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Sólo 8 poetas,
Vol. 2

Ediciones Arlequín- Raíz del Agua, México, 2007 

por Benjamín Barajas
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Sólo 8 poetas es el segundo volumen de la colección Voces. El título de la serie, además de constituir un homenaje a Antonio Porchia, nos recuerda la antología Ocho poetas  mexicanos, que publicara en 1955 la revista Ábside, a cargo del padre Alfonso Méndez Plancarte; gran humanista y conocedor, como pocos, de la obra de sor Juana. Aparecieron en esta compilación los siguientes autores: Alejandro Avilés, Roberto Cabral del Hoyo, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Efrén Hernández, Honorato Ignacio Magaloni, Octavio Novaro y Javier Peñalosa; poetas que constituyeron una generación literaria, gracias al libro colectivo que los agrupó y que hoy recordamos.

Las antologías, en este sentido, son un motivo de celebración porque implican un esfuerzo del compilador y el editor, que en este caso es Juan Carlos H. Vera, y también de los creadores que disponen su poesía al diálogo con otros autores y obras, con las que pueden diferir en el detalle de la estructura y el tratamiento temático, pero no en el ímpetu creador, impulso que se nutre de la intertextualidad y la mirada unificadora del lector y del escucha, figuras clave de todo acto de palabra.

Sólo 8 poetas es una muestra de ocho estilos cuyas peculiaridades distinguen a sus autores por su particular fuerza expresiva y por el sentido de sus búsquedas, en las que se advierte la construcción de una poética personal. Lo común entre estos autores es su preferencia por el poema breve, el verso libre y el cultivo de la imagen como figura que sintetiza y une los seres entrevistos en el sopor del sueño y la vigilia.

En este sentido, la lectura de Sólo 8 poetas nos dispone al viaje interior en cuyo recorrido cada autor es una presencia singular y magnética. Así, Marco Antonio Silva emerge con una voz madura y nos habla del devenir del mundo y de su aprehensión amorosa. Con sus palabras recrea la nostalgia dulce en que se vive el duelo del amor sin queja. Marco Antonio Silva trasforma los recuerdos en un espacio de reposo e instruye sus emociones por la senda que, al ser recorrida, se transforma en luz para el lector. Es por eso que su palabra nace pura, independiente de la forma que la contiene.

Los poemas de Claudia Sánchez Rodríguez y Premalata Matesanz comparten el gusto por la imagen y la metáfora del viaje; sólo que en la primera propuesta  se viaja en el insomnio y en la segunda hay una recreación memoriosa de los espacios y las escenas vividas. La poesía de Claudia Sánchez Rodríguez suscita lo fugaz y lo cristaliza en imágenes intensas. Sus poemas imponen al lector una marcha veloz y sensual, en la que priva el gozo vegetal del jardín que sujeta los aromas entre flores negras y violetas conocidas. En su obra lírica el movimiento somete  a la nostalgia y encauza la emoción por el sendero de las sorpresas.

En la poesía de Premalata Matesanz, en cambio, predomina la imagen estable, cercana a la estampa y, más propiamente, al haikú. La plasticidad de sus poemas se relaciona con su gusto por el mundo oriental que ella recrea con mirada externa. Sin embargo, la búsqueda se vuelve auténtica cuando recupera la infancia, los espacios de la niñez, las “cosas perdidas”, las conversaciones apagadas de “Sobremesa”, en donde la trama de palabras rehabilita los fantasmas amortecidos en la memoria. Esta recuperación de las cosas del mundo se convierte en una especie de religiosidad poética que enaltece su voz lírica.

En la propuesta de César Rodríguez Diez y Erika Mergruen se percibe un cierto empeño en la recreación de lo simbólico. Los poemas de Rodríguez Diez instituyen el erotismo a través de la reflexión del lobo y los vampiros, “habitantes de doble piel”. En César Rodríguez Diez el erotismo muestra la paradoja del deseo de perpetuidad en lo fugaz, en el “mapa apresurado de caderas anhelantes”, mapa que él puede delinear con imágenes firmes, de metal.

Erika Mergruen, por su parte, encuentra en la mirada un motivo de creación; en su poesía la ventana es un espacio privilegiado; espacio de oportunidades para acceder a la quietud de los objetos que se reaniman mediante la voz. En su obra el cultivo de los símbolos arraiga en el dibujo y la pintura; sus palabras recrean las imágenes distribuidas en los cuadros y concitan el instante que perdura. Otra veta de su lírica es el culto vital de la muerte, “Berenice”, “Los ahogados”, “La muerte niña”, “Habla Ofelia” son símbolos de los muertos ilustres que reviven y nos interrogan con sabiduría y con fuerza.

Un caso aparte es la poesía de Hugo Víctor Ramírez. Su propuesta rompe con la solemnidad y se instala en el juego de la ironía y el sarcasmo para ofrecernos una serie de textos singulares por la irreverencia, la mordacidad, el humor y el erotismo. Las influencias en la poesía de Hugo Víctor Ramírez se encuentran en los poetas malditos y, sobre todo, en Efraín Huerta y Nicanor Parra, poetas que eligieron el desenfado e hicieron de la blasfemia una religión.

Luego aparecen las voces de Catalina Miranda y José Antonio Matezans, en ambos autores se observa la búsqueda de un estilo propio que corresponda a sus necesidades de expresión. En la poesía de Catalina Miranda es patente la nostalgia por el ser amado ausente, nostalgia que tiene reminiscencias villaurrutianas. En su trabajo hay un tono personal muy cercano a sus vivencias, donde fluye lo  amoroso con un aire de sencillez e inocencia.

Por último, encontramos que los poemas en prosa de José Antonio Matezans favorecen su obra, en ellos alcanza gran concreción y fuerza expresiva.  Los demás textos recuperan algunas historias rurales, en las que se contrasta la ironía con la inocencia,  de cuyo proceso sale fortalecida la sabiduría popular. Hay otros poemas que se nutren de nostalgias, momentos emotivos de la vida del poeta cuya significación es, más bien, personal.

En fin, la calidad de esta antología está fuera de duda y los poetas que la habitan, seguramente, habrán de ser leídos por lectores esmerados.

 


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