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portada-huerto.jpg El huerto y la ceniza
Leonardo Iván Martínez
Instituto Mexiquense de Cultura,
México, 2012.

Por Édgar Aguilar
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No. 56 / Febrero 2013

 
 

El huerto y la ceniza es básicamente un libro de amor. Sobre el amor fidedigno y su culminación (prolongación) en el poema. Sobre los deleitosos frutos del amor y su inevitable pérdida o consumación final. Es también un libro gozoso y apasionado, que puede revelar mucho de su autor (y por lo tanto del lector), pues son poemas que fluyen con naturalidad y claridad. No hay tensión, ni versos oscuros, borrosos o fatuos, aunque sí, como en el destacado poema Bonzo, cierta fatalidad: “¿Qué razón, Señor, para el incendio de mi carne?/ ¿Qué funeral, Señor, me espera/ si ya en ceniza se ha tornado tanta furia?” Y más adelante: “Y ahora que me incendio,/ dime tú, Señor,/ si me confundo con el sol:/ ¿hallarán consuelo mis carnes después de tanta llama?” ¿Un guiño a la poesía religiosa de Santa Teresa de Jesús o, más cercana a nosotros, de Concha Urquiza? De ser así, se trata de un guiño afortunado.

Leonardo Iván Martínez (Ciudad de México, 1982) asume por principio en este su primer libro que en poesía nombrar lo esencial en la vida de cualquier hombre o mujer es el mayor de los atributos de todo acto genuinamente poético; que el oficio de poeta entraña asimismo mucho de sus experiencias más vitales; que los “temas” de la poesía y en la médula de la palabra son y serán las más de las ocasiones dolorosos. Proclives son algunos poetas a cantar sus vicisitudes más hondas y sus sentimientos más acendrados. Y de esta casi extinta estirpe, a veces  incluso burlona o taimadamente (“Non sé si quiere compaña/ Non sé si ello preciso/ Non sé si yo indeciso/ Me pierda en tanta maña.”), parece pertenecer este joven poeta.

Estructurado en cinco apartados de variado registro (Los pies del crisantemo, Soplo, Dicen que la muerte, El huerto y Sonetos), seguidos de un epígrafe donde podemos hallar diversas influencias (desde Roberto González, Roque Dalton, Rubén Bonifaz Nuño, Attilio Bertolucci y José Gorostiza, hasta Rockdrigo González o el Cantar de los cantares). El huerto y la ceniza combina las figuras cerradas con el verso libre. Es, sin embargo, digno de llamar la atención cómo las primeras se manifiestan más excelsamente que el segundo. Por ejemplo, El quinteto de vientos, que aparece en Soplo, es de una hechura notabilísima; lo mismo sucede con los sonetos “Miguel habla a Federico” (Dicen que la muerte), Adán y el fruto verdadero (éste en versos alejandrinos y que aparece en El huerto), y los sonetos finales. Contrariamente, los poemas en verso libre (salvo los aquí citados de manera fragmentada) los pasamos en general desapercibidos. Entonces la pregunta: ¿Por qué no volver a las formas tradicionales?   

Si, como afirmó Víctor Hugo, el amor es un ardiente olvido de todo, Leonardo Iván Martínez parece entenderlo a cabalidad: “No aprendas, corazón, el oficio del olvido:/ deja que se marche en sigilosa zaga/ la compañera amante del trigal oscuro/, la candorosa dama de abrazo lubricante/ y la doliente viuda que secó sus ojos/ en los lazos con que anudas tu coraza”.  

 

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