No. 58 / Abril 2013

 

Víctor Sandoval, poemas*

 
Muerte de los hombres

    La tarde bárbara
sube a golpes de mar hasta las islas
donde estalla el calor.
Sube la luz en árbol convertida.

    Crecen los hombres
en vértigos azules,
en altos laberintos
de sangre bajo el cielo.

    Una doncella cierra el día,
una doncella
monta el caballo de agua
donde se mira el día.

    En la columna rota
un dios espera
el cuerpo de la noche
perforado de estrellas
como larvas.

    Han muerto los hombres
en la crestería del agua.
El mundo se ha poblado de naufragios.
Hay que rezar por todos.
Una oración de tierra y viento
para los hombres muertos.

    Desde los púlpitos
del tigre y la anaconda
una oración de selva
para la flor sin barro de los hombres.




Hombre de soledad

    He nacido en la cólera del trigo.
Solo, sobre la tierra, me sustento
de la protesta rápida del viento,
con el surco por lecho y por abrigo.

    Solo, con el arado por amigo,
exacto en la medida y movimiento,
labrador de mi propio pensamiento,
no le temo a la garra ni al castigo.

    Hombre de soledad, en la llanura
resurjo de sus hondas cicatrices.
Violento en mi frutal arquitectura

    y musical del tronco a las raíces,
me sustenta mi firme arboladura
y me enciendo en recónditas matrices.

                           *

    Aquí descansa mi inquietud de hoguera.
Aquí siembro mi ráfaga y mi llama;
en estos horizontes donde inflama
su vientre de cristal la tolvanera.

    Aquí, como maguey de eterna espera,
en la reseca piel del panorama,
me circunda de sol y me reclama
el silencio maduro de la era.

    Con su grito de toro degollado
la espiral de la sangre me acaricia
y crece como río desbordado.

    Aquí, para que el polvo y su milicia
no destruyan el pan recién cortado,
aquí planto mi vara de justicia.




Cuarto de hotel

Aquí quedan los restos de un naufragio.
Las sábanas como olas suspendidas.
El ropero es un alto promontorio,
los espejos varados en la bruma,
y el viento
con sus varas golpeando los cristales.

                           *

Tómame el corazón
que se rebela en mi costado;
bésame el lado izquierdo que me duele
y déjame que te cubra
con mi uniforme de soldado.

Antes que me calara la mochila
con su peso de niño,
como aquel vietnamés desesperado
con su crío a la espalda;
antes que por mi pecho
redoblara un tambor acuartelado,
yo tenía unos ojos
que en el frente he olvidado.

Deja que con mi mano
cubra tu sexo alborotado.

Si he mordido
la granada de mano
y en la noche que albea
coronada de aviones
he quemado la aldea,
bórrame con tus labios
este horror de astillas
que me rodea.

Voy a tenderme
sobre tu cuerpo
que sabe a tierra
y sentir que me llevas
como herido de guerra.

                           *

El pan de nuestra mesa,
la cuchara y el plato,
las migajas que manchan el mantel,
invierno de almidón para las moscas,
la lámpara y sus luces,
vuelo de avión entre los vasos,
el vino de la cena
que se atigra en el cuerpo.

Esta noche anda suelto
el caballo de vidrio del insomnio.

Mi familia descansa,
mis hijos se han dormido;
los hombres
cantan en la casa contigua
donde existe una fragua
y cintilan sus voces,
desde un árbol de estaño.

Muy lejos de nosotros
en Vietnam, cien mil flores de cristal
anuncian ya la primavera.

                           *

Viene hasta Vietnam la primavera.
Vanadio entre la niebla
para las flautas y las joyas;
vanadio
para labrar la tierra.

Una mujer
con ácido en los ojos
con astillas de sol en los cabellos,
busca entre los escombros:
¿Quién restituirá
la bestia recental
que agoniza en el patio?
¿Quién restituirá
su casa y su bandera
de siemprevivas en el muro?
¿Quién restituirá
la golondrina del amor
que desbandó la guerra?
Bajo la tierra
canta el corazón de un niño.
Que responda en Vietnam la primavera.




La vida breve

Mira esa inteligencia de reloj,
atenta, servicial, mas no pregunta,
no inquiere ni destruye forma o cálculo.
Empotrada en el muro mide el tiempo,
se oxida, se apolilla y no protesta.

                           *

El tiempo es una lucha de mutismos
válida para el suicida
que asiste a su próximo larvario de silencios,
denso cataclismo de estrellas subterráneas.
En la noche de perros de marfil y ganglios lunares
el suicida levanta su vaso de turquesas;
selvas de iniquidades fosforecen los ojos.
Un instante tan sólo dubita.
El consabido recado:
—No se culpe a nadie de mi muerte,
sólo que tengo más de cuarenta años.

                           *

En la plaza, bajo los laureles de la India,
los ancianos me miran
con sus ojos de heno y agua zarca.
Cuando me acerco a tocar a uno de ellos
se vuelve polvo entre las manos.




La señal en el muro

Darse prisa y retomar el rumbo;
abrir ventanas, repartir el aire,
como el que dice ¡Dómine!
y luego frunce el entrecejo
ante el rumor del salmo.
Estremecer la ropa al sol
y entrar de nuevo al patio de araucarias,
los granos de maíz en el tejado,
la aguja en el pajar,
su recóndito brillo,
el velo de la gracia
y el rastro del gusano.
El cuervo ciego descifrando signos:
—Como te llamaste, así te llamarás.
En el agua del pozo
los cantos primitivos de la ciudad,
sus cúpulas y arcadas.

                           *

Aparte del ciclo pluvial,
las regaderas y los sanitarios,
los ruidos más importantes de Fraguas se han ido
perdiendo.
-Fan - faneto - neto - fan - fan faneto - neto - fan-
¿Qué se hizo la máquina de vapor
saliendo de su cueva de bisonte?
¿Qué se hizo el rey mi padre y su tren de esmeraldas,
su cadena de oro, pechera de cobalto,
la sortija de amor entre los dedos?
No hay ojos para mí,
melancólico y calvo busco una calle antigua,
mido la distancia y no es la misma.
¿Qué se hicieron las señales que dejamos,
el aldabón de hierro y la puerta labrada?
Busco los antiguos lugares comunes:
Un nombre de mujer, la miscelánea verde,
la cicatriz del muro. Busco a la bella Adriana,
su cama de latón y el cielo raso;
busco al minotauro ganadero que le abrió las caderas.
¿Qué se hicieron los ruidos de Fraguas?
¿Qué se hizo el yunque de diamante de mi padre
y su tren de esmeraldas?

                           *

No quedó nada,
sólo el desierto;
Teotihuacan, Fraguas, Caldas, Asterópolis,
con sus rostros de aljibe.
Derruido el zigurat, trunca la pirámide,
el campanario en ruinas.
Sólo el silencio altivo.
¡Patrias de la misericordia
apiádense de Fraguas!
Debo olvidar la crónica,
los días rutilantes,
la procesión de palmas.
Olvidar la ciudad llameante de automóviles y anuncios.
No se hable más de los altos palomares
ni los apiarios rojos en el valle.
(Entonces las uvas y su dulzor, de agosto.)
Olvidar la historia y los ojos;
dejar la ciudad como el perro rabioso
que rompe con sus clases de obediencia.

                           *

Y abres los ojos con espanto.
Vienes del sueño a la ferocidad del sol.
Abres los ojos al horror de esta mañana.
Si naciste en Fraguas, la de calles perdidas,
la de sordas campanas
eres hijo de mi padre.
Dejaste, dejamos, la humedad de terciopelo,
la caverna tibia,
un ataúd de lunas tendido en las baldosas.
Las piedras a pleno sol, el farallón de Fraguas.
Olvídate del sueño y su festín de plumas,
reposante en su himen de giganta
y sus labios de arena.
Deje ruidos de puertas, contraseñas, pasajes,
la terminal en bruma, el ómnibus cansado.
El caballo viajero se desnudó en la cuadra
en busca de su yegua.
Si naciste en Fraguas
olvídate de todo.
Fraguas es una hoja en blanco,
la memoria no existe.


* Víctor Sandoval, Material de Lectura, No. 114, Serie Poesía Moderna, Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, México, 2011.