No. 54 / Noviembre 2012 |
No quiero decir que para que el poeta escriba poesía deba entrar en un estado artificial de alteración de los sentidos, vía enteogénica o narcótica, sino que la verdadera poesía contiene esta memoria, y que la inspiración, el soplo que viene de las musas, es el soplo del ritmo cósmico que arrebata al poeta a la creación y lo devuelve al mítico viaje de los grandes misterios y la revelación[…]. La estructura de la poesía reproduce el viaje al inframundo, se ha dicho ya, y descender ahí implica una importante disyuntiva: conectarse con la memoria eterna o desactivar toda posibilidad óntica y dejarse llevar por la corriente del olvido. He ahí el peligro. ¿Leteo o Mnemosine? El renacer solo es posible a través de la memoria que recorre sin principio ni fin el cause del no-tiempo. Gran rigor y disciplina, no obstante, se requieren para sumarse, para fundirse, para anular el deseo de ser, vicio del existencialismo heredado por algunas vanguardias y adquirido por ciertas tendencias poéticas de nuestro tiempo. Pero aun la memoria tiene sus peligros, es deseable que el poeta trabaje desde una conciencia lúcida, pues: […] La poesía es la miel de los dioses. El lenguaje de las abejas es el lenguaje de las ninfas y las musas. Los dioses necesitan de la poesía para alimentarse (para sustentar al ser). […] La misión de los poetas es alimentar a los dioses a través de la poesía. Por esto los poetas son elegidos (por Dios y las musas, y por esto son instruidos por ellas en el arte del canto y la danza). El capítulo seis, Las musas transmiten la idea de dios, su sentido continúa con la idea anterior, pero el autor hace ahora una inteligente exploración del famoso ensayo de Shelley A defense poetry para concluir que el bardo inglés, a través de penetrantes y a veces duros planteamientos, expande el perfil del poeta, lo redimensiona. Tenemos entonces que en ese ser único las fuerzas dionisiacas y apolíneas concurren en feliz armonía a despecho de quienes se empeñan en separarlas. Para Shelley, dice Toledo: […] versan impúdicas y fragantes sobre el Sentido realizando las formas absolutas de la vida […] La simbología de las flores se centra en la expresión anímica de la naturaleza humana independientemente del símbolo que cada una posee, estas simbolizaciones conducen a la sensibilización del alma y a la sabiduría universal […] la flor se presenta también a menudo como figura-arquetipo del alma o centro espiritual[…] En el capítulo nueve, al que ya aludimos en otro momento, y que se centra en la famosa comedia de Shakespeare, Toledo deja muy claro por qué la Noche de San Juan es el marco adecuado y esencial para el curso de los hechos, de los prodigios, ahí presentados. Así mismo, se señalan y explican las siete plantas propias de esa noche: salvia, aquilea milenrama, crisantemo de los prados, hiedra terrestre, rusco, Artemisa e hipérico, plantas que conectan, en su esencia y, muchas de ellas, en el nombre, con el mundo mítico. Una serie de intensos capítulos, del diez al diecisiete, son dedicados a la flor de cupido, la rosa silvestre y la amapola, el capullo de Diana,Moly, el asfódelo, la genciana. Resulta fascinante la manera en la que el autor va trabajando la mítica trayectoria de cada una de estas flores, su posología, su proyección espiritual, así como su lugar y su valor desde una perspectiva poética. En este último sentido sirva de ejemplo el tratamiento que Víctor hace, en el capítulo dieciséis, de la obra de Mandelshtam y Nervalen relación con el eléboro, y en el que concluye que “Nerval y Mandelshtam extrajeron de lo más profundo del tiempo y de la tierra, el potente eléboro para curar al mundo”. Algo similar sucede en el capítulo diecisiete pero con el asfódelo. Dice Toledo: “Sabia labia saturnina, el asfódelo le ha prestado su tenue, pálida, pero poderosa y honda voz a grandes poetas”, y se refiere concretamente a William Carlos Williams y al poema que lleva el título y expresa el espíritu de esta planta. Todavía en el capítulo dieciocho, como si lo anterior no hubiera sido suficiente, el autor presenta otro grupo de plantas, y llama la atención entre ellas el helecho (una planta, se podría decir, completamente inofensiva), redimensionado por los atributos que de él se señalan en un párrafo que no tiene desperdicio: Vemos la relación con el brillo del fuego de Brigit (Diosa Madre también, diosa de los guerreros, de los herreros […] de la hechicería, la medicina y la inspiración), fuego y poesía, shamanismo y verso, los dedos u hombrecillos fálicos no son otros que los hongos sagrados, llamados también, en otras tradiciones mistéricas, un solo dedo, un sólo pie´. ¿De dónde viene la palabra pie, pie del verso?, ¿del pie que lleva el ritmo de la danza shamánica o del nombre secreto del hongo o, más bien, de lo uno y de lo otro?[…] Por su parte el tirso, el cetro de Dionisio, es: “un bastón forrado de vid o hiedra, rematado por una piña de pino. Símbolo fálico de esa fuerza vital asociada [al dios]. Ya símbolo egipcio. Vara mágica de los conjuros […] relacionada con símbolos axiales verticales, que representan el eje del mundo o son análogos”. Ya hacia la conclusión del capítulo, todas estas posibilidades simbólicas se van sintetizando en una renovada dimensión poética que eleva mito y realidad a las alturas de un razonamiento extático, si se nos permite la paradoja: El rasgo constante que caracteriza toda concepción de la revelación es su heterogeneidad respecto de la razón. Eso no quiere decir simplemente [agrega) que el contenido de la revelación deba necesariamente parecerle absurdo a la razón. La diferencia que está aquí en cuestión es algo mucho más radical, que concierne al plano mismo sobre el cual se sitúa la revelación, o bien su propia estructura. Al regresar, nada será igual […] Una revelación cuyo contenido fuese algo que la razón y el lenguaje humano pudieran decir y conocer por sus propias fuerzas, dejaría de ser, por eso mismo, una revelación”.2 Cuando lo que se dice es mucho más de lo que se dice, quien lo dice, con seguridad, es un poeta verdadero. Que quede claro. No estamos hablando aquí, como quería Mallarme, de sugerir, sino de revelar. Y cuando uno termina de leer La poesía y las hadas, cuando regresa de ese viaje, tiene la certeza de haber visitado otro mundo. Para Toledo la poesía es eso, en su ejercicio y, como lo demuestra en esta investigación, también desde el análisis, desde la reflexión, desde la crítica. Víctor es un hombre que, al igual que el personaje de Coleridge citado por Borges, atraviesa el paraíso en un sueño y recibe una flor como prueba de que estuvo ahí. En el caso que presenta Coleridge, como todos sabemos, queda abierta la pregunta respecto a qué haría ese sujeto si al despertar se viera realmente en posesión de aquella flor. En cuanto a Víctor, me parece que La poesía y las hadas es esa flor que aún permanece en su mano después del sueño y ahora, generosamente, nos regala.
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