Por Martha Celis
“La gente no sólo experimenta el mundo de distintas maneras en diferentes lugares, lo experimenta distintamente en diferentes momentos. De hecho, nuestra sensibilidad está cambiando constantemente, conforme el mundo a nuestro alrededor lo hace.” Este argumento, con el que T. S. Eliot explica la persistencia de la poesía en el cronotopo, sirve también para justificar el imperativo de la retraducción de textos literarios: “La tarea del poeta será distinta, no sólo según sea su constitución personal, sino según el periodo en el que se encuentre.” Como señala Carmen Dolores Carrillo en su obra sobre la intertextualidad en la obra de José Emilio Pacheco: “Si la categoría de clásico está basada en el diálogo que una obra suscita en los lectores de otros tiempos y de otros espacios, entonces la importancia del original está en esa capacidad generadora, y la de la versión en que es una recreación que ilumina el original con una nueva lectura que corresponde a los intereses de un momento literario y al estado de la lengua.”
Es bien sabido que para el traductor, como para el poeta, su obra es irremediablemente un producto inacabado, perfectible, objeto de interminables correcciones. En la figura del “poeta traductor”, como lo identifica Carrillo, dicha situación se agudiza; de esto son testigos las distintas versiones que José Emilio Pacheco realizara de los “Cuatro cuartetos”. Alfonso Reyes, unas décadas atrás, había sugerido lo que pudiera ser una respuesta ante la inquietud del traductor de poesía: la existencia de una versión tripartita del poema traducido, cuya primera versión sería una traducción en prosa literaria; la segunda un intento de alcanzar una composición rítmica que prescinda de la rima; y por último una versión más libre con ritmo y rima. Esta última resultaba, en opinión de Reyes, la que dejaba ver con mayor transparencia el trabajo del autor del texto de partida.
Esta transparencia es la que alcanza Pacheco en sus traducciones de poesía. Uno de los postulados que más sobresalen dentro de su póetica es “el enmascaramiento del yo” —como lo destaca Hugo Verani— y el destacado traductor de los “Cuatro cuartetos” la alcanza mediante numerosos recursos que revelan la intertextualidad en su obra (según lo ha analizado Carrillo en El mar de la noche), pero sobre todo, muy particularmente, con sus distintas “aproximaciones”. Verani señala que “su poesía es, en cierta manera, un palimpsesto de lecturas donde su propia voz se fragmenta en máscaras apócrifas, versiones y voces de otros que dialogan entre sí, de cuyo entrecruzamiento nace y se desarrolla su auténtica voz poética.” Pacheco logra capturar a un tiempo las dos cualidades prioritarias del poema, según Eliot: el habla cotidiana y la musicalidad del poema. El autor de “Tierra Baldía”, en su texto “La música de la poesía” afirma que la musicalidad del texto es “un patrón musical de sonidos y un patrón musical de significados secundarios” que con frecuencia evocan en el lector mucho más de lo que el autor, o el traductor, quiso decir.
El traductor comparte con el destinatario de su texto una condición indispensable: la de lector. Carrillo aclara que “el poeta traductor es el destinatario superior del que habla Bajtín, aquel que analiza, comprende e interpreta, es decir, aquel que dialoga con el texto.” Llama la atención constatar como numerosos teóricos de la traducción, entre ellos James Holmes, comparten la visión del poeta y traductor Haroldo de Campos que sostiene la importancia de la labor exegética y crítica del traductor antes de emprender la composición del texto traducido. Como tal, el traductor es un hijo de su tiempo, y su concepción del mundo es producto del tiempo y el espacio en el que está inserto así como del bagaje intelectual y cultural con el que llega al momento del primer contacto con el texto a traducir. Trae consigo, como eternos e impalpables compañeros, a todos los autores que conforman el palimpsesto de lecturas que es su mente; como propone Doudoroff al hablar de Pacheco: trae consigo “las voces de los muertos cantando repetidamente a través de los idiomas y por el tiempo.”
A pesar de las controversias al respecto, es ya un hecho aceptado que un texto traducido tiene un valor literario y estético en sí mismo. Esto es especialmente válido en el caso de la traducción de poesía (o con sus consabidas diferencias, de la traducción poética). El “Make it new” que heredamos de Ezra Pound y que tiene como herederos a los artífices de las “traducciones antropofágicas” en el Brasil contemporáneo respalda a Pacheco en sus decisiones de traductor tan variadas. El “poeta/traductor” se aproxima a los textos que lo nutren desde los ángulos más diversos, que muchas veces a pesar de ser opuestos resultan complementarios.
La naturaleza misma de los poemas en su lengua original así como la poética contrastante entre los diferentes autores lleva a Pacheco a tomar decisiones y establecer estrategias muy distintas al enfrentarse con los textos de partida. Mientras que un texto de largo aliento como “Cuatro cuartetos”, que además posee una riqueza y variedad estilísticas notables, puede requerir de una mayor cercanía en cuanto a forma y sentido (como podemos ver al comparar, por ejemplo, las secciones IV y V de Little Gidding, la primera, en que prevalece la rima consonante y la segunda, donde se impone el verso libre), un texto breve y de gran riqueza semiótica y formal como “The Expiration” de Donne, permite al traductor una mayor experimentación al conservar muchas de las figuras retóricas mientras que rehace el poema, creando una obra de características propias en donde predomina, sin embargo, la cualidad de la que nos hablaba Eliot: la musicalidad.
En “Musée de Beaux-Arts” podemos observar un fenómeno análogo al anterior. Mientras que el texto de Auden resalta la reflexión filosófica que emana de su contemplación de la pintura de Breughel y por tanto enfatiza la descripción coloquial del cuadro y los pensamientos que le inspira, en el caso de la aproximación de Pacheco podemos admirar un poema notable por sus cualidades rítmicas. Siguiendo a Henri Meschonnic podemos constatar cómo el solo vaivén de las palabras de Pacheco nos llevan a contemplar la obra desde dentro, fluyendo como las aguas en las que se sumerge Ícaro. No es sólo el sentido de las palabras sino la elección sintáctica la que confiere una experiencia estética distinta a la que produce el poema original, y, al menos en términos de musicalidad, notablemente superior. La apreciación de Mario Vargas Llosa acerca de la traducción de “Le bateau ivre” de Rimbaud, de que “Pacheco ha conseguido adaptar al español conservando las imágenes, la música y la vehemencia subversiva del texto original” son aplicables así en aún mayor medida, a su traducción del poema de Auden.
Pacheco se nutre de la poética y de las concepciones estéticas de sus antepasados, de todas esas “voces de los muertos” para formar las suyas propias. Verani afirma que “la reescritura intertextual descubre la forma personal e intransferible de Pacheco de ver la literatura como el ‘lugar de encuentro’ y de reconciliación, simultáneamente ético y estético, de la experiencia humana.”
En Miro la tierra, Pacheco expresa de manera sucinta, digna de un proverbio, aquello que impulsa al poeta en la búsqueda de la Otredad para enriquecer sus veneros creativos: “Poesía que me permite salir de mí // y tener la experiencia de otra experiencia.” Y qué mejor lugar para tener esa experiencia que en la traducción poética de “los antiguos maestros”, de esos gigantes sobre cuyos hombros se eleva hoy José Emilio Pacheco.
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