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No. 57 / Marzo 2013

 

Carlos López Beltrán
(Minatitlán, Veracruz, 1957; vive en la ciudad de México)


Nadie está atendiendo

Habla. Fíjate bien. Fíjate bien en la cosa. Habla.
Elige palabras. Traza signos con dedos. Escribe.
Dedo decúbito supino. Expláyate. Sé tú mismo ahí
donde todos cabemos. Habla y sé tú mismo. Ve la cosa.
Vela. Ve la vela y su flama y llámala flama si titubea.
Elige tú tus vocales, tus vocablos. Elige tus estrías.
Tripas para que salga al podio la música
de tu corazón, de tus tripas. Habla claro y bien fuerte.
Nadie está atendiendo. Todos están hablando. Todos
están eligiendo qué ropaje ponerse para la fiesta
del habla. Habla. Fíjate bien. Elige. Todo está ahí
para que tú lo recojas y te lo cuelgues del pescuezo.
Des una vuelta a la plaza, pavoneándote. Te dirán házlo,
házlo tú también como lo hacen todas. Nadie está atendiendo.
Pero no lo hagas. Fíjate bien. Elige. Elige ser el dueño
del monólogo del mar contra las rocas. Elige.




Cita en el 16eme

Era yo, viniendo hacia mí, pero de canto
En un ángulo triste e imposible
Desde el fondo del ojal en la penumbra
De ese pasillo astroso parisino
Apresurado hacia aquí hacia nosotros
Que temerosos del encuentro ya escapábamos
Sin saber si era un reflejo o un demonio
aglomerado de mala pus, encabronado
Pero era yo asiluetado e irascible
Menesteroso, cruel, semiencarnado
Pisando fuerte desde lo oscuro del espanto
Era yo musitando al acercarme
Desdentados reclamos y rencores
Como piedras de dolor en las arterias
Envejecido por la grava y la intemperie
El que se puso a caminar cuando de niño
Perdió el abrazo y la gracia de mi madre.




El agujero de la madrugada

No dejan de apocarse los sonidos urbanos,
las rachas de tráfico,
sus encerrados cencerros.
No dejan de decaer los alborotos, los destemples,
la burulla y su carnavalería.
Desde el pico tumultuoso
-entre las dos y las tres de la tarde-
en el que la andante orquesta urbana
libera todo su vapor, su estruendo,
sus decibeles y caballos de fuerza,
no deja de hundirse imperceptiblemente
la estridencia. El ruido
no deja de espaciar sus agujas husadas,
de domar los chirríos de balatas y bafles.
No deja de ralentizarse el calambre del tejemaneje,
de espaciarse el hormigueo,
de aletargarse las pausas,
para acodarse más y más en los rincones
y hacerse más gordas las burbujas de silencio
hasta que el eco se interrumpe
y se inaugura –súbito–
el agujero de la madrugada
en el que todo termina
-entre las cuatro y las cinco-
y toca fondo el fémur de un mar muerto.
Es ese lugar solo en el que nada nada
y los humanos dejan de inhalar, de exhalar,
las jacarandas de soltar sus plumas de terneza,
las ratas energúmenas dejan de olisquear
y se congelan.
Es ese sitio del día en el que no hay más día,
ni latido, ni fluir, y el después es incierto.
Es ese pasmo inerte que sólo se interrumpe
con el chirriar inverosímil de un tranvía,
el anarquista foete de una ráfaga de viento,
el grito aserrado desde una pesadilla:
un mínimo quebranto que renueva la inercia
y echa a rodar el otro día;
la irisada moneda del azar
anunciando su sol…