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Punto de partida

nueva época, núm. 146
[número especial: Doce poetas colombianos (1970-1981)], UNAM/ Coordinación de Difusión Cultural/ Dirección de Literatura, México, noviembre-diciembre de 2007 

 

Por Víctor Cabrera

 

Si, como suele afirmarse, una literatura es el reflejo de la lengua que la genera, en la poesía de Colombia se hace visible el tono pausado y cordial de sus hablantes, la curva melódica, andina y caribeña, en la que incluso la maldición y la injuria cobran cierto aire de dulzura.  Nada en ella parece desaforado, nada ahí se sale del cauce que la tradición, con José Asunción Silva como padre fundador y canónico y sucesivos estafetarios del calibre de Aurelio Arturo, Álvaro Mutis o Juan Manuel Roca, ha ido ensanchando durante el último siglo.

Hace un par de años, en el prólogo a su antología de la poesía peruana actual, publicada también por la UNAM, el poeta Julio Trujillo, al plantear a vuelapluma una tipología, digamos general, de las poesías hispanoamericanas, lo decía de la siguiente manera: “El [poeta] colombiano se regodea, elegante, en los terrenos ya conquistados”. Elegancia: la colombiana es una poesía que, lejos de renunciar al prestigio verbal que se ha labrado pacientemente, parece refrendarlo generación tras generación. Vestida de dandy en el banquete de la lírica en lengua española, la colombiana, conscientemente, rehúye el estruendo provocador que otras invitadas procuran. El estruendo, sí, pero también el desfiguro, lo que hace levantar cejas y sospechas a más de uno.

Se le acusa de tradicional, continuista y poco arriesgada. De eso y más: se le lee  como un monolito sin fracturas notables ni grandes accidentes y, velada o abiertamente, se le acusa de traidora al reprocharle su aire de familia con la poesía española del último siglo antes que con ninguna de las vanguardias latinoamericanas del período. En una época ya no postvanguardista sino postapocalíptica, en la que la confianza tantas veces excesiva en la interdisciplina, la intertertextualidad o la internet ha producido lo mismo algunas de las obras más interesantes de los últimos años que muchas de sus burdas imitaciones, el apego a ciertas formas y estilos “clasicistas”, la “corrección” lingüística y retórica, el cultivo de un tono medio sin grandes exabruptos, la correcta asimilación de la propia tradición son injustamente observadas como “virtudes negativas” por quienes lanzan encendidas diatribas contra lo que se rehúsa al uniforme de lo ultracontemporáneo.

El propio Federico Díaz-Granados, uno de los poetas colombianos más notables de la generación de los 70 y autor de la selección que hoy nos ocupa, lo explica de esta manera en el texto introductorio de este número especial de la revista Punto de partida:

“Se puede notar en la gran mayoría de los incluidos en este panorama una profunda preocupación por el lenguaje, la configuración de la imagen y la reinscripción en tonos o formas clásicas [tonos y formas que, entre paréntesis, la poesía colombiana nunca ha abandonado del todo][…] Se puede observar en esta muestra las características de una promoción que busca respuestas en la tradición poética y presenta menos intenciones rupturistas o neovanguardistas, consiguiendo con esto una poesía cuidadosa de la unión entre forma y sentido. Es curioso que los jóvenes poetas colombianos mantengan un talante tradicional en su poética. Poco de malabarismos vanguardistas o propuestas vertiginosas e irreverentes se ven en esta poesía, y sí mucho de trabajo riguroso con el idioma y de la delimitación de mundos personales desde la emoción y la reflexión.”

Incluso en sus momentos más aventurados y experimentales (pienso en los johnes de la muestra, Junieles y Galán Casanova) las voces reunidas en este ejemplar se ciñen a tales postulados. Experimentales más en el discurso que en la forma, los poetas que conforman esta selección evidencian su desencanto ante la inasibilidad del mundo y de sus cosas, un tenue aire de resignación en una era que no atiende más plegarias, en la que se despide de casa a los amigos para procurarse el placer solitario de la propia compañía o en la cual, como en los caracteres faltantes de los poemas de John Galán Casanova, “lo importante es no perder el vacío” desde el que se canta, el desierto que, en un poema de Andrea Cote Botero, “transcurre bellamente sin nosotros.”

Como la gran mayoría de los poetas hispanoamericanos de su generación, estos colombianos vacían en sus propios moldes la desilusión salpicada de ironía con la que acuden, desde la imposibilidad del lenguaje para aprehender la realidad, al descubrimiento de un orbe parejo en el  que “todas las ciudades son fachadas” y en el que, para decirlo con las palabras de Felipe Martínez Pinzón, cada quien habrá de “completar el palacio a partir de sus ruinas”.

Radicales, porque han hecho de su legado la base firme de sus respectivas propuestas, los doce poetas reunidos en este ejemplar han sabido asimilar la lección de sus antecesores para, sin la necesidad, muchas veces impostada, de consumar traiciones o parricidios, plantear la posibilidad de nuevas recetas con los mismos ingredientes. Metáfora ejemplar, porque funciona como una profecía a posteriori de lo que hasta aquí se ha venido diciendo, la de Giovanny Gómez, poeta incluido en la selección: “el árbol hizo de su copa las raíces”.

Como toda muestra, ésta es parcial y, según los gustos y criterios de cada lector, dispareja. No se trata de un reclamo: sería mezquino exigir de la brújula también la travesía; lo sería tanto como la exclusión de voces jóvenes, aun en búsqueda y formación, en beneficio de otras más sólida y visiblemente afincadas en sus respectivas poéticas, en algo que no quiere ser una antología sino una panorámica tan sucinta como la que pueden permitir las páginas de una revista. A fin de cuentas no es poca cosa asumir el riesgo y el compromiso de mostrar los distintos derroteros por los que el lector curioso puede explorar a partir, eso sí, de una selección absolutamente personal.

“No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”, escribió Émil Cioran a propósito de esa nación sucesoria que significó para él el idioma francés. Paradójicos, estos doce colombianos han hecho de su poesía una patria menos convulsa, más apacible, que esa otra por la que transitan diariamente. Un refugio seguro para el alma.

 


 

 

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