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interpretacion.baja.jpg Interpretación celeste (azul trenzado)
Manuel de J. Jiménez Catafixia
Guatemala, 2013

Por Lauri García Dueñas
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No. 64 / Noviembre 2013



Interpretación celeste. Azul trenzado de Manuel de J. Jiménez es un libro que se lee de un sorbo. Pocos poemarios se deslizan de esta forma, excesivamente líquida, como una piedra que cae desde la cabeza hasta los pies de la lectura.

Sin embargo, a lo largo del libro, el que mira, el que lee, lo hará mediante al menos dos caras, dos cuerpos. El primero, un diálogo con la historia de la literatura, con la historia de otras manchas que se deslizan en otras páginas de otros tiempos, escrituras que provocaron desplazamientos y huellas de grasa donde esos otros pusieron los codos sobre la mesa.

El escritor dialoga en voz alta con sus antecesores, con su propia historia del arte, con aquello que los periodistas literarios llaman superficialmente “tus influencias”. Pero que se trata del linaje/estirpe del poeta.

Rubén Darío aparece aquí, amable y amado, reescrito y rubicundo, con su Azul lírico que nos hará pensar que el escritor nicaragüense siempre fue joven, que nunca murió porque no le estaba dado y que su tradición literaria se reescribirá a lo ancho del tiempo como una serpiente cuya cabeza se multiplica.

De la misma manera siento el decreto de que la escritura de Manuel de J. Jiménez permanecerá joven, con su sangre dando borbotones.

El segundo canal de lectura, y para mí el más entrañable, es la toma de nota de ciertos sueños de infancia, o sueños desde el pesebre, como diría el escritor chileno Javier Norambuena. Sueños como si se permaneciera intacto aún, nadando en el líquido amniótico.

Cito:

“(25/01/1998) Sueño:
Alto. El recinto de mi cuerpo desdobla la carne. Respiro calcando a mi hermano y nos unimos bajo la biología de una máquina floral. Nadamos con nuestros diminutos brazos, con nuestra mente aún en formación. Hago una mueca graciosa; sus ojos nacen como soles germinando en silencio. Miro su rostro que es igual al mío pero más feliz. Miro su cuerpecito sacudiéndose entre una penumbra líquida. Ya se conectan los brotes de mi hermano Ángel, de su mirada ha nacido un pensamiento arborescente, de su sueño he nacido yo. Ahora tengo conciencia de mi persona y sé que soy diferente a él. No tengo miedo de ser quien soy. El cordón umbilical me lo confirma: se repliega como un bucle hacia el infinito. La noche es nuestra pureza inmaculada. El abismo es nuestro cúmulo de saberes. Nada se detiene ante nuestras horas mellizas. Nada imaginamos fuera de
nuestros oídos seminales. Jamás los sentidos nos juegan trampas o acertijos táctiles. De repente, la luz domina el canto natural: explota en la sangre con toda su fortaleza y se queda suspendida. La materia devora frecuencias de otra consumación. Alguien invisible nos escucha. Ángel, le digo, “no te muevas”. Nacemos y mi hermano se va entre las primeras luces”.

En este parasol de voces que se entrecortan y responden, estos sueños, de otra índole que el diálogo intertextual primero, aparecen como una mezcla entre lo diáfano y lo punzante. Lo hermoso y lo funesto.

Al final del libro, el escritor ejerce de traductor de sí mismo, toma dictado al glifo, traduce a imagen y materialidad, poesía concreta, el espíritu de su diálogo trans-temporal.

Fotogramas del engranaje de la psique, del diálogo de los hemisferios cerebrales, escisión,  escritura que se plantea una elucubración también de distinta índole y tesitura que sus previos Los autos perdidos y El fin del estado.

Se nota la preocupación por llevar la postura estética hasta sus últimas consecuencias, se blande una voz poética que a diario está persiguiendo la cabeza de la serpiente, siendo esta última la escritura y su estructura ósea.

Hay canto, hay pensamiento.

Hay libro, obra y una mano que canta, como cantó Darío. Hay una voz poética que no pretende, ni se perdona, inmovilidad alguna.

Las cartas están tiradas. Los arcanos confabulan. Hay oficio, un tejido minucioso de candados. Una estirpe que se celebra. El lector, preveo, engullirá, masticará, este libro de al menos dos caras y dos cuerpos que se vuelve una urdimbre, una sola entidad que sintetiza su propia entropía.

Celebro este libro porque no solo basta la mancha sino el oficio de alquimista que ajusta meticulosamente los alambiques para mantener vivo a ese animal místico que es la poesía.


Martes 13 de agosto de 2013, Santa María la Ribera, Ciudad de México.


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