Tiempo y fidelidad 

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 

Tiempo y fidelidad (México, 02/04/1998) ~ Dice Ricoeur (Sí mismo como otro) que la palabra dada (la promesa) es una seña de identidad: la que se lanza hacia el futuro. Hacia el pasado, en cambio, la identidad es la permanencia, la constancia del yo. En ambas, me parece, gobierna la fidelidad. Y no es difícil ver en esas dos constancias la coherencia del tiempo. Sin fidelidad, el tiempo se disgregaría...

Para Ricoeur, la fidelidad está hecha de la misma argamasa que el tiempo (y define por tanto la identidad), aunque él se conforme con decir que el mantenimiento de la palabra dada es una institución social, en donde va implícita la idea de que la identidad es una construcción social. Mantenerse en la palabra dada (cumplirla) es una condición esencial de la comunidad de los hombres. Es lo que los zapatistas han querido hacer entender al gobierno mexicano, inútilmente: todo verdadero acto comunicativo se funda en la buena voluntad.



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No. 63 / Octubre 2013


Tiempo y fidelidad

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 

 

Tiempo y fidelidad (México, 02/04/1998) ~ Dice Ricoeur (Sí mismo como otro) que la palabra dada (la promesa) es una seña de identidad: la que se lanza hacia el futuro. Hacia el pasado, en cambio, la identidad es la permanencia, la constancia del yo. En ambas, me parece, gobierna la fidelidad. Y no es difícil ver en esas dos constancias la coherencia del tiempo. Sin fidelidad, el tiempo se disgregaría...
Para Ricoeur, la fidelidad está hecha de la misma argamasa que el tiempo (y define por tanto la identidad), aunque él se conforme con decir que el mantenimiento de la palabra dada es una institución social, en donde va implícita la idea de que la identidad es una construcción social. Mantenerse en la palabra dada (cumplirla) es una condición esencial de la comunidad de los hombres. Es lo que los zapatistas han querido hacer entender al gobierno mexicano, inútilmente: todo verdadero acto comunicativo se funda en la buena voluntad.
Hay algo muy católico en la visión de Ricoeur, pero también muy griego. En todo caso, nos enseña que no se necesita una educación católica (ni griega, ni europea, ni asiática, etc.) para comprender que las palabras son valiosas para todos porque se empeñan. Por eso es casi un instinto enseñarles a los niños a no mentir.

Dar fe y dar confianza : La vuelta del héroe(México, 26/10/2012)~ El héroe cruza el puente justo antes de que éste se derrumbe. Es el último en hacerlo, el último sobreviviente. Es héroe justamente por eso, porque regresa —”caballero que vuelve, vencedor de la muerte”, decía Darío. Viene de un reino en el que ya nadie pondrá el pie; un reino que se ha hundido en la nada y el olvido. Pero ¿qué reino es ese? Uno donde lo humano se pervierte o se degrada. Por lo común, es la sede del mal. Lo habita un demonio, una bestia, un tirano... alguien que quiere extender su dominio a todo el mundo, como Satán o los villanos de James Bond. Pero su gobernante no es necesariamente perverso. A veces es, simplemente, sobrenatural; y su residencia, un lugar mágico, sagrado. Averno de Hades o castillo del Grial, laberinto del Minotauro o bosque encantado, lo que ocurre en el reino que visita el héroe no pertenece al tiempo común sino al del mito. Un indicio de esto: cuando el héroe rompe el trance en que ha vivido durante años y regresa al mundo normal, resulta que en éste sólo han pasado unos cuantos días, o apenas unos segundos. Todo parece un sueño... pero hay al menos un indicio de que no lo ha sido —un mero indicio, no una prueba, nunca una evidencia... El relato suele terminar señalando este indicio (el anillo mágico que el héroe trajo de allá, la rosa azul que aún sobrevive acá)... Pero el verdadero indicio es el relato mismo...

Quien concede al indicio el valor de la prueba realiza un acto de fe: afirma que el sueño no es una ficción sino una realidad más verdadera, el fundamento de ésta. Tal es el sueño, tal es el mito. Somos porque el héroe volvió de un reino que nadie sino él ha atestiguado. Y no está en nuestras manos atestiguar la existencia de ese mundo sino tan sólo que el héroe ha vuelto de él. Por eso el poema heroico más antiguo, la Epopeya de Gilgamesh comienza así: “Quiero que el mundo conozca a aquél que todo lo vio [...] Sólo él volvió para contarlo todo”...
Gilgamesh da fe... 

Dar fe es más que rendir testimonio verdadero: es honrar la con-fianza en la verdad. Quien dice la verdad es fide-digno. Por eso el relato de Gilgamesh no es una mentira sino una fábula, un mito, una ficción. Lo que él cuenta no comparece en un tribunal donde lo cierto no es más que la evidencia de los hechos sino donde la verdad brilla aun sin la constancia de los hechos.    Es cierto que los hechos muestran la verdad, pero la muestran como evidencia, y la evidencia no da fe; lo que da fe es la palabra. Sólo cuando decimos que “los hechos hablan” podemos decir que dicen la verdad.
Una verdad que se fía —más que de los hechos— del relato de los hechos, vuelve humana la palabra. No, no es exactamente la capacidad de mentir lo que distingue la lengua de los hombres de la lengua de las abejas sino la capacidad de fingir, de expresar una ficción. La verdad permanece, aunque se haya derrumbado el puente que la unía con los hechos. Los hechos son aquello de lo que se habla, después de que ha ocurrido. En cierto sentido, la constancia de los hechos siempre queda atrás. Es un pasado para esta verdad de aquí, de ahora; un pasado a veces mágico, mítico, del que sólo sabemos por el relato del héroe, porque el héroe nos ha dado fe...

Dar fe es más que rendir testimonio verdadero: es honrar la con-fianza en la verdad. Esto supone la comunidad de los hombres. La verdad, o es común a los hombres, o no es verdad. Por eso comparece a juicio. No puede dejar de tener un pie en el mundo de las evidencias, pero ha de tener el otro en el de las palabras, que es donde hacen su comunidad los hombres y donde, finalmente, tiene lugar el juicio. ¿Por qué hay juicio? Porque la fe se puede traicionar, porque las palabras pueden mentir, porque se puede dar falso testimonio. Esa traición mina los cimientos de la comunidad, pues la comunidad se finca en la confianza.

Confiar en el prójimo, confiar en su palabra... Cuando se pierde la confianza, la sociedad se desmorona. Cuando los jueces dan por verdaderos los falsos testimonios, no sólo liberan a los criminales y aumentan la inseguridad (que es otra manera de decir que aumentan la desconfianza): también dejan de ser hombres de palabra —es decir, dejan de ser hombres a secas. Corrompen el lenguaje, que es la argamasa de la comunidad, y dejan que se imponga la ley de la selva, donde no manda la verdad sino la fuerza.
Bien visto, el héroe no se levanta contra la naturaleza para imponer sobre ella lo humano o lo divino, como suele decirse. Porque no es verdad que el héroe considere al orden natural como enemigo del humano. Lo que él combate es lo in-humano, es cierto, pero no lo inhumano en la naturaleza —que es una idea absurda— sino lo inhumano en el hombre: la corrupción de la palabra, la destrucción de la verdad, la aniquilación de la justicia, la desconfianza...
No es nunca la naturaleza misma lo que atañe al héroe sino la perversión de lo humano, que a menudo se simboliza echando mano de nuestros miedos a ciertas cosas naturales. Los monstruos de los cuentos no son animales antropomorfos sino hombres zoomorfos; no son animales que no acabaron de hacerse hombres sino hombres que están convirtiéndose en bestias... El mundo que habitan estos monstruos no es la naturaleza: es el infierno.

Una humanidad corrupta no puede volver a la naturaleza, que a su modo es inocente. Esta humanidad lleva la culpa a cuestas y, como Adán y Eva, sale del Paraíso para nunca volver a él. Si ha de recuperar la bienaventuranza, no lo hará de manera literal, volviendo desnuda e ignorante al Jardín del Edén, sino ganando el Cielo tras la muerte. Para el cristiano, el pecado original derrumbó el puente que podría llevarlo de vuelta al Paraíso. Sabe que no podrá expiar ese pecado reconstruyendo el puente y tratando de deshacer sus pasos sobre él, pues lo hecho no puede deshacerse. A cambio de ello, los encamina al Cielo. Para él no hay vuelta atrás. Debe, ahora sí, cumplir la ley que le fue dictada en el Edén, pero no para volver a él sino para llegar al Cielo... Ha mordido el fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal y sabe que la gracia que Dios le ha prometido ya no es inocencia sino pureza... Se hace responsable de sus actos y avanza hacia el futuro, pues el futuro es el territorio donde se cumplen las promesas. Y él tiene confianza en la promesa...

También las palabras borran el rastro que han dejado. También ellas derriban el puente y colocan un Cielo ahí donde antes había un Paraíso. No pueden volver literalmente a su origen, pero deben sin embargo serle fieles... Esa fidelidad es el sentido...

Eurídice no ha de volver, pero Orfeo aún dice su nombre...

 


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No. 50 - Creación, invocación (1)  
No. 51 - Creación, invocación (2)     
No. 52 - Palabras (3)          
No. 53 - 2. Palabras (4)         
No. 54 - 3. Poética de la lengua (5)    
No. 55 - 3. Poética de la lengua (6)
No. 56 - 3. Poética de la lengua (7)
No. 57 - 4. Concreción de la poesía (8)
No. 58 - 4. Concreción de la poesía (9)
No. 59 - 4. Concreción de la poesía (10)
No. 60 - Imitación y representación (11)                      
No. 61 - Metáfora y ausencia (12)