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No. 59 / Mayo 2013



Gustavo Ogarrio

 

 

Septiembre

 

Dicen que este país no comenzó un día de septiembre, que su nacimiento verdadero se lo debemos a una mujer indígena que fue arrojada a los perros, en la guerra de Bacalar, deshonrada por otro varón que no era su marido, el capitán Alonso López de Ávila.

Se rumora que un día que no será de septiembre lloverán todos los comienzos, que por fin se extinguirán las entrañas invisibles del viejo reino de ultramar para que se abran paso las narraciones de nuestra oscuridad, la caligrafía de las aves que reclaman la respiración de los ancestros. También se dice: los seres humanos que el Almirante había descrito como árboles quemados que corren con sus raíces bajo tierra, cuya única herencia ha sido este granizo que borra los caminos, regresarán en forma de rascacielos de cristal y septiembre será, otra vez, una ventosa maligna prendida al cuerpo de ese gigante sin entrañas que es el destino.

Se dice que algunos todavía gritan en los balcones y enarbolan nombres que miden 1.80 de estatura, con bigotes de araña o con espadas libertarias que se mezclan con el sudor de tierra de los inmoderados realistas, y que de paso festejan el libre correr de las mercancías. Otros aseguran que no queda nada y aprovechan para ensayar sus amargas canciones, para recordar la casa de sus abuelos y recitar sus versos anacrónicos en los que siempre cabe la última batalla. Y el olvido.

Yo, hijo de venados que recalaron en cuevas luminosas, acostumbrado a huir de mis ancestros y huérfano de bestias en mis sueños. Yo, que más bien permanezco en las pesadillas de los búhos. Yo, que tantas vidas he dejado de ser, únicamente quiero pregonar de septiembre su magnífico delirio.

 

Octubre

 

Ya nadie estará a tiempo de recordar la mañana nublada que presagiaba cierta multitud de almas enterradas en la estepa de concreto, la agitación terrestre del silencio, los días que ya no ocurrirán por primera vez, el anochecer de luces de bengala en la que nacieron todos los olvidos. Ya nadie estará a tiempo de señalar el orden de la amnesia, el futuro de pantallas cromáticas y sus cantos de sirenas desalmadas, mucho menos la ceniza roja de la Plaza y su calma de siniestros kilómetros cuadrados.

Yo tampoco creo que exista octubre, no creo en sus amplias avenidas nocturnas que nos llevan sin remedio a la Luna, ese huevo prehistórico de indiferencia milenaria, ese ojo de luz que inventa la mirada andrógina del búho. No creo en sus latigazos de frío, en la agonía del cordonazo de San Francisco, derrotado por el avance silencioso del Apocalipsis y por la simplicidad de los automóviles que se baten en los extremos del progreso. Yo más bien creo que octubre es una postal del infierno, la planeación burocrática de un atardecer sin memoria, la risa grotesca de un anciano de dientes chuecos que nos murmura al oído la crueldad de los hombres. Octubre es la sífilis de la patria. Es el pequeño monstruo que todos llevamos dentro, el mensajero de la nada que nosotros mismos llamamos sin darnos cuenta, la curva glacial de la vida, el párpado caído del hambriento, un murmullo del fin de todos los mundos. Octubre es la cúspide de esa incomprensión sembrada siglos atrás por el Almirante. La suavidad perfecta de la batalla sin enemigo. Octubre cuenta las horas sentado en su año favorito, 1968, en el dócil gesto de los borrados, en la persistencia sin nombre de esos pájaros en guillotina.

Ninguna muchedumbre de cadáveres vendrá por octubre. Nadie puede deletrear su propia muerte.

 

Noviembre

 

Dicen que en noviembre caben todos los muertos. Los que murieron despacito, con lentitud inagotable como una gran vela en la oscuridad, sin pausa y sin causa; los que fueron felices sin darse cuenta, con la dulzura cauterizada en sus ojos abiertos de ceniza descompuesta; los que fueron arrancados de la vida por el torbellino del accidente, del balazo en la nuca, del instante milenario que los hizo morir de una vez y para siempre en nombre del apocalipsis de la especie; los que se fueron sin pagar la cuenta, aquellos cuya muerte fue la repetición inasible de la injusticia consumada; los que tuvieron raíz de eucalipto y de bandera. Pero también están los que tuvieron una muerte de manicomio, los que se extienden en el firmamento de tinieblas sin que nadie pueda dar cuenta de su olvido.

Yo quiero hablar de los que no tuvieron tumba, me refiero a los que se fueron envueltos en las alas del ángel negro que transita por esas calles en las que no hay ni un sólo juramento de eternidad, ninguna intriga contra el capitalismo, ni bruma de amores contrariados ni excesos de fidelidad hacia la Humanidad. Quiero decir en su nombre que noviembre no es el mes de los muertos, es tan sólo el parpadeo de su rigidez, el rictus de una soledad que espera romper el ataúd de los vivos para recriminarles, cara a cara, el por qué los dejaron morir tan deshabitados, en la sala de operaciones del hospital, en la atmosfera del cloroformo, en las avenidas y camellones desiertos, en los grandes basureros de desperdicios separados, en las madrugadas de placeres innombrables que contemplaron sin estremecerse la muerte ajena. Quiero decir, en su defensa, que esta modernidad de autopistas, centros comerciales, televisores de alta definición y de honores a la bandera será el sepulcro verdadero, el pantano de cuerpos y motores en el que se baten a muerte los aullidos de la vida.

Yo, que como todos ellos también soy lápida y epitafio anticipados, polvo de olores subterráneos que guardan el porvenir bajo la almohada, preparo mis belfos para el olvido y mi futura ausencia tiembla con el olor del cempasúchil y con la contemplación de las mariposas negras.



Diciembre

 

Dicen que aquí estaban resguardados los mejores días de la especie. Las noches eran un poco frías y colgadas de lunas que temblaban nimbadas de escarcha; el avance de las horas repetía cada año la manera en que diciembre conquistaba el escándalo de los escaparates, los regalos para el que vendría y la preparación para la llegada del bacalao y de los abrazos. Nacimientos de Jesús como miniaturas familiares sin lección posible para comenzar de nuevo. Rebaños de ovejas serenas, animales momificados en la escena de heno para felicidad de los infantes. Todas y todos eran, en ese entonces, peregrinos de barro que buscaban el pesebre donde darían a luz a algo parecido a la inmortalidad, a través del hijo esperado por los cielos; vidas miserables con destinos bíblicos atentas al televisor. Porque diciembre fue alguna vez un oficio de olvidos y promesas, una arteria por donde la eternidad irrigaba sombras amables, promesas inverosímiles que ensayaban el viejo arte de la purificación, aguinaldos que alegremente exprimían las últimas gotas de animosidad farisea.

Pero también cuentan que, en el año de Dios de 2012, el primer día de diciembre se anudó en otro destino de plomo y bandera, sollozos de caverna que rompieron los escaparates de los pastores luciferinos, incendios de metrópolis modernas con jóvenes que ya venían caminando como hormigas sin historia para patear y maldecir el tablero celestial de la miseria. Y surgió un dios grotesco que hizo retumbar su voz desde el oráculo en pantalla, que dejó caer sobre los peregrinos la dureza de su amor por ellos: “¡Yo conozco tus obras y tu pobreza. Tengo en mi mano las llaves de la muerte. Arrepiéntete o sellaré tu boca con la fusta del olvido!”.

Yo soy el que ha oído todas estas cosas en sueños y alucinaciones, el perro fosforescente  que camina al revés en busca del pasado.