brecha que abre la ausencia amorosa, el lugar en el que se constata lo que te dije y lo que me dijiste, lo que nos dijimos antes y después de los cuerpos que la pasión ritma y donde también hablan.

La palabra del poema es la oportunidad de colmar el vacío de un modo paradójico: abriendo en el lenguaje su brecha. Allí se habita, allí se vive contra la muerte y en el nombre del amor, pero bajo el imperio del haber sido. No haber sido es en el poema una oportunidad de nacer, de renacer: partir al poema es otra partida de nacimiento. Y al final de ese bellísimo poema llamado La magnolia se habla de ese no lugar que sostiene el vacío –del amor, de la muerte–: “Lo único cierto", escribe Sara Cohen, "es la ficción”.     


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