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resena-mundo-natural.jpg Mundo natural
Samuel Bossini
Ediciones Malvario
Buenos Aires, 2012

Por Ariel Williams
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No. 61 / Agosto 2013



“Una Sensibilidad ha concluido. Es hora de escribir un Poema”. Estos dos enunciados parecen resumir el proyecto del libro de Samuel Bossini que, ya desde el epígrafe de Albert Béguin,  nos introduce en la búsqueda de una dimensión poética: aquella que el autor entiende como “mundo natural”. Un mundo del que se dice que “sólo puede ser traspasado desde un lenguaje poético”. Y hay aquí tres cuestiones a tener en cuenta: primero, que el modo en que el “mundo natural” es captado es el del atravesamiento: no se trata de un “estar” o de un “habitar”, el poeta no se halla “instalado” en su mundo poético, sino “pasando” a través de él; segundo, que solo puede escribirse la experiencia del “traspaso” mediante un tipo específico de lenguaje: el poético; tercero, que se escribe sobre una experiencia post-sensibilidad, o se afirma por lo menos que se escribe desde el final de una sensibilidad, lo cual quiere decir que la dimensión de captación experiencial no seguirá el orden de una sensibilidad vigente sino, más bien, un orden elaborado a partir de los restos de esa sensibilidad “terminada”. Como se dice en el primer texto del libro: “Mundo Natural que apresa su juego. Su razón reside en la construcción de un Alma que indaga en la otra normalidad de los cuerpos”.

De esta manera, según el modo de esa postsensibilidad, en la dimensión poética de Bossini todo parece estar fallando, dejando de ser, negándose, convirtiéndose en nada, llegando a su fin. Dos de los pocos textos que tienen un título separado se llaman Carta de despedida de un enamorado y Palabras de adiós del guerrero. Ambos textos se inician con enunciados en los que la negación y la pérdida constituyen experiencias centrales: “Nada hay Amor. Nada” (Carta de despedida de un enamorado), “Te recuerdo cuando todo es No” (“Palabras de adiós del guerrero”).

Pero son esa negatividad y esa finitud las que conceden a las cosas, las acciones y los seres una fugacidad necesaria para abrir la experiencia y el lenguaje hacia el “mundo natural”. Si “Nombrar es perder. Decir es ya fue”, como se dice también en Palabras de adiós del guerrero, entonces este lenguaje poético no puede dejar nada establecido ni fijado en su decir; debe más bien decir en la muerte, en el momento en que lo que se dice deja de ser dicho: solamente de esta manera el decir puede acontecer. Estos textos que se escriben después del fin de una sensibilidad no están referidos a un mundo captable en su plenitud, estable y asentado, nombrable, sino a una vida otra que hace eco y huye, que se percibe de refilón y en encontronazos marcados por el azar. Ya que la dimensión poética del acontecer que postula Bossini invoca al azar como su ley central: constituye un estado de abierto ante lo que acontece, ante aquello con lo que nos encontramos de manera imprevisible, fuera de todo plan o rutina.

Mundo Natural como fantasma del hombre cuando transcurre su otra vida fuera de momentos, partidas, regresos; climas, fronteras, espacios y tiempos”, reza el texto que abre el libro. Se trata, así, de una dimensión poética que refiere a o proyecta una vida otra, no regida por los compartimientos, los órdenes ni las esperas de aquello que es esperable. Con cierto acento surrealista, el proyecto de lengua poética de Bossini construye enunciados que no avanzan en un proceso ya previsto y esperable, sino que constituyen estructuras abiertas al acontecimiento: “Los papeles ruedan hasta las bocas de tormenta y cubren a la muchacha escondida”, “También una rosa se mecía entre silbidos con el mentón en alto”, “Ver la llama de un fósforo agotarse como si fuera la frente de un canario envejecido”.

Esa muchacha escondida que de golpe aparece en el final de una frase, esa rosa que levanta su mentón entre silbidos, ese fósforo apagándose que se transforma en la frente de un canario envejecido, un león que después de rugir se hace avispa: esa es la clase de acontecimientos en los que de golpe, de refilón, en el movimiento de apertura de sus enunciados, el lenguaje poético traspasa el “mundo natural” y nos lo muestra en un eco evanescente. La belleza es el acontecimiento de esos seres inestables, instantáneos, ambiguos, híbridos y misteriosos que, literalmente, aparecen en los textos de Bossini, es decir, son aparecidos de otra dimensión. Y hay que decir que el libro está lleno de aparecidos, de ecos y fantasmas.

Pero esta estructura abierta no se limita a los enunciados; los textos mismos del libro manifiestan asimismo un estado de apertura en su configuración. Aquí es conveniente volver a citar el epígrafe de Albert Béguin: “La palabra ya no sirve para relacionar, para retener, para profundizar, sino para liquidar cada instante, para dar lugar a la siguiente impresión”. Aunque los textos de este libro, a menudo, parecen estar organizados de manera que los enunciados pueden referirse a un mismo sujeto gramatical, hay muchos textos en los que se hace imposible reponer el núcleo semántico que es dicho sujeto. E incluso cuando esto es posible, la manera en que los enunciados se suceden unos a otros se parece más a la yuxtaposición o al salto; la secuencia de los enunciados no parece responder a una lógica o a un orden semántico habituales, de manera que el proceso de lectura, más que un trabajo de interrelación, se asemeja al acto de “saltar” de un enunciado al otro. Es así que, según el epígrafe, las palabras liquidan cada instante para dar lugar a la siguiente impresión, donde “siguiente” no hace referencia a algo que aparece siguiendo una sucesión esperada, sino de un modo que es casi siempre arbitrario. El texto de la página 50, por ejemplo, comienza así:

Abandonados. Con una imagen desventurada. Imaginando una respiración en lo alto de la cúpula. Hueso arruinado. Sin delicadeza ni dolor. Serios en la mesada de un bar. Creyendo en la Boca como poderosa rompiente, sutil seda, escalofrío de bailarina que regala un sudor de trapecio.

Es a esta característica que se refiere Jorge Boccanera, en el prólogo, cuando habla de “un ramo de imágenes astilladas”; ya que los textos parecen, precisamente, haber estallado y haber sido rearmados a partir de los fragmentos más o menos inconexos que quedaron después del estallido. Esa prosa, según Boccanera, “en cuyas intersecciones se funden nacimiento y apocalipsis, carrozas fúnebres y carnavales”. Pero con la imagen del astillamiento y la recomposición se pierde en cierta medida ese paso por el cual el ojo avanza, al leer, saltando de un enunciado al otro, y se encuentra al enunciado siguiente en un acontecimiento que es justamente la dimensión poética que se quiere invocar; acontecimiento que, además, ocurre con frecuencia en el interior de un mismo enunciado: “El hábito de los amantes separados es comer pez rasgado y rama helada”.

El hecho de que un enunciado sea pronunciado presupone a una cultura; el hecho de que dos enunciados se relacionen entre sí, las relaciones que entre ellos se establecen o se implican, son el acontecer de una cultura. El traspaso del “mundo natural” que constituye la experiencia poética propuesta por Bossini en su libro requiere una puesta en primer plano del carácter arbitrario y sin fundamento previo de toda experiencia auténtica, incluso si ella implica la muerte del yo, el fin de una cultura y de un mundo que fue hogar. Pero todo libro cuya lectura intente ser un desafío a la experiencia incluye en su factura el precio que ha debido pagar para ser. Y ese precio no se cuenta en monedas, sino en pérdidas. El acto poético sucede entonces en aquel instante que Gastón Bachelard reivindicaba en su libro Intuición del instante: tiempo solitario que no puede trasladar su ser de un instante al otro, especie de violencia creadora que nos aísla de los otros y de nosotros mismos, que destruye el pasado y es por lo tanto una ruptura, un discontinuo en el ser, mutación brusca. En ese instante Bachelard reivindica la posibilidad de captar el comienzo de un acto creador. Creo que es en ese sentido que los textos de este bello libro de Bossini constituyen actos poéticos, justamente porque los vemos acontecer en el momento en que todo muere.



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