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Trece
Luis Vicente de Aguinaga,
Editorial LunArena, Puebla, 2007

 

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Cómo leer este poema

Para empezar, acepte que ya existe.
Nada lo desprograma ni lo altera.
Ignorarlo es posible, como todo,
pero estos cuatro versos ya están dichos.

Otros poemas le hablarán del mundo;
los más, de la palabra y el silencio.
Éste no tiene cómplices ni amigos:
Lope de Vega ya no viene al caso.

Recórralo de golpe. No le crea;
no le dé ni trabajo ni dinero.
Desóigalo si llora: está burlándose.

Con todo, compadézcalo (a distancia):
más que autor, tiene dueño; es un esclavo.
Lo escribí contra usted, y buen provecho.


Soneto de la espera

Urgen constancias, actas, credenciales,
cuatro fotos tamaño pasaporte,
un discurso en favor de los discursos
y la fecha, y la firma, y dos testigos.

Úrgenme, desde ahora, otras dos manos,
tres pies, un gato, un dios que no se burle
ni de mí, que no sé ni de quien sepa
cuánto tarda en cruzar un cuervo el cielo.

Tanto tiempo que dura una jornada
laborable, o labriega, o laboriosa,
y uno sin alcanzar la ventanilla

donde quizá le informen, de haber suerte,
cuánto tarda un minuto en ser un año,
cuánto tarda uno mismo en ya no serlo.


Soneto del hijo

Tengo un hijo. La gente le sonríe,
le pregunta de quién son esos ojos,
baila con él canciones de animales
y el perro, el oso, el gato las corean.

Yo mismo le recuerdo esas canciones
―callándome, cantándolas a veces―
cuando, si vela, vale más que duerma
o, si llora, lo correcto es que ría.

Con las manos alcanzo a sostenerlo
si es que por algo pierdo el equilibrio:
me digo que lo tengo, y canta el gato

y en verdad me despierta en madrugadas
en que yo tengo un hijo que me toca,
me sonríe, me alcanza, me responde.

 


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