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No. 58 / Abril 2013



Juan Domingo Argüelles

(Chetumal, Quintana Roo, 1958)



Mi casa

Para Rosy y mis hijos Claudina y Juan


Ésta es mi casa.
Piedra por piedra fue levantándose
donde no había ninguna traza.

Donde ahora está, no había nada:
hierbas tan solo,
y el viento frío en la madrugada.

Después, un cuarto solo
―cuatro por cuatro―,
porque el amor no necesita tanto.

Ésta es mi casa.
Con los hijos creció, pero no es grande.
Es el amor lo que la expande.

Lo que sí tiene es libros, muchos libros
que se han ido llamando uno al otro,
y son más que los sueños
porque incluso los sueños
tienen derecho a irse
en busca de otros sueños.

Ésta es mi casa.
Abro la puerta y el aire pasa,
y en el jardín la primavera
puebla de pasionarias la enredadera.

Durará más que nuestras vidas,
pero los dos que la habitamos
desde el primer instante, y que la vimos
transformarse y crecer,
aquí seguimos,
y somos, en esencia,
lo que fuimos.




Ya no sueño despierto

Ya no sueño despierto.
Las veces que lo hacía siempre surgía alguien
para ponerme en mi lugar. Alguien que me decía
que la luz de la nada era maravillosa
pero mucho mejor la de la realidad.

Ya no sueño siquiera cuando duermo,
pues siempre al despertarme
lo primero que veo son mis ojos
que me miran profundo y me censuran
el deseo siquiera de soñar.

Y pensar que algún día las cosas fueron otras.
Hoy como el mar que vuelve,
el que está de regreso cree que algo valioso
se lleva y algo deja. Escombros deposita,
como si fuera oro, sobre la arena,
y se retira acaso con espuma.
Es todo lo que deja y lo que lleva:
ruinas de lo soñado,
escorias del desastre de despertar.




Heberto Padilla

En sus últimos años Padilla relataba
lo que observaba a diario tras sus gafas.
Veía un gato y hablaba del gato
que arqueaba el lomo bajo el sol de marzo.
El gato no era otro que ese gato
y el sol no era otro sol que ese de marzo.
Quien quisiera encontrar otro sentido
fracasaba en su esfuerzo de hermeneuta.

En los últimos años del poeta
la sombra de su sombra le pesaba.
Pensó que ser feliz era entregarse
al presente sin más luego que todos
los que le hicieron la vida imposible
eran ceniza para su memoria.

Acaso se engañó pero fue adrede:
ni fue feliz ni olvidó su pasado,
pero esa forma de mirar las cosas
como las mira un hombre sin espíritu
lo salvó del dolor de ver en todo
la desdicha vivida y renovada.

Ellos a la ceniza, yo a la vida,
dijo en verso prosaico y melancólico.
Se engañaba también porque la sombra
de su sombra que siempre lo rodeaba
le daba un aura de dolor que nunca
pudo borrar de lo que fue su vida.

Murió como otros tantos en exilio
dejando una memoria de papeles:
unos poemas que queman si los lees,
unos versos que a veces nos recuerdan
que escribir puede ser una condena.

Cuando leas sus libros piensa en esto:
tal vez sus poemas más comprometidos
y en los que más fustiga al innombrable
son aquellos que no hablan del tirano
sino de un simple gato que se arquea.
Su lengua más pugnaz fue cercenada
por el cuchillo de la ideología.
Cuando leas sus poemas piensa en esto
y aprende que pensar cambia la vida.