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portada-extinciones.jpgExtinciones
Josu Landa
Ediciones El otro el mismo,
Mérida, Venezuela, 2011.

Por Lauri García Dueñas
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No. 56 / Febrero 2013


 
 

Un hombre mira el mundo. Un hombre siente el mundo como parte de sí. Canta. Escribe. A veces, a ese hombre le duele ese mundo que escribe. Pero todo debe aceptarse si así es, pareciera decirnos, como Safo, pero no, el ser humano es capaz de incidir, aunque sea mínimamente, en la realidad que lo rodea:

 

Todo parece estar en contra: la bicicleta añeja, el sol imperativo del trópico, la cuesta apenas perceptible pero infinita, la endeblez de mis piernas hechas a la molicie, la fuerza de la gravedad, el movimiento imperceptible de la tierra, que nunca parece favorecer a uno, los perros anticiclistas siempre irritables en su miseria eterna…
Y sin embargo… me muevo.

 

El libro Extinciones de Josu Landa llega así a los ojos de los lectores como un rayo claro: No es luz ni tiniebla el cuerpo de la aurora.

Diáfano. En medio de una multitud de poemas de largo aliento, ésta nuestra neurosis de la poesía contemporánea; Landa vuelve a lo sencillo, al origen, es decir, a un hombre preguntándose por el mundo. A las preguntas fundamentales: ¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

Con delicadeza, con mirada de hombre-niño, desmenuza lo cotidiano, lo importante, lo que siendo obvio se nos olvida:

El polvo estaba allí cuando llegué.
Seguía allí cuando me fui.

Hay nostalgia por la niñez pasada pero una nostalgia poética, nunca gratuita, que señala la peligrosa invasión de lo citadino-serial a lo originario-natural.
Subyace, a mi juicio, una denuncia de cierta pérdida de la condición humana mediante el consumo de las cosas mismas, convertidas en productos de mercado que traen implícito un injusto modo de producción:

Muerdo una manzana perfecta de supermercado.
De inmediato, echo de menos las manzanas imperfectas del huerto de mi abuelo.

El hombre vuelve al niño pero no encuentra lo que éste veía. Ahora el hombre es memoria y extrañamiento:

 

Fresas con yogurth en el desayuno: por mucho que lo busco al masticar, no siento el sabor vivo de las fresas silvestres de mi niñez.

 

O bien:

 

Vuelvo cada tanto a los ríos de mi infancia: decenas de años sin ver un solo martinpescador.

 

Pesebre. Familia. El poeta retorna a la infancia de donde manan desde entonces los peces y los símbolos.
Antes de que el devenir lo introdujese a la vorágine de la ciudad, victimaria que propició la especie:

 

Sentir el frescor de la mañana en primavera, respirar con los árboles del parque, comulgar con pan verdadero…
Todavía falta para el tráfico, el smog y la tensión.
Para la claustrofobia, el capataz, la paranoia…
Los pasos y las estaciones rumbo a la oscuridad.

 

La ciudad golpea al hombre. Lo contagia con sus enfermedades emocionales en contraposición con la posibilidad que éste tiene de comer pan verdadero. Hay un capataz, poder que se inflige en el humano. La oscuridad de la caverna platónica persiste. El filósofo, porque este libro solo pudo haber sido escrito por un poeta y filósofo, nos recuerda a los citadinos que, antes de todo este caos, aquí hubo campo, canto:

 

Camino sobre asfalto. Camino sobre concreto… por donde antes había hierba viva, lodo

limpio y cantos inocentes.

 

Añoranza:

 

Busco en vano mis huellas en el asfalto.

 

Pero la voz poética no sólo pone en evidencia nuestro origen natural perdido, sumido ahora bajo el concreto, sino que se vuelve sobre sí misma y nos pregunta dónde están ahora esos vestigios:

 

Miles de pisadas en la tierra hacían un camino.
¿Qué hacen, ahora, tantas y tantas pisadas sobre el pavimento?

 

Por su parte, los animales continúan su rutina habitual a pesar de la ciudad que también los contiene y aprisiona:

 

La lagartija se disfraza de piedra, para recibir el calor de unos
rayos empañados por el smog.

 

Dentro de este aparente pesimismo y sentimiento opresivo y existencial, que tiene como trasfondo un profundo humanismo, aparece luminosa una Eva posmoderna.
La mujer se convierte aquí en una imagen esperanzadora. El poeta da cuenta ya no sólo de la naturaleza y la ciudad, sino de su propio cuerpo y sangre:

 

La veo pasar en su bicicleta, con sus shorts apretados, el torso y la cintura descubiertos.
En la noche, la imagen de su muslo firme, la cadera perfecta, la entrepierna prevista… me calienta la sangre…

 

Ella alivia el trayecto:

 

Me sorprendo risueño frente al cristal, en el túnel del metro.
Se apodera de mis labios la bella sonrisa que me acaban de soltar.

 

Ella purifica las sensaciones anteriores, la desazón. Hay redención en reciprocidad:

 

Me recibió entre sus piernas. Me dio su aliento. Le entregué el
mío. De ambos se adueñó el silencio.

 

Luego de transcurrir por estos diversos estados del ánima, el escritor nos otorga su humor, a veces escaso en otras escrituras:

 

Todo invita a entrar en tratos intensos con el mundo: los
árboles en su apogeo, el estanque quieto como el instante, los
pájaros hirviendo de vida…
Y lo único que me nace es leer el periódico.



Con candor, se vuelve a nominar la relación de complicidad elemental entre el hombre y la naturaleza:

 

Cae sobre mi cabeza una semilla alada de fresno.
Ha de sospechar que mi cerebro necesita fecundación.

 

Leído en voz alta en Casa del Poeta, antes de su publicación, el poema que a mi juicio corona este libro es:

 

Como todas las noches, hoy llovió a cántaros.
Como todas las noches, los sapos buscaron la carretera, para darse baños de vapor sobre el pavimento tibio.
Como siempre, los coches pasaron por la carretera y aplastaron montones de sapos.
Como todos estos días, hoy amaneció la carretera encharcada de sapos destripados.
Como siempre, los coches siguieron pasando y pasando por la carretera.
Y nadie vio nada extraño en la masacre.

 

En este poema se resumen las extinciones de la época ¿Somos nosotros la especie en extinción? Se evidencia el zarandeo que el poeta nos hace a los citadinos, por mostrarnos indiferentes frente a los animales que mueren en una masacre pero también por la indiferencia frente a nuestras propias masacres.

Hay una crítica pertinaz en este escritor que recientemente declaró al periódico mexicano La Jornada en coherencia con su poemario:

 

Nos llenamos de aparatos y nos dejamos subyugar por fetiches banales, a costa del vaciamiento de nuestras almas. Mientras, pierde fuerza un modo de ser en el mundo, sustentado en una serie de valores firmes, como el del respeto absoluto a la vida o a la dignidad humana.

 

Hay pues, en Extinciones de Josu Landa, una sensación de completud poética; desde el hombre-niño de meditativa nostalgia, el dolor que nos impregna la ciudad, la esperaza encarnada en las mujeres que transitan y el humor de la paradoja; todo ello para plantear la ineludible urgencia que tenemos los seres humanos de repensar nuestra relación con la naturaleza.

Poesía precisa e imprescindible para estos tiempos de crisis. Uno de los poemarios que más he disfrutado últimamente.

 

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