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Frágiles trofeos
Jerónimo Pimentel,
AUB, Lima, 2007

Por Víctor Coral
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Puede que la poesía peruana joven esté debatiéndose en este momento entre una tendencia creciente a la experimentación y a la búsqueda de nuevas temáticas y formas, y una línea más segura, que se atiene —a veces con grandes logros— a la tradición y la respeta, en algunos casos excesivamente. El primer libro de Jerónimo Pimentel (Lima, 1978), Marineros & boxeadores (Santo Oficio, 2003) arriesgó un trabajo con la heteronimia que obtuvo un cálido recibimiento entre la crítica de medios tradicionales. Se destacó la capacidad del poeta para abordar diversos personajes poéticos sin salirse de los parámetros temáticos que había planteado el libro desde el inicio.

 

Con Frágiles trofeos, un libro no tan ambicioso pero más complejo, la respuesta ha sido menos entusiasta, y sobre todo menos atildada. Se trata de un conjunto sosegado, con evidentes intenciones simbólicas y tópicos poéticos hasta cierto punto convencionales. El crítico Ricardo González Vigil ha señalado bien algunos: “(Pimentel) despliega una simbología formidable: la casa y el viaje; las raíces familiares (resulta central que su padre sea el gran poeta Jorge Pimentel) y la vocación poética (destaquemos el notable texto "La fábula del padre y el hijo"); la travesía marina (recordemos los marineros de su primer poemario) y el fluir de los versos (el ritmo se impone a la lógica semántica); y las menciones de animales, no solo los insectos, sino también diversos mamíferos y aves”. Estos elementos simbólicos, sin embargo, no están estatuidos en su mera presencia: a su vez actúan como simbolizadores de una gran visión desencantada de lo real, una suerte de última mirada al mundo desde un no lugar que es también el lugar de la desaparición y el vacío creador.

 

A esto harán falta dos precisiones de índole teórica. Entiendo acá el símbolo tal y como lo definió Iuri M. Lotman en La semiosfera: “el símbolo existe antes que el texto dado y sin dependencia de él. Procedente de las profundidades de la memoria de la cultura, aparece en la memoria del escritor y revive en el nuevo texto, como un grano que ha caído en un nuevo suelo”. Perfecto. En Frágiles trofeos la simbología desplegada no está al servicio de una ornamentación del discurso, por cierto, pero tampoco se concibe como guiño unívoco al lector; más: es un escenario de fecundación, una tierra labrada sobre la cual la simiente simbólica va a explotar en plantas vigorosas, vivas, que sin embargo esconden —como lo harían las enredaderas— una casa en ruina perpetua, una idea del mundo (y del hombre) en disolución, un naufragio perenne:

 

No puedo mirar al cielo y suspirar como un rey cuyo sosiego

 

Solo es interrumpido por la sombra de la horca

(“Otras celebraciones”)

 

 

 

Abejorros como palabras urgentes en la víspera del naufragio.

 

Abejorros como una película de terror proyectada eternamente.

(“Bombus ardens”)

 

 

 

Una cama construida

 

Con listones rotos

 

Flotando en una marea

 

Que anuncia pobres desembarcos

(“Otras composiciones”)

 

 

 

¿Qué quedará sino mi escopeta cargada hundiéndose en el mar?

(“Ítaca-Tanhäuser”)

 


Una segunda precisión tiene que ver con el vacío creador. Sabido es que cuando el poeta no tiene nada que decir o expresar, el más inmediato refugio tiene que ver con las figuras retóricas y las metáforas elaboradas. Con ellas intenta llenar la oquedad de su discurso. El vacío creador, en cambio, potencia con su ausencia —oxímoron eufónico— las posibilidades de la imaginería expuesta en el texto. El hecho de que su omnipresencia sea el reducto final de la simbolización, en lugar de falsear el discurso poético o cuestionarlo (como sucede con la oquedad ciega), lo eleva hacia un punto no obstante complicado: la expresión de un sentimiento general de inminencia de la catástrofe (“Una ilusión de terror, una certeza de camarotes vacíos/ En este mar sucumbiremos”), de absurdo de lo real (“un timón gira y gira y no va a ninguna parte”), en torno a los cuales es difícil expresar algo más que lo que dan, así sea mucho. De ahí el problema de la exégesis mediática del libro: es difícil para un atareado periodista trascender las complejas sensaciones —tal vez irracionales— que acarrea al lector Frágiles Trofeos.

 

El asunto de los guiños literarios del texto, que no son pocos, suele ser en este caso una buena salida. Se despliega una cartografía de alusiones, intertextualidades, citas ocultas donde no deben faltar Valdimir Holan, Herman Melville, Dylan Thomas, Francisco Bendezú y algunos amigos del poeta. Así también se podrá hacer una topografía de lugares poéticos visitados, desde el naufragio y la página en blanco (meridianamente mallarmeanos) hasta la zoología y la historiografía personales, donde acaso aguarden al lector, en la oscuridad, rasgos de Watanabe y Cavafis.

 

Pero tal vez lo más importante con Frágiles trofeos es que plantea una simbología de la inminencia y de la destrucción con un tono calmo y resuelto, con la mirada del que mira como postrera vez a los seres (Michaux dixit). Ello sin complicar innecesariamente su discurso, haciendo uso oficioso y digno de las imágenes que le convienen. De esta manera, con apenas un segundo libro, Jerónimo Pimentel logra una auténtica weltanshaung a cuya comprensión en algo debo haber contribuido con esta reseña. “De un falso profeta solo falsos poemas”, dice el heterónimo Armando Chang desde el apéndice del libro. Sí, pero lo contrario también puede ser cierto —JP lo ha demostrado: “de un falso profeta, poemas de verdad”.


 

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