No. 59 / Mayo 2013

 

Apuntes

Hugo Gola
 

hugo-gola-apuntes.jpgCada vez me atrae más la idea de la poesía como un “no decir”. No la adhesión que suele producir la palabra que enumera, o cuenta, sino aquella revelación que la palabra aislada, cargada de silencio puede originar. La palabra sumida, hundida, inmóvil como un animal estático, que sólo por la respiración sabemos que está vivo. Una palabra que se niega a seguir la ruta prefijada de la comunicación para llevarnos a convivir con la oscuridad y el misterio. La palabra poética tiene ese rostro, que difiere radicalmente de cualquier otro. Los que más me entusiasman son aquellos poetas que tienden al silencio. Un simple garabato sobre la página blanca esboza un gesto, es una incisión reveladora, un trazo zen, que todo lo sugiere o que todo lo expresa con el silencio.



Dice Basho, el gran poeta japonés del siglo XVII, que el estilo poético debe “cambiar cada año y refrescarse cada mes”. ¿Qué dirían ante esta afirmación los defensores del soneto como la forma perfecta e intemporal?



Algunos leen para ilustrarse, otros para informarse o para entretenerse, y otros aun lo hacen para tener un poder sobre los demás o para sobresalir en alguna competencia. Siempre me he sentido distante de todas, o de casi todas, estas formas de lectura. Para alguien que tiene tan mala memoria, que lee y olvida, la lectura fue, más que nada, una forma de ampliar la relación con los seres y las cosas. Lectura y vida nunca discurrieron separadamente. Un lazo estrecho las vinculó siempre. Modifiqué, gracias a las lecturas, muchos aspectos de mi vida. Algunos libros cambiaron mi modo de mirar, mi modo de amar, mi forma de considerar a los demás, de valorar sus actitudes o sus ideas. De mis lecturas proviene casi todo lo que soy, aunque haya olvidado casi todo lo leído. Una reserva de sedimento básico. No puedo separar lo que traía de lo adquirido. Las lecturas ampliaron mi naturaleza original convirtiéndola en aquello que ahora soy. De esa mezcla provengo.



El poeta brasileño Décio Pignatari, al referirse al poema de Mallarmé L’après midi d’un faune, señala que existen tres versiones del mismo. Las dos primeras, destinadas al teatro, fueron finalmente rechazadas, y la última, publicada en 1876, que es la versión definitiva del poema, se publico en un tiraje de 200 ejemplares. Pero Décio señala un hecho que me interesa destacar: ante cada rechazo, dice, Mallarmé responde con una radicalización del poema. Podríamos deducir que opta siempre por el camino opuesto al que habría seguido alguien excesivamente atento al juicio de los otros. Se hace evidente que Mallarme buscaba, más que la aprobación del lector, la perfección. Hay escritores que, ante el rechazo de la crítica o del público, optan por diluir sus textos con miras a obtener su asentimiento. Mallarmé hizo lo contrario: lo radicalizó aún más. Ciertamente no perseguía la aprobación de los lectores. La consecuencia fue la previsible. Todavía diez años después de publicado el poema, en su versión definitiva, cuenta Décio, existían ejemplares de aquella edición inicial. Sin embargo, el poeta no se inmutó por está indiferencia. Ante una pregunta que le formulara un lector, contestó: “Usted encontrará L’après midi en lo del editor León Vanier, que todavía conserva dos o tres ejemplares para los amigos desconocidos. Como usted pertenece a ellos, le indico ese escondrijo”. Indiferente, como digo, al juicio del público, Mallarmé se concentró en su propia búsqueda, cada vez más compleja, y por lo tanto menos accesible, para ser fiel, en cambio, a “una conciencia definitiva de escritura”.

Prosas (2007)