cornisa-inditos.jpg

No. 54 / Noviembre 2012

 

Carlos Skliar
(Buenos Aires, 1960)


Antes del mundo, algo había: una huella de respiraciones  aún no nacidas. Un sonido perdido de lodazal y ciénaga. Todo lo que todavía no era cuerpo y sin embargo soñaba. El sueño se repetía: eran pisadas sobre pisadas. El barro soñaba ser pisado. Y temblaba. Y se hacía tierra. La tierra soñaba ser pisada. Y sudaba. Y se convertía en océano. De una línea demasiado recta, partió la primera encrucijada: un océano que nunca soñó ser pisado. Y así comenzó el mundo: de
un sueño que no quiso ser pisado.




Once pájaros conforman un paisaje, pero cuando emigran no queda ningún número. Lo mismo sucede cuando las ventanas se cierran: la tierra se evapora, es nula, ya no hay nadie. Lo peor ocurre cuando se deja de amar: una parte de uno desaparece de su propia biografía. Por suerte la mirada no se resume en cifras ni en espejos, sino en vaivenes, contorsiones y rarísimas zozobras.




Exactamente lo opuesto a las estatuas abandonadas, a los perros perdidos,  al llanto doblado de los niños, al momento en que se aleja la punta de unas manos que ya no regresan a su sitio: eso es el amor, si amor hubiera.




Escribo para pronunciar esas palabras que son despojos de la sangre fría. Para no mirar con ojos de águila sino de esfera. Para inventar lo que acaba de descubrirme desnudo. Para espantar al dolor sin confrontarlo. Escribo para anochecer en día y para madrugar en tarde. Escribo pisando arenas movedizas y nubes a la deriva. Escribo para confesar lo inoportuno. Para darle lentitud a la quimera. Para hablar con las almas en tumbas, con cada lirio, con los vagabundos y sus perros. Escribo para imaginar lo que aún no he sido, para escapar de mí y reencontrarme. Escribo para amar lo insoportable.