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resena-deshielo.jpg Deshielo
Javier de la Mora
Bonobos Editores
(Reino de Nadie)
Toluca, 2012

Por Josu Landa
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No. 62 / Septiembre 2013


De entrada, una obviedad: hay un mundo lleno de gente, cosas, casos, acontecimientos...; hay, asimismo, un mundo lleno de afecciones, deseos, pensamientos, acciones... Como sea, existe un ámbito objetivo al que se accede desde un ámbito subjetivo. Hasta ahora no ha sido posible saber cómo se da el vínculo entre ambos; pero es evidente que se da. A partir de esas premisas elementales, es posible conjeturar que una representación fragmentaria de la realidad exterior debe de estar determinada por la fragmentación de esa realidad. Además, es posible proyectar esa hipótesis al plano de la patente fragmentariedad de buena parte de la poesía, en los tiempos que corren: es claro que remite a una vivaz e incontenible segmentación de lo existente.

La observación anterior viene a cuento, a propósito de Deshielo, el más reciente poemario de Javier de la Mora. Sus poemas responden a la urgencia de expresar esa dialéctica de la fragmentación. Esto se ve ya en un libro al que el poeta, por algo, dio el título de Aquellas estaciones fragmentadas (2005). Sólo que, en el que ahora comento, esa obsesión se presenta con más intensidad y se maneja con mejor prosodia. En verdad, Deshielo ostende los signos de un salto cualitativo, en una andadura poética que incluye Resistencialismo (1994) y Toda la flor del Universo (2004), además de los citados previamente y de Incansable holocausto (1991), que confieso no haber leído.

El primer acierto de este libro está en la palabra que lo titula: deshielo. A la elegancia de su sobriedad, se agregan la eficacia de su plasticidad y su riqueza semántica. Es la voz idónea para nombrar una situación disolvente en el plano político, económico e ideológico: la disgregación del campo de influencia soviética, el supuesto "fin de la historia", la globalización de las recetas neoliberales, la prepotente concreción de una geopolítica unipolar, la depresión del sentimiento utópico de la vida hasta el punto de un debilitamiento extremo del principio esperanza... en definitiva: la licuefacción de aquello que muchas generaciones habían imaginado como invariablemente sólido. Pero también es el vocablo justo para designar un proceso de volatilización de las creencias y querencias que cimentaban la unidad e identidad de las almas. Algo que el poeta describe como "gasificación de la conciencia" (p. 71) y se ha vivido como frío "deshielo que se cuela por las llagas" (pp. 19 y 100), además de como vindicta del tiempo ("tarde o temprano se te vendría encima toda la historia",p. 22).

La verdad es que un cuadro como el que se acaba de pergeñar parece toda una incitación al mutismo. Desde las dudas de Hölderlin acerca de la pertinencia de la poesía en tiempos particularmente funestos y, sobre todo, a partir del reparo adorniano al ejercicio del poema tras el holocausto judío y las demás hecatombes generadas en la II Guerra Mundial, la posibilidad de una privación de la palabra poética es ya un dato reconocible en la atmósfera cultural del presente.

A esa presión antipoética se le suman las que se deben a la evolución de la propia poesía en los últimos tiempos. El agotamiento de las maniobras verbales y paraverbales —aquí, pienso en la poesía concreta— cimentadas en el espíritu de vanguardia, la erosión de la otrora fecunda estética antimimética, la supuesta consumación definitiva del Estro, después de Mallarmé, Darío, Vallejo, Eliot, Joyce, Paz, Lezama..., junto con la decadencia de la paideia moderna (quiebra del arte aurásico, de la lectura y de la formación humana), el culto a la competitividad y al éxito, la omnipotencia de la industria cultural, la economización de la existencia, la absolutización de la técnica y su penetración en nuestras vidas... parecen conspirar contra la voluntad de expresión que cimienta toda poesía.

También en el mundo que tenemos ahora, y habida cuenta de la deriva disolvente de todas las manifestaciones del arte, cabe preguntar si no es preferible olvidarse de la palabra poética. Pero, junto a esa posibilidad, surge la opción contraria: la certeza vital de que no es posible callar: el apremio de poetizar la fragmentación de la realidad, a partir del discurso fragmentario de la mente y del idioma. Con Deshielo, Javier de la Mora confirma que se adscribe al grupo de poetas 'postemporáneos' que ejerce esa dialéctica entre la interdicción artística autoimpuesta y la urgencia pulsional de decir.

Hay tres palabras, en el léxico de este libro, que definen tácita o expresamente su esencia: deshielo, terciopelo y muro. Adquirieron especial relieve en la atmósfera ideológica de las postrimerías de los años 80 del siglo pasado. Una —terciopelo— refiere al muy significativo modo de disolver un orden opresivo —el que caracterizó a la checoslovaca "Revolución de Terciopelo"— y se asume como marca de identidad antropológica: la "generación de terciopelo" de la que habla el poeta (p. 55). Las otras dos —muro y deshielo— nombran el hecho en sí de una disolución y la consiguiente desilusión.

En este libro, la noción de 'muro' designa mucho más que un objeto físico, un extenso paredón demarcando los mundos polarmente enfrentados, durante los años de la Guerra Fría: el capitalista occidental y el socialista oriental. En su momento, el Muro de Berlín devino eje de la geopolítica mundial, epítome de toda una era de conflagraciones, lindero de la utopía en perpetuo estado de anhelo y autonegación, campo de batalla virtual entre los diversos avatares del principio esperanza y, para no olvidar el manido tópico, herida última de la Historia posthegeliana. Su derrumbe, en 1989, a manos de multitudes enfebrecidas por un innegable —aunque también efímero e inconsistente— espíritu libertario, cimbró millones de conciencias sensibles. El poeta asimila con avidez la resaca ideológica derivada del acontecimiento. Observa cómo "el hombre [...] se deleita en el derrumbe" de "la vergüenza de hormigón", pero sobre todo extrae la conciencia de un orden específico de "lo mural", de la omnipresencia de una "espinosa muralidad", más allá de parajes centroeuropeos rebosantes de historia —es decir, anegados en sangre—, que puede irrumpir, por caso, en algo tan cercano y de resonancias tan sórdidas como lo que la voz poética, en este libro, nombra como "el antro de Malinalli" o, mucho más todavía, en la enorme valla que separa, sin sutilezas simbólicas ni diplomáticas, a México de Estados Unidos.

Un término que, en otro contexto, sonaría pomposo, como "dialéctica de la muralidad", arraiga lleno de sentido, en este poemario de Javier de la Mora, en la medida en que trata de exhibir la compleja dinámica de un orden específico del espíritu, que surge y se asienta a instancias de la caída de El Muro de todos tan roído. Cunde entonces, en muchos, la desilusión, un síndrome postutópico, la sensación de un derrumbe ubicuo —acaso el triunfo mayor de la muralidad, que suplanta así en parte a la moralidad—, empezando por el descubrimiento calmo de lo que se escondía tras el megaparedón y terminando en algo tan inesperado y triste como la exclusión de Plutón de la lista de los planetas, reducido a "sólo un gas en el sistema [...] / una marca / o un dominio punto com."

El 'efecto Muro', que subyace en la escritura de Deshielo, puede llevar la fragmentación de lo real al límite del caos: el tropel de signos, voces, objetos y figuras, que sólo una poética a un tiempo correlativa y casada con un algún modo y grado del sentido, puede metabolizar con provecho estético. Presencias como la de un eco tenue de Vietnam o las de Chernobyl, Bagdad y otros nombres de la desesperanza coexisten pacíficamente con "artistas en Guerra Fría" conectados con los dispositivos norteamericanos de espionaje; también con "marxistas que se castran" y revolotean, por ejemplo, en el supermercado donde quien tiene el efectivo o la tarjeta del caso puede llevarse "un kilo de libros de Marx gratis, en la compra de un kilo de otra cosa" y las ínfulas de trascendencia de la Historia —ahora henchida de noticias tardías sobre el Gulag y otros pecios del naufragio distópico, así como de fantasmagorías parasitando en "mensajes instantáneos en la web"— coliden con las sencillas determinaciones de la vida, siempre en plan de intrahistoria: "...justo en ese instante descubres / que ya no hay jabón en la alacena." En fin: toda una disolución cimentando una desilusión y un deshielo que, en su momento, entró en la circulación sanguínea de una generación, a la postre, ahíta de esperanza y harta de cantos de sirena, refractaria ante todo efluvio y aleteo de La Promesa.

Todo eso puede vivirse como chapoteos en El Vacío, por lo que no ha de extrañar que el poeta deshelado asuma estereotipos posmodernistas, como el de "la razón / silenciosamente adornada de esqueletos" y se mueva por apetencias como la de "deconstruir la Teoría", al tiempo de que se allega afinidades electivas como las de Lacan, Derrida, Ajmátova, Tsvetáyeva y muchos otros de similar catadura, sin menoscabo de un Tlatecuhtli o un Cipactli: símbolos, por lo menos, de un anclaje en algo (la tierra, en el primer caso; el agua, en el segundo). También pueden embonar, con ese potpurrí ecléctico, ciertos ecos de la incertidumbre heisenberguiana, la idea de "estructura disipativa" de Prigogine, la teoría del caos y otros hallazgos metaforizados desde la ciencia contemporánea.

Salvo las deidades nombradas y otras que transitan por Deshielo, se trata de nombres ya caducos, como lo son también los de Foucault, Baudrillard, Deleuze, Guattari, Sloterdijk..., aun cuando los que vienen aportando las nuevas modas no parecen dar el ancho, frente a la magnitud y zarandeos de la decadencia. La "cultura accidental" —como la llama el poeta—tiene su correlato en el hibridaje de lo universal histórico demediado con lo más vulgarmente cercano y minimalista: la fusión entre ideologías náufragas, la cibernética, la simbólica de la globalización del Mercado absoluto, el paroxismo consumista, Coca Cola y McDonald's. Y, por si todavía queda algo de aliento como para "sacar pecho" existencial, aunque sea al modo de accidentes desagradables como el horror, la inquietud, la neurosis, la angustia... ahí está el pizarnikiano seconal o "Prozac y Xanadú como nueva ideología".

La principal damnificada, en Deshielo, como se habrá ido avizorando, es la utopía. Sus tribulaciones —sobre todo, sus evoluciones distópicas— son la fuente del tono decepcionado, acedo, desapacible, que se deja sentir en las páginas de este libro, incluso cuando da cabida al humor de la ironía. De hecho, el desencanto parece apretar a la utopía con un nuevo giro de tuerca, cuando se la vive como "un quedarse a deshora / en el obituario, en la comarca de los / desaparecidos, no en esa luz / que gravita en la casa." Un sesgo que se exacerba con el rechazo al historicismo que cimienta ciertos programas utópicos, sin que por ello se invoque al presente, pues "nada hace aquí el presente", con sus cifras ásperas y anticlimáticas. Con todo, el poeta no se ceba en visiones de naufragios e infiernos ni su voz se encarnece a cuenta de algo como la amargura. Ya en Resistencialismo, había dejado claro que "maldigo al que inventó la muerte (y de paso al que derribó las utopías)". Más de tres lustros después, reconoce al "utopista que me sigue", se deja tentar por la nostalgia  ("Quisiera volver al ayer") y atisba, en medio del humo y el ruido, "lo que queda de utopía". Más aún: procura en el sarcasmo el antídoto contra tanta decepción, como se advierte en el poema "Materiales para confeccionar otra utopía", acaso el que acendra, por implicación irónica, los temores y temblores de quienes, incluso ahora, contraen la diuturna enfermedad de la espera (que, por lo menos, entretiene sus cansinas vidas). A fin de cuentas, la muralidad trae aparejada la derrumbabilidad, pero no necesariamente la calcinación y desintegración plena del principio esperanza. Y, después de todo, tras los muros, las cortinas y los velos del tipo que sea, cabe otear alguna dignidad, alguna luz prístina, más allá de toda miseria humana, en virtud de que —dicho con palabras que recuerdan a Goya— "el tiempo / también / escribe".

Un principio bífido parece regir la composición de los poemas de Deshielo: segmentación de unidades de sentido con articulación proliferante de nuevas unidades de sentido. Sin menoscabo del recurso a versos de arte menor, predominan las formaciones verbales equiparables al versículo, que al aglomerarse resultan, con frecuencia, en poemas de muy amplia longitud y aliento. Un modo de textualización y de distribución espacial de las palabras, en general, acorde con el dinamismo de un mundo de las cosas y de la vida en eterno retorno de lo mismo (pero más 'barato', según se ha visto, en el plano existencial). Un procedimiento que permite metabolizar citas teóricas por sí solas prosaicas y referencias —en el fondo, reverencias bastante frecuentes en la poesía contemporánea— al discurso científico, junto con alguna otra pedacería intertextual, lo mismo que opciones expresivas como la epístola y el diálogo. "Carta a Ilya Prigogine" puede verse como epítome de toda esa poligráfica y polifónica poética intersubjetiva. Y si la expresión no se centrifuga ni se sale de madre es porque en su raíz late un tono nítido, casi siempre seco, ácido y por momentos paradójicamente teñido de solipsismo. Ese elemento unificador es también el que confiere a esta poesía de Javier de la Mora el anclaje en un decir, que viene de la experiencia y aun de la experimentación, aunque esta última a pequeña escala.

Esa audacia formal —disonante con El Discurso, con La Gramática que intenta vertebrar y domeñar la inasible resonancia de las cosas, las voces y los eventos del mundo— se entrevera con una poco común libertad de movimiento en el seno del lenguaje. El lector se topa con paronomasias como "formalismo muro"; lexemas provenientes de las nuevas tecnologías y del submundo  posmo urbano, entre consumista y combativo (iPhone, #Yosoy132, speed-dating, Wall-Mart y un largo etcétera); acometidas fónicas como "Tecpaaaaaaaaaaaaaaatl" o "Miquiiiiiiiiiiiiiiiiztli", que marcan sugerentes brechas en la uniformidad del fraseo; metaplasmos intencionales como "foram", "yum nabue", "erda el luco", en un poema al que no le arredra el titularse "De chingazo vivo", amén de otras maniobras de similar catadura. En principio, estas estratagemas —al igual que las de carácter marcadamente 'exteriorista', ya señaladas— son bienvenidas, porque contribuyen a superar el legendario conservadurismo formal de la mejor poesía mexicana. Sin embargo, en algunos casos, vienen acompañadas de una sombra no propiamente benéfica: una merma en la intensidad poética, una falla en la fuerza expresiva del texto. Aspecto que se echa de ver, por ejemplo, en "Tornero", el poema dedicado a la muerte del padre del poeta y del que cabría esperar un calado existencial más hondo. También en "El Quijote necesario" que, por ello, llega a desentonar algo con el conjunto del libro, aunque pertenece a su espíritu, en la medida en que da cuenta de la errancia basal del hombre y de la decadencia contemporánea del heroísmo.

En un poemario pletórico de poder expresivo y motivado por la mejor ambición poética, como éste, aumentan los riesgos de caídas y de momentos formalmente depresivos. Sin embargo, Javier de la Mora ha sabido encarar esos peligros, en Deshielo, al punto de reducirlos a su mínima dimensión. Cabe, pues, colocar esta poesía del coahuilense en una de las vertientes más fecundas y bizarras del discurso poético, que fluye por los cauces de la actual expresión americana, de la mano de autores venidos al mundo después de la segunda mitad de la década de los 60. Se trata, por caso, de poetas como el ecuatoriano J.J. Rodríguez Santamaría, los chilenos Andrés Florit Cento y César Cabello Salazar, el colombiano J.A. Balcázar Centeno, los peruanos Martín Rodríguez-Gaona y Maurizio Medo, la salvadoreña Lauri García Dueñas y los mexicanos Inti García Santamaría, Dolores Dorantes, Rodrigo Flores, Rocío Cerón, Claudina Domingo, Julián Herbert, entre otros. Las disparidades entre ellos son muchas y evidentes y es seguro que algunos de ellos no aceptan aparecer juntos en una lista como ésa. Tienen, no obstante, cierto aire de familia, que les viene de una agria comunión con este presente, tan reacio a lirismos y a complacencias ético-estéticas; se encuentran y desencuentran en el empeño de registrar el estro sito, pese a todo y contra todo, en las cifras de este tiempo aciago donde los haya.

Ciudad de México, abril de 2013