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portada-desierto.jpg El desierto verde
Eduardo Moga
Editora Regional de Extremadura
Mérida, 2012

Por Andreu Navarra Ordoño
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No. 55 / Diciembre 2012 - Enero 2013



Cuentan que cuando en Marruecos se extiende el desaliento y la falta de fe, de lo más profundo del Sáhara, que está más abajo, al Sur, emergen de nuevo la santidad y la heroicidad y el reino vuelve a ebullir, electrizado, en el idealismo. Algo así me ha sucedido esta mañana cuando, el entrar en mi edificio, me encontrado el nuevo libro de Eduardo Moga en el buzón. Sumido en el desaliento burocrático me encontraba yo (por desgracia cada vez es más frecuente esto, el encontrarme cercado por turbias preocupaciones y prisas). Pero, por suerte, nosotros también tenemos un Gran Sur, más o menos desértico, si bien se piensa, de donde surgen productos vivificantes como El desierto verde.

No es la primera vez que afirmo que, si de verdad nuestro deseo es conocer la poesía española actual, hay que huir de Madrid y Barcelona para ir a comprar libros y cuadernos editados por los consistorios y municipalidades andaluzas y extremeñas. Esta vez la esperanza emana de una Editora Regional. Yo no sé muy bien qué ocurre allí, lo cierto es que constantemente me llegan libritos excelentes tanto en contenido como en soporte físico, mientras que en las librerías no leo más que basura anunciada con grandes y llamativos rótulos, que a mí personalmente, me asustan bastante. Basura mediática que no compro, naturalmente. Pero yo esto ya lo dije, hablando de Dimensión de la frontera, libro de Álex Chico publicado por la editorial sevillana Siltolá.

Y por mucho que me digan, a mí no me convencen: nuestra cultura o es lenta y artesanal y compleja y placentera, o ya la pueden ir guardando en oscuras bases de datos más propias de lectores robóticos, como los números de los carnés de identidad o las fichas de la policía. Yo no tengo nada que ver con eso. Mi cultura son estos libros de poesía que recibimos del Sur, y que en el sur saben atesorar.

Mi fe, pues, se ha sentido nuevamente fortalecida por este nuevo libro de Eduardo Moga. Y este Eduardo Moga es el mismo de siempre: idéntico trabajo de marquetería dorada, idéntico celo casi budista a la hora de escoger esas palabras que entusiasman. Precede al poemario un relevante prólogo en el que el autor nos informa del proceso de escritura. Y nos cuenta Moga que desde hace cuatro años pasa los julios en “una vieja casa de un viejo pueblo” extremeño, Hoyos, y que estas experiencias se han licuado y han dado forma a este espléndido poemario, menos estridente que los anteriores. A Moga (siempre lo explica en sus intervenciones públicas) le interesa el salvajismo léxico (hablamos de un traductor de Bukowski, no se olvide) pero en este poemario, por necesidad del tema, los cuchillos no se han afilado tanto y lo que tenemos es una penetración asombrosa de un paisaje hipnótico también reflejado en la primera novela de Cela o la prosa de los artesanos noventayochistas. Este paisaje se nos describe a través de auténticas labores de encaje: “Un tumulto equivalente zarandea al pueblo: los ajimeces parten la mirada; las dovelas espumean en blasones; un edificio municipal, descascarillado como una mala dentadura, interrumpe la floración del granito. Y, coronando el hervor, el vuelo inmóvil de los cirros. La piedra entra en mí: irradia una luz coriácea, que me introduce al interior muelle de la materia.” (p.31) Yo sólo le he leído algo así a Gabriel Miró, el místico.

Y a propósito de la prosa y su cultivo creciente por parte del autor, en el prólogo también se alude a ello: “El poema en prosa – me parece – se extravía menos en las sonoridades [¡¡falso!! Esto no puede ser más que ironía en tu libro, Eduardo] y las anfractuosidades retóricas que el poema versal [¡qué verdadero es esto!], y atiende con más permeabilidad a los accidentes de la sintaxis, esto es, del pensamiento” (p.9).

Y es que la penetración de lo exterior en forma de prosa especulativa quedó definitivamente afianzada en Bajo la piel, los días (2010). Moga es un poeta que reflexiona constantemente sobre la poesía. Lo prueba su tesis doctoral sobre Basilio Fernández. Yo veo cada vez más sabiduría en las palabras del Dr. Moga, sin que perdamos al Moga de siempre, el Moga del sexo (“Hacemos el amor con uñas rejuvenecidas, entre silencios tibios. El pene se recorta contra un rectángulo de luz imperiosa, solo interrumpida por los apósitos de las nubes, tras los que se insinúa un firmamento de piedra. Su cabeza oscila, ingiere, se desangra en ondulaciones de caoba” (p.17); el Moga del cuerpo que se desintegra y el Moga de la carne erizada de púas.

Es ciertamente alentador reencontrarse con este virtuosismo de las imágenes y las ideas que es tan personal: “La soledad es blanca, como este desván/ en el que escribo contra lo que dicta el cuerpo”; “Lo negro soy yo, enharinado de virutas carnívoras,/ irritado por vaginas como escarpias,/ magullado por relojes contrahechos,/ que aguardan mi decisión con el júbilo sombrío/ de los decapitados”; “Las palabras están aquí, recrudecidas/ como árboles fusilados”; “Este lugar es blanco, como las espinas de la luz”.

Como nuestros limbos burocráticos. Sigan iluminándonos, señoras y señores extremeños y andaluces, sigan editando estas maravillitas, por favor. Nada más que decir.

 

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