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portada-cancion.jpg Canción en blanco
Álvaro García
Visor
Madrid, 2012

Por Juan Carlos Abril
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No. 62 / Septiembre 2013



Álvaro García (Málaga, 1965) es uno de los poetas más importantes de su generación, y una de las voces más personales de la poesía española de las últimas décadas. Su trayectoria viene jalonada por títulos como Intemperie (1995), o Para lo que no existe (1999). Bajo la advocación de Ezra Pound y del largo aliento del autor de los Cantos, Canción en blanco es un extenso poema que viene a completar felizmente utrilogía comenzada en 2002 con Caída, y luego continuada en 2005 con El río de agua. Aunque escritos de manera independiente y dispuestos para una lectura autónoma uno del otro, ahora, al cerrarse el círculo con la tercera entrega, puede contemplarse la unidad que los ensambla, tanto formal como estructuralmente.

Pero ciñéndonos al poemario que nos ocupa, hay que destacar desde el inicio que Canción en blanco mantiene un destacado ritmo narrativo que nos acompaña y no nos deja, creando una tensión en el lector que llama poderosamente la atención. En un poema largo de estas características, mantener la tensión es uno de sus logros más loables, si bien en Canción en blanco podemos apreciar muchas más cosas, en consonancia a esa fuerza que se impone en el verso, y que nos va arrastrando.

La acción sucede en un cuarto de hotel donde una pareja de amantes hace el amor. En ese momento, el mundo se vacía de contenido, los amantes descargan sus energías entregándose —podría decirse que flotan— y hay una suerte de correspondencia —cósmica— que los une. Esa unión, al menos a nuestro modo de ver y entender el amor, no tiene nada que ver con lo espiritual o transcendental, sino que es la causa de que al darse, al separarse los yoes de los sujetos, se produzca una descarga emocional, sentimental y energética tan fuerte que haga vibrar al propio ser. El proceso sería de la siguiente manera: una suerte de vaciado de la identidad individual, para luego rellenarse de esa identidad doble e indivisible en comunicación con el otro, como si el resultado de la unión nos invadiera, nos suplantara. Nos desposeemos de nuestro yo para que penetre la unión que formamos con el otro. Desde ese proceso que se da en el amor y la unión carnal —pero no como algo sexual y maquinal, sino como algo que está en el alto círculo del éxtasis, cuando somos receptivos y estamos abiertos a que el otro penetre en nosotros, cuando nos unimos al otro—, podemos leer Canción en blanco, porque esa canción es la del amor, la de la belleza y la felicidad, y el blanco es la suma de todos los colores, la pureza, la plenitud cromática, la vida. El amor en su cota más alta.

La velocidad que posee el relato en el que nos introducimos, desde el inicio, espolea la lectura: «imágenes que se unen al decirlas / como las líneas de la carretera / se vuelven línea entera en la velocidad» (p. 9), o «El mundo no ha girado en paz ni un día, / pero alguien nos señala / un sitio donde huir» (p. 19), con el contrapunto del final: «de un mundo que en sí empieza, en sí termina» (p. 61). Este poema largo, aunque de una sola factura, está estructurado en muchas de sus partes fragmentariamente y, en ese sentido, la dicotomía unidad-fragmento podría llevarnos muy lejos en nuestras reflexiones. Hay muchas elipsis y recortes de sentido y de la imagen, en un claro guiño de búsqueda de un lenguaje depurado que deje a un lado lo obvio y se adentre en la sugestión. El resultado es la fragmentariedad que se anuda, va uniéndose y creando una estructura compacta. La amalgama que hace posible esa estructura es la conciencia del autor-lector, pero también de los amantes, que son producto textual y no mera reproducción de la realidad. «[…] Todo es conciencia. / Majestad sigilosa de las plantas, goteo de lo que no puede saberse, / espirales en una malaquita, / dadnos algún sentido minucioso / igual que a quien comprende sin pensar / blanco de mar el pacto con el mundo.» (p. 27). Y más adelante: «Conciencia, travesía de la conciencia, / buen viaje […]» (pp. 29-31). El poeta conoce muy bien su alcance y sus límites y el efecto de realidad viene producido precisamente por la combinación de todos estos recursos, explicado en estos versos decisivos: «Todo lo que no ocurra en un poema / o en la conversación de dos que se aman / será hacer torpe el giro de las cosas / que amamos como al mundo / que creamos más nuevo y verdadero.» (p. 55), con lo que se establece una correlación entre los amantes —reflejados en el poema, escritos en el poema, que no existen si no se les dice en el texto, si no están insertos en el relato que se nos está contando— y el poema, existencia real, creativa y «verdadera», en tanto que verosímil. La conciencia poética —del artificio poético, pero también del mundo—, una vez más.

El poema reúne también otros componentes a destacar, como son algunas estampas de diversa índole: social, «en el vagón del metro para pedir monedas de una estación a otra» (p. 21), donde aparece en el verso más abajo un «acordeón» (Ibid.); industrial, «Fondo de chimeneas que hay al fondo, / las chimeneas altas de ladrillo» (p. 31); o costumbrista, «la aldea en que chasquea el dominó / mientras el humo sube al cielo, tenue» (p. 47). Todo ello, hay que volver a decir, pues es el nudo que establece el desarrollo de la composición, imbricado en un recorrido erótico-amoroso donde las referencias esparcidas aquí y allá van conformando una atmósfera atrayente y atractiva, de imágenes que se tocan en un compartido campo semántico: «Con dedos de saliva me recorres / igual que las mareas trabajan una roca, / exhausta al fin en una espuma blanca.» (pp. 35-37), o «El dedo con que enciendes tú la luz / es distinto del dedo acusador, / del dedo que es más joya que su anillo.» (p. 43). El amor como engranaje que dinamiza el poema, y al mismo tiempo como engranaje que une a las personas en la conciencia de saberse con limitaciones, mortales: «Ahora somos humanos / y también es humana nuestra sombra.» (p. 25). Porque sin duda alguna el amor es la gran matriz con la que leer el mundo y con la que leer este poema, la pulsión que nos mueve y motiva, la que le da sentido a las cosas, esas cosas que aparecen dispersas y caóticas pero que a partir del amor podemos unir e interpretar, como en estos versos:

Hemos sentido que querremos siempre,
por eso amamos una fragilidad.
Sillares, flotación inverosímil,
punta de la pirámide,
fijación del enigma de estar juntos,
una altura fabril, su sima de oro,
las gaviotas que pican el cereal, el centro,
el oscilar al aire de los contenedores
que silencian lo neutro que contienen,
volumen grave al aire
que hace sitio al olor
en balanceo. (p. 31)

Magníficos versos y magnífico libro, habría que decir también, y poco más podríamos decir en una reseña sobre un poemario que desde que apareció concitó la sorpresa y la curiosidad de cualquier lector interesado en lo que se está haciendo en España ahora. Pero, más allá de eso, y de la actualidad y las modas, se trata de una poesía que tiene vocación de quedarse, de una poesía que no tienen aspiraciones metafísicas, ni sagradas o idealizaciones —Poesía sin estatua, parafraseando el conocido volumen de ensayos de Álvaro García—, y que se ha instalado definitivamente entre nosotros para acompañarnos.

 





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