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portada-proyecto-para-excavar.jpg Proyecto para excavar una villa romana en el páramo
Luis Villena
Visor,
Madrid, 2011.

Por Juan Carlos Abril
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No. 63 / Octubre 2013



Si la Teoría de la Comunicación clásica plantea que el discurso es el texto más las condiciones de producción o, dicho al contrario, que el texto es el discurso menos las condiciones de producción, en Proyecto para excavar una villa romana en el páramo, y podríamos hacerlo extensible a la última etapa de la poesía de Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951), nos adentramos en una estética que reúne ambas instancias, es texto y es discurso, como si congregara también las condiciones de producción que se suelen aglutinar en torno a la escritura y al pensamiento del autor o la ideología de la época. Desde la década de los noventa hasta hoy, la poética de De Villena, que el propio autor ha denominado como realismo crítico, ha ido buscando precisamente esto, contar mucho más de lo que se cuenta en el texto, y sin duda que lo ha logrado en sus últimas entregas.

Hay que decir que la trayectoria fecunda de Luis Antonio de Villena nos ha regalado numerosas entregas y ha habido, a través de una voz reconocible, cambios estilísticos sustanciosos y enriquecedores, desde Sublime Solarium (1971), curiosamente tan actual hoy día. Quizá desde La prosa del mundo (2007) podríamos apreciar una nueva etapa, ahora continuada en este Proyecto para excavar una villa romana en el páramo, un estilo de poema en prosa, muy discursivo, libérrimo, cercano al relato, pero en que se adentra en momentos particularmente emotivos o, mejor dicho, conflictivos emocionalmente, creando una atmósfera narrativa que sobrepasa al propio estilo. Hay más de lo que se dice, y se dice mucho. Nos encontramos ante una prosa verbalmente torrencial, ubérrima, de elementos heteróclitos sabiamente combinados, decantados —culturalismo y realismo—, ante una verbalización de detalles y anécdotas, de historias e imaginaciones, ante una galería de personajes que no dejan de sorprendernos por la fuerza de sus historias singulares. Los textos pertenecen a un contexto, pero siempre se habla de otra cosa que está más allá de lo que se cuenta, trasladándonos unas veces un desasosiego y otras unas reflexiones alrededor de temas como el amor, la muerte, la fugacidad de la vida, la belleza…

Si en otras etapas de la escritura villeniana leíamos un personaje mitad monje goliárdico, mitad libertino, que protagonizó sus historias, muy al modo de episodios de una película pasoliniana en la que se articulaba el conjunto de la obra artística por fragmentos, en Proyecto para excavar una villa romana en el páramo podemos apreciar una técnica similar, pero con un personaje más desdibujado —desplazando así el foco de atención sobre las historias— en el que a veces se transparenta el propio autor, que siempre matizado bajo la página del artificio literario y la creación. Ya desde el propio título del libro, Proyecto para excavar una villa romana (quizá uno de sus mejores títulos en, como decimos, una feraz trayectoria plagada de libros importantes) asistimos a un referente sígnico que nos va llevando durante la lectura del poemario. No sólo hablamos de proyecto en tanto que deseo planificado de ejecutar algo, sino que se trata de una arqueología humana e histórica, una arqueología de las ciencias, al modo foucaultiano, del saber. Porque a poco que excavemos en la lectura del libro iremos descubriendo más los recovecos de la memoria y la personalidad del narrador (dandy y coloquial), en un juego bisémico entre el texto y el personaje que encarna, el entorno sociológico que describe, la aventura gnoseológica a la que se enfrenta, y que supera en mucho los condicionantes textuales específicos, sus propias marcas. La lectura de la poesía de Luis Antonio de Villena es desbordante, un auténtico lujo —lujosa pero no ya por la adjetivación— para quien no se conforma con una escueta referencialidad del mundo exterior. Porque el páramo de ahora sin embargo fue una rica villa romana, y ahí están los restos —los textos— que van apareciendo y dejan al descubierto el esplendor de antaño, ya inconsciente del paso del tiempo: «El muchacho jamás será viejo (cree) pues la vejez / pertenece al mundo dulce y delicado de los abuelos» (p. 33). Conforme vamos excavando o leyendo el libro, descubrimos un mundo ya antiguo y olvidado, pero que se halla debajo de la tierra, sepultado. La tarea de devolverlo a la vida es nuestra tarea, como lectores, con lo que se apela al intertexto lector de manera explícita. También nuestro pasado, nuestra propia vida se puede leer en este sentido como una ruina, y sólo a través de los sueños, en los recuerdos, o en los recuerdos mezclados de onirismo, podemos alcanzar a desvelarla, ver «Otoño, 1955» (p. 21)

Como en otras etapas, pero de un modo más acusado ahora, por las páginas de este libro transitan muchachos muy bellos, casi siempre al borde del abismo. Los bajos fondos, la prostitución, la droga, las muertes prematuras y la decadencia física, que tan pronto llega, tan cerca de la plenitud, por los excesos (ver «La dulzura», pp. 74-74) la visceralidad de la vida y la injusticia del sufrimiento, cuando te toca (y a todos nos toca), son temas que ya habíamos visitado en otros poemarios villenianos, pero ahora con un cambio sensible en cuanto a la forma de realizarse. «Leopoldo» (pp. 42-43), «Eduardo» (p. 60), «Juan» (pp. 71-72, donde, por cierto, se parafrasea en el verso último el título de la propia obra completa de nuestro autor: «La bran belleza pura (impura) no puede, no sabe morir…»), «Óscar» (pp. 129-130), etc., son claros ejemplos, aunque también «Septiembre, 1988» (pp. 29-30), o «Noche de Antesterias» (pp. 51-52), entre otros, podrían servir.

[…] aquella noche primera en mi casa,
en que con el torso ya desnudo,
te vi avanzar (cara de niño tímido)
desabrochándote los pantalones
mientras los blancos calzoncillos,
y tanto oro alrededor,
insinuaban ya, dejaban ver,
una incipiente, espléndida, sentida, vistosa
erección divina

                                                         De «Canzewesky», p. 58

En cualquier caso, no asistimos a meras descripciones de historias amorosas, deseos frustrados o disfrutados, ni se reduce esta poesía a un escorzo sugestivo y material (por otro lado siempre bienvenido). En efecto, un poema como «Telón» (pp. 44-45) podría darnos el tono del libro. En este poema asistimos a reflexiones perturbadoras, a una inquietud que no nos deja indiferentes. El poeta mira cara a cara su finitud, haciendo un recuento de pros y contras, un balance donde «La vida es hermosa, pero nada del otro mundo», con vitalismo (a pesar de todo) pero con melancolía antropológica, como en el comienzo del ya mencionado «Eduardo»: «Según Baudelaire la belleza / es una mezcla impune de voluptuosidad y tristeza / melancólica: Baudelaire era romántico» (p. 60). O como en «Vuelos» (pp. 78-79), cuando también inicia así: «Borges lo dijo: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz […]». Como un filósofo que se cuestiona la razón de la existencia y se pregunta qué es lo que merece la pena, la voz de Luis Antonio de Villena está siempre ahí, y su dictum posee una fuerza inusitada.

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