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portada-yo-cuervo.jpg Yo, cuervo
Miguel Ángel Flores
Elmaqui Editores
México, 2012

Por Edgar Aguilar
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No. 54 / Noviembre 2012


Conocedor de la poesía francesa –y de otras latitudes de Europa no tan transitadas  aunque no menos importantes como la checa, de la cual ha preparado volúmenes imprescindibles–, Miguel Ángel Flores cuenta ya con una sólida trayectoria como traductor, ensayista y poeta. En su haber destacan traducciones de poetas prácticamente desconocidos para el público en nuestro país; como poeta parece seguir esta misma línea en la que su trabajo poético se aparta en buena medida de lo que podríamos llamar –con lo ambiguo del término– como “representativo” de la poesía mexicana de las últimas décadas.

Ahora nos ofrece un nuevo poemario de título por demás sugerente: Yo, cuervo. Las referencias a la majestuosa ave de apariencia tétrica en la literatura –y en particular de ciertas culturas– son de tal abundancia, que habría que llenar un catálogo inmenso en donde esta enigmática figura de dimensiones mitológicas ha tenido cabida. Las más fascinantes las hallamos, quizá, en los prodigios poéticos de Edgar Allan Poe y de Rimbaud, almas oscuras que vislumbraron en el cuervo la encarnación más acabada de lo funesto, lo fúnebre y lo bizarro. Pero también de una extraña belleza que nos deja, a la vez, extasiados y perplejos.

Poemas breves e intrincados los de este libro. El poeta, sin embargo, no se asume propiamente como un cuervo, como a primera vista sugiere el título. ¿O sí? La luz, el sol y el vuelo son –cosa curiosa por su aparente carácter antagónico con el pájaro lúgubre– algunas de las imágenes más recurrentes, a veces contrastadas: “Negro sol/ Qué tranquilo el mar/ Y los mantos de la luz/ Un ave mental/ En el aire inquieta/ Voz del cuervo/ Vuelo en negro”. El poeta contempla entonces al cuervo desde una perspectiva exterior, casi luminosa, pero –y aquí su rasgo necrófilo u onírico– su mirada interior de aquél sólo puede encontrar su origen en una deformación del lenguaje –un habla torcido, forma de balbuceo, graznido de atroz presagio– o, lo que es lo mismo, en una sombría condición del espíritu: “Soy de noche en pluma/ Y un muro de sueño/ Me sostiene/ Arrancar quisiera”. Y, cual visión apocalíptica, anuncia: “Y vi a cuervo descender del cielo/ Y en su pico grabado/ El santo y seña de la bestia/ Lloró el cielo/ No era lluvia/ Huracán como limosna de los desheredados”, para fatídicamente concluir diciendo: “Y después himnos de nada”.

Emparentados en su forma con el haikú, y por los versos que van tejiéndose y encadenándose alrededor del poema para culminar en una única imagen, efímera en su movimiento aunque permanente en su cualidad de estampa oriental, los poemas que integran este librito son también herederos de la poesía simbolista francesa –el propio Rimbaud– y de la poesía francesa de la primera mitad del siglo XX, de la que Miguel Ángel Flores conoce muy bien debido a su ardua labor como traductor. De compleja lectura, Yo, Cuervo es una suerte de conjuro poético que debe y amerita leerse en toda su oscuridad.


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