Juan Domingo Argüelles (Chetumal, Quintana Roo, 1958) Mi casa Para Rosy y mis hijos Claudina y Juan Ésta es mi casa. Piedra por piedra fue levantándose donde no había ninguna traza. Donde ahora está, no había nada: hierbas tan solo, y el viento frío en la madrugada. Después, un cuarto solo ―cuatro por cuatro―, porque el amor no necesita tanto. Ésta es mi casa. Con los hijos creció, pero no es grande. Es el amor lo que la expande. Lo que sí tiene es libros, muchos libros que se han ido llamando uno al otro, y son más que los sueños porque incluso los sueños tienen derecho a irse en busca de otros sueños. Ésta es mi casa. Abro la puerta y el aire pasa, y en el jardín la primavera puebla de pasionarias la enredadera. Durará más que nuestras vidas, pero los dos que la habitamos desde el primer instante, y que la vimos transformarse y crecer, aquí seguimos, y somos, en esencia, lo que fuimos.
Ya no sueño despierto Ya no sueño despierto. Las veces que lo hacía siempre surgía alguien para ponerme en mi lugar. Alguien que me decía que la luz de la nada era maravillosa pero mucho mejor la de la realidad. Ya no sueño siquiera cuando duermo, pues siempre al despertarme lo primero que veo son mis ojos que me miran profundo y me censuran el deseo siquiera de soñar. Y pensar que algún día las cosas fueron otras. Hoy como el mar que vuelve, el que está de regreso cree que algo valioso se lleva y algo deja. Escombros deposita, como si fuera oro, sobre la arena, y se retira acaso con espuma. Es todo lo que deja y lo que lleva: ruinas de lo soñado, escorias del desastre de despertar.
Heberto Padilla En sus últimos años Padilla relataba lo que observaba a diario tras sus gafas. Veía un gato y hablaba del gato que arqueaba el lomo bajo el sol de marzo. El gato no era otro que ese gato y el sol no era otro sol que ese de marzo. Quien quisiera encontrar otro sentido fracasaba en su esfuerzo de hermeneuta. En los últimos años del poeta la sombra de su sombra le pesaba. Pensó que ser feliz era entregarse al presente sin más luego que todos los que le hicieron la vida imposible eran ceniza para su memoria. Acaso se engañó pero fue adrede: ni fue feliz ni olvidó su pasado, pero esa forma de mirar las cosas como las mira un hombre sin espíritu lo salvó del dolor de ver en todo la desdicha vivida y renovada. Ellos a la ceniza, yo a la vida, dijo en verso prosaico y melancólico. Se engañaba también porque la sombra de su sombra que siempre lo rodeaba le daba un aura de dolor que nunca pudo borrar de lo que fue su vida. Murió como otros tantos en exilio dejando una memoria de papeles: unos poemas que queman si los lees, unos versos que a veces nos recuerdan que escribir puede ser una condena. Cuando leas sus libros piensa en esto: tal vez sus poemas más comprometidos y en los que más fustiga al innombrable son aquellos que no hablan del tirano sino de un simple gato que se arquea. Su lengua más pugnaz fue cercenada por el cuchillo de la ideología. Cuando leas sus poemas piensa en esto y aprende que pensar cambia la vida.
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