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portada-iconografia-de-un-duelo.jpg Iconografía de un duelo
Jesús Bartolo
Proyecto Literal
México, 2011

Por Aaron Fishborne
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No. 59 / Mayo 2013



La colección Limón Partido del proyecto Literal reúne una importante cantidad de poetas latinoamericanos. En esta ocasión han editado a uno de los poetas más sobresalientes del Estado de Guerrero, Jesús Bartolo, que hace un par de años obtuvo tercer lugar en el Premio Internacional de Poesía Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, del Estado de México.

En este su nuevo poemario, Iconografía de un duelo, nos adentra en una doble lectura que conduce también a una llama doble; al enfrentamiento con “la otra”, antes que con “el otro”, o “lo otro”, en un primer duelo. El segundo duelo es el que inevitablemente concluye en el rincón de una cantina, con José Alfredo Jiménez, fantasma vivo en la voz de los mariachis, los radios secretos y públicos, y hasta en los acetatos que algunos con más resistencia al bullicioso boom tecnológico del siglo XXI, hacen girar en la cómoda de su derrota social.

Es un libro que representa a una clase media vencida por la crisis, por la inercia de un poder que le ha sido arrebatado por el halo mediático de la política nacional. En un discurso poético de un estilo mutable, Bartolo ejerce con cinismo la verdad del hombre promedio nacional; evidencia así, las carencias de un género que asume propio: el irredimible mexicano que parece defenderse a toda cosa en un rol de varón (siguiendo el apunte de Esther Vilar) en una sociedad que busca definir su equilibrio en la diferencia de género. El rol masculino que plantea Bartolo se deriva del nuevo rol femenino, aunque se aferre al modelo que lo gestó, antes que al arriesgado incierto que pudiera desprenderse de una sociedad increada.    

Es frustrante la dificultad de cambiar la vida, el pathos que nos mueve, como bien lo acota Rockdrigo González:“no tengo tiempo de cambiar la vida”, esa incapacidad de influir la columna vertebral, lingüística siempre, que nos condiciona a la entidad que representa nuestro nombre y se hace inamovible para el ciudadano promedio. Eso nos lo hace ver Jesús Bartolo con el personaje que desarrolla el poeta a lo largo del poemario, para al final morderse la cola hasta retroceder al -1. Y nos dice soy el Cero a la Izquierda.

Sin pudor de usar el lenguaje coloquial, así como volver a la “mala palabra” una exclamación del éxtasis, arriesga sus poemas a desprenderse de un corpus natural del poemario promedio. Se suelta de la barra de hierro, podríamos decir, pero sin dejar de ver el sol. De algún modo su núcleo de pensamientos nos plantea que el poeta debe asumir una soledad rancia, invencible, y sobre todo, ajena. Ésta ejerce su coerción sobre cada una de las palabras que se deriven del discurso. Aunque al final, resignado, el poeta nos deja en la isla desierta que significa la palabra amor. Esto más como una reflexión se puede pensar, antes que como un derrumbe. Más como un deseo de sincerarse, que de ocultarse tras una “palabrería” que podría parecer desfachatada. De esto modo el poeta nos clava en su laberinto inverso, en su fetiche. En su relicario que gurda la posible muerte que quiere guardar en un puño como a un insecto que si suelta, puede lanzar su veneno en un piquete rápido. “¿Qué otra estupidez cocina el miocardio?”, nos pregunta en un mar de éter y alcohol. Una guerra que se libra entre el “hombre enamorado que coge su delirio y anda con él acuestas”, y el que “piensa con la pinga y confunde los hormigueros del vientre y sus desbocados latidos con falenas de amor”.

En pocas palabras, entrar en esta iconografía de un duelo es también traspasar el corazón sitiado de Jesús Bartolo, que parece estar aburrido del mundo, y que a sabiendas de que la poesía es el mundo, quiere empezar a lanzar todo al precipicio con poemas burlones, irónicos, molestos con ellos mismos. Poemas que reniegan de existir y de estar enjaulados en un libro. De ser una especie de conjuro para detener la muerte, para guardarla en una cárcel donde cabe la nada y sus barrotes cada vez se expanden más, y más, como un globo que se eleva, y que imposible es que explote. Sólo crece, como crecen las palabras cuando tienen mucho que decir. Y esto es lo que como un infierno se prende en medio de la carne de Bartolo, “en la anarquía fisiológica de sus emociones”, y trata de librarse de ese historia invisible, y tan táctil que se traduce incluso en su propio lenguaje, “!Qué baldío! ¡Cuánta desazón! -!Joder!- otra vez al punto de partida”. El poeta se logra descubrir en su trabajo de simulador de emociones; y se pone un alto. Sin poder detenerse de un golpe, porque la velocidad de su atrocidad lingüística avanza desbocada por la página. Para Jesús Bartolo acabar un libro es volver al cero. Es vencer la muerte. Y en este sentido la paradoja de su duelo, se acrecienta. “Todo este dolor que digo sentir, sería una falacia”, escribe. Y luego abunda: “estoy indeterminado, arrinconado, en la anemia total de un cause y una causa con la cual pueda extraer una conclusión que me eclosione”. De tal modo la bifurcación del camino, obliga a una decisión. Pues no hay tercera variable. El mismo poeta se dialecta en el cauce previamente urdido. Y se vence. Esa es la suerte del poeta: vencerse. Aunque con Bartolo al final sea la suerte la que se impone, discretamente, como un colofón burlesco. Iconografía para un duelo es la moneda que el poeta lanzó al aire, y que aún no cae sobre la palma, sobre el pavimento, o sobre la mesa en la que de noche come el poeta, come el poeta.