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portada-la-danza.jpgLa danza del caído
Jorge Valbuena
El ángel Editor
Colección Ópera Prima,
Quito, 2012.

Por Santiago Vizcaíno
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No. 57 / Marzo 2013


Por suerte, para la literatura, el poeta ha dejado ser el iluminado que vislumbraba a través del lenguaje el silencio al que aspiraba el deseo. Ya pasado el siglo XX, la pretensión mística del poema se ha mellado por un exceso de retórica idílica de un yo necesitado de trascendencia. No hay tal trascendencia, porque la poesía ya no tiene mayor aspiración que el trabajo desalmado con la lengua. Y la lengua, no es un medio estático que sirve al fin de elevar el espíritu. La lengua, señores, es un carrusel elíptico cuya virtud esencial es el inalcanzable movimiento. El poeta, por ello, ha sido desterrado del paraíso para empezar a dar cuenta de la imposibilidad, es decir, de la caída.

La paradoja con la que Jorge Valbuena nombra al libro deviene de esa constatación. ¿Cómo puede ser una danza del caído?, nos preguntamos ¿acaso los caídos danzan? Por supuesto que sí. El caído ejecuta el movimiento inverso al ascenso, porque su fin es la hierba, el asfalto o la tierra misma que le provoca una herida: “No es tiempo de pájaros/ la soledad esquiva los trinos que vienen con las tempestades” (Una escala en el naufragio). El poeta, solo hasta la tortura, ya no ansía retornar a la Naturaleza, porque ya no es un héroe, sino el simple derrotado. El yo, entonces, abandonado por la ensoñación, sabe que “soñar es una broma del día”. La memoria misma ya no está hecha de la acumulación de imágenes sino del llanto profuso del olvido.

Los textos de Valbuena corroboran la idea de que el poema no es solo clímax, como el sexo no es solo orgasmo. Lo que quiere decir que en la danza de la pérdida la orgía se encuentra en la llaga más dolorosa: “somos la hora en que duermen los cuerpos/ sobre la tierra seca” (Estado de sitio). Porque en ese estado de sitio el fragmento ocupa el lugar donde antiguamente reinaba la luz. Queda el espejismo de los cuerpos nutridos de una gloria mentirosa, mística, que habitaba el poema.

La única forma de asistir al poema es mediante el poema. Todo presente que ensalce al poeta no ocupa el lugar donde la lengua deja el salvavidas solo y se traga el muerto como un despojo. De allí que “bajo las cenizas”, como dice Valbuena, “el fuego comienza a cicatrizar” (Ángeles nocturnos). La cicatriz del fuego es, sin duda, la luna eclipsada que anuncia la noche eterna: “en el instante último/ en que la luna nubla su luz/ para que seas esta hoguera” (Desencuentros).

Así, esta “danza del caído” se acompaña del ritmo de la oscuridad para mostrarnos el fuego sin sol de la muerte: “Hemos muerto./ Todos en esta casa han abierto las ventanas/ han dejado libre al silencio y al tiempo que nos busca” (La ardiente oscuridad). Ni qué decir tiene que el sentido del poema ha sido ocupado por el vacío que deja el objeto nombrado; por eso, pleno de deseo de decir lo innombrable se arrebuja en la noche para aliviar el espanto: “En esta casa/ invadida de pájaros de humo/ solo la noche/ nos sepulta” (La ardiente oscuridad).

Sin embargo, Valbuena no es un poeta dark, ni mucho menos, pero su poesía se encuentra frágilmente ocupada por una necesidad de un fuego al revés, es decir, anidada por el monólogo repetitivo de la desolación. Y de dónde nace este fuego sino del fondo de la tierra: “Sabía Arturo Cova/ que esa espina era/ una semilla sembrada en un revólver/ en mitad de la senda/ de un disparo eterno” (Los colores de la sed).

Los mejores textos de Valbuena, o sea aquellos donde la luz es lo contrario del fuego, encuentran el clímax en la constatación de la derrota. A veces, trilla el lenguaje para cargar el ataúd del infierno, un infierno, como él mismo dice, “sobre viejas hogueras ampolladas” (Transhumante). Este poemario, de hecho, ha sido sitiado por la angustia del silencio de una piedra que grita. No hay, entonces, afán de sobriedad y de verdad, sino de incinerar el invierno hasta el chillido de las lápidas.

Cuántas veces se nos ha dicho que los mejores poemas son aquellos donde el lector, después de él, ya no es el mismo. Lo cual es una gran mentira siendo que uno siempre es otro y el poema se encuentra en otra parte. El lenguaje, atropellado por la multiplicidad de sentidos, no es más que la huella del otro que hemos sido antes y después del poema: “Al parecer el infierno es otro de mis poros/ donde pongo un poco de grafito para insultar el día” (Gravitación). Para penetrar en los textos de Valbuena no hace falta vestirse de negro ni ocupar, ingenuamente, el sitio del caído. Hay que celebrar la danza sincera del que se sabe derrotado antes de empezar la lucha: “la danza lívida de los caídos” (La danza del caído). Porque la poesía es esa batalla en que la gloria no tiende a la cordura, sino al “recodo más oscuro/ de sus apariciones” (Arde Caín). Por ello bien se aplica a Valbuena lo que decía Tamara Kamenszain de Girondo: “Muñeco que se viste como hombre pero que desnuda el carácter ‘demasiado humano’ de su modelo”, en este caso, del caído.