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portada-a-un-mar-futuro.jpg A un mar futuro
Juan Malparida
Visor Libros
Madrid, 2012

 
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No. 64 / Noviembre 2013


A un mar futuro


1

      La arena que se extiende hasta el cañaveral de las dunas, en esta hora última de la tarde, es una puerta de sombra. El silencio es proporcional a mi inclinación. Vegetación nocturna, la memoria posa su signo ambiguo sobre mis hombros.

      -Si me pongo a recordar, ¿cuál es el límite?

      La grieta entre los roquedales en cuyo fondo el agua entraba y salía bajo un ritmo agitado de marea, su olor arcano, el vaivén marítimo, semejante al del cuenco en la cocina.

      Ayer, entre dos horas inciertas, recordé de nuevo aquella noche de eucaliptos y su alarma de hojas secas agitadas por la ventisca. No estaba allí –noviembre del sesenta y cinco- sino en un populoso bar de la calle Santa Isabel, ensordecido por una música confusa de vasos y voces, a finales de septiembre del dos mil ocho, en otro siglo, en otra ciudad, en otro.


2

Las adormiladas traiñas del amanecer volviendo al puerto, las redes desbrozadas por las manos del pescador ciego, conjeturables constelaciones vistas con los dedos. A la sombra de una barca yo lo veía todo sin verlo: redes tendidas a un mar futuro.

      Pequeño litoral inmenso, la infancia y sus dunas, irrupciones de insectos, ramitas secas movidas por el viento, estrías en las valvas, alfabeto roto de una lengua apenas esbozada.

      Niño enterrado y desenterrado por las cambiantes arenas: el tiempo es viento; los días, ciudades cuyos pasos desentraño como aquel viejo de la rada, fijo ahora en la movediza arena de una memoria absorta en una zona móvil cuyas apariciones mis dedos descifran en los ideogramas que la brisa dibuja y borra en la superficie del agua. Hundir la mano en la orilla de algas oscilantes; la arena mojada escurriéndose entre los dedos.

      La mano sobre el muro de grafito en el hondón de la cueva, iluminada por el fuego de los tuétanos en laspalmatorias [de piedra. Las huellas de nuestros pies: seguidas, ahoyadas, borradas.

      El recuerdo de la nieve, el recuerdo del calor, la tierra que retumba como habitada por un animal [inmenso, las huellas de dos seres erguidos caminando juntos, hace tres millones y medio de años, en Laetoli.

      Huella de la huella, la semilla en el fondo de la retina, la almendra de la memoria en su tumba de siglos.

      Anoche soñé que caminaba por esos pasos fijados entonces por una fina lluvia de cenizas y lava volcánica. ¿Adónde iban? ¿Adónde ibas tú anoche, ingrávido sobre unas huellas más frágiles que las que el mar borra? Hacia atrás: la unidad de lo vivo. Hacia adelante; ¿la escisión, la metáfora? Pasos hacia ninguna parte, lanzados al camino; quizás un camino aparte o mejor: una parte del camino a ninguna parte.

      Ir a la rada o a las dunas, al farallón del puerto, con la vista tensa en el rastro blanco de las gaviotas siguiendo a los barcos; ir a la plaza, red de voces, ir, sólo vamos, como aquellas huellas antiguas que, piedras ya, no han dejado de caminar hasta nosotros.

      Quien camina no sabe a dónde va, perdido entre las redes de los hombres, tropezando con el hueco invisible sobre el que lanza sus pasos, trazando puentes entre el uno y los muchos, grabando signos sobre el hueso de un animal o manchas de color sobre una piedra cóncava.

      Perdido en el arco de las imágenes: el baúl polvoriento en la buhardilla, visitada en las interminables tardes de lluvias. Ahí estás, idéntico a ti por un momento, absorto en el cono de luz que de pronto penetra entre las nubes y las rendijas de la ventana recorriendo la sala. Las dunas movedizas, la luz cambiante, las huellas borradas una y otra vez en la reinventada orilla de un mar nunca siempre el mismo.


3

      Esperabas que en el futuro el ahora fuera como una plaza ritual y abarcadora. Plantada en un eje y extensa como una tarde de verano.

      Pero mi ahora, tras tantas vueltas, es como el ahora de entonces: tengo hambre al mediodía, sueño por la noche; ante la caída de las hojas, una punzada que traduzco en un silogismo esperanzado.

      Es cierto que la soledad ha aprendido a no hacerse ilusiones, pero se inclina hacia el mundo como una planta que busca el sol.

      De niño mi memoria estaba por delante y me pasaba las horas recordándola; ahora, se confunde con la de otros que insisto en identificar conmigo, fragmentos que buscan un presente, la puerta del tiempo. Pongo un punto lejano, como una galaxia, y me digo: ahí estuviste, pero el camino hacia allá es borroso. Todo lo que fue colinda con lo eterno y con la nada.

      No estoy allí, estoy aquí, como un trozo de tierra cuyas capas no son visibles salvo en los silencios.

      Hay fronteras que cruzo en la noche.

      Saber es hacerse, saberse ser, un diálogo que a veces tenemos a solas.

      Entonces –adolescencia en armas- creía que el mundo desplegaría sus secretos en mí, hechicero de una tribu fantasma. Pero saber es un diálogo: para que yo exista
      siempre hay otro.

      No se aquieta en mí el ahora, vive inclinado, como una planta azotada por el viento, como la lluvia sobre el muro verdinegro más allá de la ventana.

      Mi ahora de entonces es el de ahora, pero no soy yo aquel dios, señor de rituales. Los sentidos y el sentido de los sentidos, todo se va con el viento y en su torbellino nos funda. Somos lo que percibimos, no hay cárcel: la verde agitación de la terraza, el viento que mueve las hojas, la conversación apenas entendida en el cuarto de al lado, tu sonrisa fugaz esta mañana, ahora de nuevo entrando por los pasillos de la casa hasta posarse sobre el agua de un instante que al afirmase pasa.


4

      A veces mi padre nos contaba el pasado y la casa zarpaba lentamente. Sin atrevernos a decirlo, sabíamos que las olas azotaban los muros, a estribor, a babor. Mis hermanas y yo nos apretábamos a las sillas al oír los crujidos altos del aparejo y al mismo tiempo nos dejábamos llevar por la marea. ¿De qué hablaba mi padre? Desde sus muchos años –o eso me parecía- recordaba lo que su abuelo, remoto como un olivo, le había contado. Días de tormentas en el mar de Alborán, campos sumidos en las nieblas de enero, noches de lobos mantenidos a distancia por el cuento junto a la hoguera, caravanas de hombres y bestias bajo las antiguas y lentas horas solares, guerras y exilios de dos siglos –liberales, revolucionarios, conservadores-, un río de barcazas y gentes pendencieras. ¿De qué hablaba? En nuestra casa sólo había una inmensa y vieja radio errática, una tosca chimenea, reina de los inviernos. Sólo recuerdo su voz, ya sin historias, como recuerdo oír el rugido del mar desde la cama en los días de alta marea. Una voz que contaba con todo el tiempo del mundo y, por eso, podía comenzar por el principio sabiendo que nunca llegaría hasta el final. “En una ocasión, hará de esto más de cincuenta años, estando yo pasando por la cuesta de la Media Fanega con mi hermano Urbino, que regentaba una cantina en una estación de tren…” ¿Hacia dónde? A veces era una guerra civil, que yo situaba tan lejos como todo el pasado, pero cuya pólvora aún ardía y sus muertos estaban más presentes que los vivos. El fuego mermaba y nuestros ojos crecían. Un rescate, en la costa de Tarifa, de una mujer secuestrada por vándalos. ¿Cuándo? Entraron en la cueva por la mar, disfrazados de pescadores, pero no hallaron más que un rebaño de extraños animales. La noche se ahondaba y, de pronto: “¡Mañana habrá que madrugar!” Balanceándonos buscábamos nuestros catres mientras las olas mordían la quilla de la nave, lanzada ya a la furia de los vientos en su destino indescifrable e inmarcesible. “A veces…”

 

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