Musa reaccionaria

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 
atanor-65.jpgMUSA REACCIONARIA (México, 19/07/2012) ~ La poesía es reaccionaria. Pertenece a un mundo que —como el campesino— descree del progreso y aún siente a sus dioses palpitar en los arbustos y los cerros; a ese mundo en que el valor de los hombres se conoce porque empeñan y cumplen su palabra (en el que las palabras son sagradas)—, no a éste en que el Estado mexicano, por ejemplo, puede firmar los Acuerdos de San Andrés y luego no cumplirlos, sin que pase nada.


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No. 65 / Diciembre 2013 - Enero 2014


Musa reaccionaria

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 

atanor-1.jpgMUSA REACCIONARIA (México, 19/07/2012) ~ La poesía es reaccionaria. Pertenece a un mundo que —como el campesino— descree del progreso y aún siente a sus dioses palpitar en los arbustos y los cerros; a ese mundo en que el valor de los hombres se conoce porque empeñan y cumplen su palabra (en el que las palabras son sagradas)—, no a éste en que el Estado mexicano, por ejemplo, puede firmar los Acuerdos de San Andrés y luego no cumplirlos, sin que pase nada. Como los campesinos, la poesía aún confía en que el valor de sus palabras está por encima del valor de los intereses que en ellas se manifiesten; en que el orden de lo dicho no va a la zaga del orden de lo hecho (sobre todo si lo hecho lo es de veras; si remite al trabajo, no a la mera especulación). Para ella, verdad y justicia son una misma cosa, que no imagina como un logro por venir —al modo de los demagogos— sino como un tesoro que el progreso ha enterrado —o, mejor, que ha sepultado— para hacernos creer que ya no existe. Su tierra prometida no queda en futuro sino en el pasado: es el Edén del que fuimos expulsados, el Edén que hay que recobrar. La poesía desconfía de las declaraciones universales, porque en ellas el hombre aparece como cualquier hombre y todos los hombres, pero jamás como un hombre concreto. Ese recelo la aparta del idealismo filosófico, con su espíritu absoluto y sus leyes de la historia. Porque para ella el tiempo no vuela como flecha, siempre en línea recta y hacia un punto fijo, sino que fluye como un río “que avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre”, como un torrente que se agita al llegar a los rápidos, pero que sabe demorarse en los remansos. No, el tiempo no es para ella un escenario neutro donde las cosas ocurren o se muestran sino una propiedad de las cosas mismas, la sustancia que las une o relaciona según su propia materia. Por eso le gusta tocar las cosas, que son concretas e inmanentes, y no alza mucho la mirada a los objetos, que son abstractos, trascendentes. Para ella las cosas nunca dejan de ser entes —por más que sean útiles, por más que sean herramientas— y sólo se siente dueña de ellas cuando a su vez las siente dueñas de sí —al modo de un padre cuando dice “Mira, éste es mi hijo”, no al modo del propietario cuando sentencia “Esa tierra es mía”. Un padre sólo puede decir “Éste es mi hijo” cuando el hijo, a su vez, puede decir: “Ése es mi padre”, pues la suya es una relación biunívoca. La tierra, en cambio, no puede decir que es suyo el hombre que la posee. Se trata de dos clases de posesión.

atanor-2.jpg Por todo esto la poesía es reaccionaria. No se ha dejado arrasar por las promesas del pensamiento moderno, por el objetivismo científico, por el idealismo burgués (y la burguesía le ha pagado esto con creces, despreciándola hoy como ninguna clase antes la había despreciado). Porque ni siquiera la poesía moderna ha dejado de mirar el mundo de otro modo que el pensamiento positivo, realista y pragmático. El mismo surrealismo, por ejemplo, buscaba —según Westphalen— implantar en este mundo lo mismo que los profetas de la antigüedad sólo pudieron soñar como parte o promesa de otro mundo. La modernidad del surrealismo consistía en eso: en querer hacer del viejo Edén un lugar real y concreto, un lugar que echara su raíz aquí, en este mundo. Zapata quería lo mismo. Son dos revoluciones que miran hacia atrás. La verdad que buscan no se crea ni se inventa: se restaura. Es una verdad que sale de la tumba, una verdad desenterrada —o, mejor, resucitada.

Este otro pensamiento —esta “otra voz”, como decía Paz— no ha logrado nunca una victoria —y aun es improbable que alguna vez lo haga—, pero ha estado siempre ahí, como testigo y contrapeso del espíritu absoluto. Ahí, como los dioses subterráneos ante los dioses de los cielos, custodiando el tesoro del mundo, la fertilidad del mundo. Un tesoro cuyas monedas son medallas —y remiten a un poder sagrado—, no mero dinero y cosa por gastar; un tesoro que mienta esa legitimidad que las leyes prefieren ocultar, pero que no podrían suprimir sin escarbar el suelo donde pisan...

Supongo por esto que ese otro pensamiento seguirá siempre ahí. Pero no soy optimista. El cambio civilizatorio que vivimos hoy es muy profundo y tendrá entre sus desenlaces la desaparición de la clase campesina, como previeron Marx y Hegel. Con ella desparecerá una manera de concebir lo humano y su relación con el mundo natural y lo divino. Ya no habrá más “hombres de palabra” —lo estamos viendo— sino tan sólo clientes que valen por “el poder de su firma”. Solamente acaso la poesía (el arte) sabrá resistir a todo esto. Cuando ya no haya religiones basadas en el logos, el verbo, la palabra —esas cosas campesinas—, en la poesía todavía hablarán los árboles, y las cosas aún responderán al ser nombradas o invocadas. La poesía será quizás aún más minoritaria que hoy, pero no se ocultará, no se volverá un conocimiento sectario, arcano y esotérico. No podría hacerlo. Porque la poesía es lengua, y la lengua es pública incluso cuando alumbra las cosas más privadas, y también porque la lengua crea sentidos nuevos, “por extensión” o “figurados”, a través de analogías y metáforas. La lengua aguanta así los embates del pensamiento racionalista (y el diccionario resiste a la enciclopedia). Mientras el habla común siga diciendo que “el sol sale y se pone” —y no se avenga a decir que es la Tierra la que gira— habrá una manera de pensar que aún confía en las palabras y no cede a la ecuación o al algoritmo. No basta eso para componer un poema, es cierto, pero ningún poema se hace sin eso.

Por eso la lengua misma es reaccionaria. Pertenece a un mundo que...

atanor-3.jpgLA PROPIEDAD: ZAPATA Y SAN AGUSTÍN(México, 21/02/2013 )~ “La tierra es de quien la trabaja”... Esta oración frasea en clave contestataria una proposición más amplia, en la que sin embargo hace pie: “La tierra es de quien la ama”. El camino que lleva de esta proposición básica a su versión zapatista— y finalmente a las leyes que ésta generó tras la Revolución—, es el mismo que va de la experiencia de la tierra que tiene un hombre (religiosa en un sentido) a la relación que la tierra establece con los hombres en cuanto comunidad (religiosa también, aunque en otro sentido). Lo que cambia en ese tránsito es el significado de la propiedad, que el orden jurídico siempre acaba traicionando. En “la tierra es de quien la ama” el ser de tiene el mismo sentido que entienden los amantes cuando se dicen “yo soy tuyo; tú eres mía”; un sentido en el que la posesión no aparece como un simple tomar y reservarse algo en exclusiva sino como un aceptar lo que a uno se le da. Cuando el amante le dice a su amor “eres mía”, lo que hace es aceptar el acto en que ella se entrega a él: recibirla; cuando le dice “soy tuyo”, se entrega él mismo, esperando que también ella lo reciba. Los amantes son uno del otro en cuanto ambos se ofrecen al otro y al mismo tiempo aceptan el don en que el otro se les entrega.

Esa clase de propiedad termina en cuanto uno de los amantes deja de entregarse, o deja de aceptar la entrega del otro. “La tierra es de quien la trabaja” expresa bien esta reciprocidad: el que trabaja la tierra la acepta como un don y se entrega a su vez a ella mediante el trabajo. En esta relación la tierra es concebida como una persona, amada y amante... La tierra es de quien la trabaja tanto como el que la trabaja es de esa tierra... Las leyes de propiedad que prevalecen hoy conciben la tierra, en cambio, como una cosa; esto es, como una entidad que no necesita entregarse ella misma para ser poseída y que por eso mismo no puede negarse a ser de otro. En consecuencia, el propietario puede extraer de su tierra una ganancia o un beneficio (jamás un don) sin entregarse a su vez a ella. Por eso creo que tienen razón las comunidades indígenas de México cuando sienten que las leyes de propiedad de la tierra que les imponen los ladinos no sólo violan sus derechos (los derechos de los indios) sino que literalmente violan a la tierra, que la fuerzan, la desacralizan y prostituyen, que la obligan a ser propiedad en el sentido de los propietarios, no en el de los amantes (Wirikuta es un ejemplo extremo de esto, pues la tierra que el gobierno entrega hoy “legalmente” a las compañías mineras canadienses no sólo es tierra, sagrada de por sí, sino que es tierra especialmente sagrada: el lugar donde, para los huicholes, comenzó la vida misma).

Si he devuelto la frase de Zapata (“La tierra es de quien la trabaja”) a su versión más elemental (“La tierra es de quien la ama”) es porque la mención del amor destaca la reciprocidad en la relación. La idea no es nueva, desde luego. A mí me ha hecho pensar en ella una frase de San Agustín, cuyo sentido he querido descifrar más allá de su evidente anti-intelectualismo. Le dice San Agustín a Dios (Confesiones V, 4): “El que sabe poseer un árbol y te da gracias por su utilidad —aunque no sepa exactamente cuántos codos tiene de alto y cuántos de ancho— es mejor que el que los mide y cuenta todas sus ramas, pero no lo posee, ni lo conoce, ni ama a su Creador”... “El que sabe poseer un árbol” es pues aquél que lo acepta como un don, y lo agradece. Esto, me parece, ilustra bien una idea en la que San Agustín insiste aquí y allá; a saber, la de que los dones han de ser devueltos. Así, le dice a su alma, por ejemplo: “Entrega a la Verdad todo lo que la Verdad te ha dado y no se perderá nada, antes al contrario, reflorecerá todo lo que hay podrido en ti” (Confesiones, IV, 11). Y más adelante: “Sin gran dificultad y sin ayuda de maestro llegué a entender la retórica, la lógica, la geometría, la música y la aritmética. Tú sabes esto, ¡oh Señor y mi Dios!, pues si un hombre es rápido en captar y fino en percibir, tiene esos dones por ti. Pero no por ello los reconocía y te los devolvía como sacrificio. Más que de provecho, eran para mí un daño, pues trataba de mantener bajo mi poder gran parte de lo que me habías dado” (Confesiones, IV, 16). Lo que San Agustín se reprueba aquí es la voluntad de apoderarse de su propia inteligencia y del conocimiento que ésta le procura (cosas ambas que también son dones), y reservarse todo para sí, para su beneficio propio. Éste es, sin duda, uno de los resortes que lo llevaron a escribir sus Confesiones. Pero a mí me sirven ahora para explicarme por qué la frase de Zapata (“La tierra es de quien la trabaja”) no significa “la tierra es de quien la merece” sino “la tierra es de quien sabe poseerla; es decir, de quien sabe agradecerla”.