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200 gramos de almendras |
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No. 65 / Diciembre 2013-Enero 2014 |
Como si estuvieran vivas, como si buscaran de siempre el cartílago inofensivo, el enramado de grasa, las tijeras del vendedor de pollo llevan dentro su propia necesidad de dividir. Mentiría si dijera que pienso en la indefensión como algo propio. En reprimir el medio kilo de corazones de pollo que alegra los dientes de mis gatos. Mentiría. El hombre tiene pericia en sonar sus tijeras y limpiar con un trapo los restos líquidos de la muerte. Sus manos de asesino serial de pollos. Y despachar. Un hombre que parece tan gustoso de darle un orden a la carne vencida, blanca como la habitación de los niños. No miento. Me alegra que alguien mate por mí una gallina, que mi abuela la meta en una tinaja de agua caliente y la desplume. Que le eche a la gata negra las vísceras incumplidas; y le muestre a sus nietos los trozos vivos de maíz dentro de buche, semillas que empezaban a morir, a germinar, a morir. Aunque el niño sueñe con la matriz y los ovarios de una gallina como un desgastado brócoli, apagado como una delgadísima rama seca de uvas sin uvas, como un brote donde empiezan a asomarse las pocas pingüicas. La gallina estaba vieja. Ya no daba huevos. El vendedor de pollo me pregunta por tercera vez: —¿qué va a llevar? |
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