No. 59 / Mayo 2013 |
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Una vida sencilla
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Por Iván García |
“¿Sabré leer este librito humilde?”, se preguntaba Rilke en alguna de sus cartas. ¿Sabré, me pregunto a mí mismo al escribir esta nota, no sólo leer sino además decir algo sobre el trabajo y la vida humildes de Hugo Gola? Es cierto que, como señala Juan José Saer, si hubiera que definir el rasgo principal de Gola, ese sin duda sería “su total y permanente dedicación a la poesía”, pero acaso sea necesario añadir que tal dedicación está ligada a la búsqueda de un tono sencillo y discreto en torno al cual ha girado toda su vida. Creo que siempre que pienso en él, pienso en una vida atenta a una intensidad, en sus manos a un tiempo abiertas, severas y generosas, en su sonrisa liviana pese a los desaciertos del mundo, y en su deseo de emparejar el ritmo de su corazón con esa intensidad. Creo firmemente, además, que ha sido ese corazón bien alimentado el que le ha permitido adentrarse, sin afectaciones ni malabarismos estériles, en la parte más arriesgada de su poesía, en esos ritmos singulares que, a punta de balbuceos y de misterios, le han abierto un cauce en este universo. Apartado del “refinamiento”, la destreza aislada, el arsenal de ideas o la repetición de formas tan anquilosadas como investidas de poder, me parece que Gola se ha ocupado de indagar al interior de ese tono sencillo y discreto, de los “mínimos milagros” como el pan, el humo y la carne dorada, de los que habla en su poesía. Siempre que pienso en él, es obvio, pienso en una enseña. En una aspiración ciega donde voz, rostro, forma, ritmo y todo se dispersan para intentar asumir nuevamente el éxtasis y la canción siempre viva y renovada del mundo. Dos enlaces:
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