No. 58 / Abril 2013

 

Para despedir a Víctor Sandoval

Alejandro Sandoval Ávila
 

Bajo los arcos, en los patios, ante los murales que albergan las paredes del Palacio de Gobierno, los jóvenes, las jóvenes, niños y niñas, maestros y maestras de la Casa de la Cultura fincábamos -a partir del canto, de la danza, de la palabra- nuestra identidad con los aires, con los atardeceres, con las calles, con los oficios de nuestra ciudad; fincábamos la identidad con nuestra gente, con nosotros mismos. Es el Ferial de Aguascalientes. 

especial-sandoval-hijo.jpgSería, es imposible, abarcar la vida, la obra, la personalidad de un hombre como mi padre en pocas palabras. Hombre de tierra adentro, como a él le gustaba reafirmarse, fue haciéndose a sí mismo poco a poco, a mano y de la mano de otros hombres y mujeres que compartieron sus anhelos, sus espacios, sus encuentros.

Hablar de Víctor Sandoval es hablar de Salvador Gallardo Dávalos, de Desiderio Macías Silva, de Ladislao Juárez y de muchos más que, con él, asumieron el trabajo cultural como el mejor derrotero de sus vidas y trataron de inculcar esa visión en nuestra gente buena. Hablo también de quienes llegaron de otros lugares, de otros países incluso, e hicieron de nuestra ciudad, su ciudad, gracias al empeño con que se hacía, con el cual se hace, el trabajo cultural entre nosotros.

Aquí quiero hacer una especial reflexión hacia María de los Ángeles, la maestra Gelos para muchos aguascalentenses. La bíblica palabra “esposa” es insuficiente para aprehender, para comprender, lo que esta mujer significó en las obras y en la vida de Víctor Sandoval, para Don Víctor, como le decíamos sus amigos cercanos y su familia; como aquella mujer, mi madre, también le decía.

Pero más acá, más en lo entrañable, quiero hablarles de su sentido del humor, suave y agudo como su mirada cuando hablaba de poesía, cuando miraba una obra plástica que lo conmovía. Siempre tenía la broma amable, el comentario divertido, irónico, que buscaba aligerar las durezas de la vida.

Era un hombre de cultura mucho más allá de la erudición; le gustaba citar poemas, pero no como jactancia de un ejercicio memorioso, sino para conmover a quien compartía la charla y, en último caso, para conmoverse a sí mismo. No era extraño ver sus ojos humedecidos cuando hablaba de sus autores tutelares o cuando sentía nostalgia por algunos sitios.

Sin embargo, en comunión con su sensibilidad, una de las enseñanzas que nos deja, es la diaria participación en los sucesos de una vibrante realidad. Nunca dejó de estar al tanto de lo que sucedía en nuestro mundo, de hablarlo con quienes lo rodeábamos y de tener una opinión muy personal, a veces sorprendente. Y es esta una enseñanza de Víctor Sandoval: hacer de la política un instrumento para engrandecer a la cultura, la política al servicio de la diversidad y el desarrollo culturales; es decir: reasumir lo que debería ser uno de los dones más esenciales de la política: situarse diametralmente opuesta a la guerra, a la violencia, a todo aquello que nos enajena y nos hace sentirnos antihumanos, inhumanos.

Si a mi padre le gustaba reconocerse como poeta y promotor cultural, dualidad inseparable en él, también asumía que sabía hacer política, le gustaba hacer política, hizo política y consolidó una manera de hacer política; como dije antes, poniéndola al servicio de aquello que más nos humaniza: la sensibilidad. Hombre de letras y de libros, sin duda alguna también tenía una profunda vocación por lo que él llamaba “mística de servicio”.

Y es esta ruta, esta manera de apropiarse del servicio público, lo que nos llevó a articular una frase con la cual él se entusiasmaba: un proyecto de nación es un proyecto cultural. Y en los días que vive nuestro país, estas palabras cobran una reciedumbre insospechada.

Quienes fuimos testigos íntimos de su devenir, sabemos cómo proyectó su diario trabajar hacia otros ámbitos, sabemos que conocía nuestro país como pocos, muy pocos, lo conocen: por los detalles de sus culturas, por sus creadores, intérpretes, ejecutantes, promotores culturales. Sabemos que construyó un modo de hacer el trabajo cultural: con absoluto respeto hacia quienes tenían sus raíces en otras calles y bajo otros cielos.

No estemos de luto. El luto no iría con la forma de ser y hacer de mi padre. Celebremos la vida, la cultura. Con nuestros poetas, nuestros pintores, músicos, teatreros que, como colectividad, aprendimos con él a hacerlos más nuestros.

No hay despedida posible.

Quiero culminar este tributo que le hago al padre, al amigo, al servidor público, al poeta, al promotor cultural, al político, con unos versos de él que nunca llevó al papel y pero le gustaba repetir:



Si te preguntan por mí
diles que no he muerto.
Diles
que me he vuelto huizache
a la orilla del camino.