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Todos han muerto. Poesía completa (1971-2006)
José Barroeta, presentación de Eugenio Montejo, prólogo de Víctor Bravo, Candaya, Barcelona, 2006

Por Ada Salas, Harry Almela, Joaquín Marta Sosa, Alejandro Padrón, Carlos Vitale

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Acerca de "Golpe de tristeza"
por Ada Salas


Barroeta el vital —porque si algo rezuma su obra es vida vivida— rima, en este poema, con tristeza. El Barroeta humano hasta la paradoja que en Fragmentos escribió: "Amo más la tristeza/ que la palabra", y en Padre nuestro: "Soy feliz y sé hasta dónde llega mi palabra/ (...) No hay tristeza en mi corazón, padre" se ve "invadido" en este texto, por la tristeza, asaltado en una sacudida involuntaria y repentina, igual que sobreviene, precisamente, un golpe de tos.

Y rima esa tristeza con la de Quevedo y con la de Vallejo, porque hunde sus raíces en el sentido (o en el sinsentido, si se quiere), de nuestro estar sobre la tierra: el transcurso ineludible del tiempo, que es quizá, como sabemos, lo único sobre lo que se ha escrito sin descanso.  Porque tiempo es memoria y la memoria puede no ser más que, por ser pasado, un "tumor de infancia de hombres y casas abatidas", y lo vivido "un lienzo de escombros" donde el pájaro (pájaro o poema) esconde celosamente la belleza.

Esa sacudida que viene desde la tos de la madre oída en el presente real o en el presente continuo del recuerdo, tratándose de Barroeta, tiñe todo el texto de una nostalgia ácida y arrastra al poeta a esa reflexión enunciativa que advierte y abraza al lector, sin preámbulos, desde el inicio: "Transitamos un júbilo extraño/ de festejo agónico...".

Dos versos en la clave del oxímoron que es, al cabo, la existencia: una celebración amenazada por la muerte, un júbilo irracional, inexplicado, que se mezcla con lo oscuro, porque, como dice Barroeta en el final de otro poema impresionante: "Esa tristeza es anterior al vientre,/ sus causas están en la vida/ grises y echadas como perras sobre el esplendor." ("Quedo de nuevo", p.152

"Golpe de tristeza" se llama este poema incluido en el libro Todos han muerto y que reúne, en fin,  una concentración fulgurante de imágenes y resume, creo, la obra de un poeta grande capaz de nombrar a un tiempo la cara más amarga de la  lucidez y el filo más agudo de la ternura.



Arte de anochecer
Por Harry Almela


En alguna línea de Nombres propios, Víctor Valera Mora nos regala este verso luminoso e intrigante, que juega con una frase leída seguramente en El Aleph: "Pepe Pepe Dionisius Pepe Dionisio Paolini Pepe atolondrado/ Pepe ganado para siempre soy yo el diablo." Habla, por supuesto, de nuestro Pepe, del atravesado por las banderas del delirio sosegado, el bienaventurado hijo de la copa de huesos de la Pandilla de Lautremont, en fin, del poeta José María Barroeta Paolini, natural de alguna nube sin bies ni escotes y venido al mundo en Pampanito (Trujillo), seguramente una noche de grandes tormentas celestes y terrestres, el año de Dios de 1942. Navegante a bolina de la modernidad poética venezolana, a medio camino entre la cólera de Baudelaire y la serenidad de William Carlos Williams, su voz y sus ojos inquietos han sabido descifrar el tránsito por esta tierra, entre heredades toscas y alquimias de la hermosura, sin dejarse enamorar por el fondo de los alcoholes citadinos, pues ha sido fiel a la tradición de todos sus paisajes.

Sus primeros libros (Perfiles, 1959 y Poemas, 1966) constituyen actualmente una rareza y en las más recientes compilaciones (Obra poética. 1971-1996, Mérida, Rectorado de la Universidad de los Andes, colección «El otro, el mismo»; Todos han muerto, 1971-2006, Candaya), tales títulos no aparecen. Es con Todos han muerto (Caracas, Monte Ávila Editores, 1971) que se inician los compendios. Allí están dibujadas, para siempre, las texturas y rugosidades de una poesía que ha escogido bien a sus lectores y que subterráneamente y en silencio se ha convertido en una de las voces más auténticas de la poesía venezolana.

Nacida bajo la luz de los nostálgicos años sesenta y setenta, la poesía de Barroeta siempre asombra por su luminosidad y lirismo, por su manera de nombrar y fundar el mundo desde la mirada de un niño asceta y entusiasta que contempla las pequeñas consagraciones de la vida en constante movimiento, mientras adviene la devastación de la mudez. Toda su obra está atravesada por la fascinación de quien ha venido al mundo para cantarnos las buenas nuevas, por la certeza de un ángel escapado del Paraíso quien, vestido de paisano, nos cuenta las maravillas del reino mientras anuncia el advenimiento del final:

       Algo marchará mal
       para que sea así la vida. Algo que no es el resplandor
       ni el Cristo.
       Un brebaje,
       ansioso como el rocío en vuestros campos de sangre,
       lleva lo que no siendo música del espíritu, arrástrame
       piadoso a la muerte.
       Qué bello es el mal de hoy. Cuando la caída de sus pestañas
       no regocija.
       El viento adulto me festeja entre árboles grandes.
       Precisamente hoy que comienzo a vivir
       otro fracaso me aguarda.

       ("Hoy que comienzo a vivir")


Como buen infractor de la racionalidad (la frase se la debo a Rafael Rattia), Barroeta confiesa, sin rubor, que anda vestido de boscajes en medio de pastos de luna de Málaga. También nos habla de las buenas costumbres de un hombre feliz encaramado a la copa de un árbol:

       Cuando el loco Pernía se vino caminando
       desde Cabimas hasta el pueblo
      
—trescientos son los kilómetros que separan
       un punto de otro
—,
       halló las aguas del Motatán crecidas.
       Miró un inmenso árbol que arrancado de cuajo
       por la tempestad del día
       daba sus hojas muertas al paisaje del mundo,
       y dijo:
       "este árbol es el espíritu vegetal
       de la mujer que no he tenido nunca",
       y con el goce de quien encuentra no formas
       sino sentido en la cruz,
       se lo echó a cuestas y solito lo llevó hasta
       el pueblo. Y luego de sembrarlo en la casa
       de una de sus hermanas que lo amaba por loco,
       se marchó volando con él, entre las hojas.


       ("Un loco")
       


Este lirismo sustantivo es lo que más me ha enamorado de su poesía, cuyo magnetismo estriba precisamente en la resistencia de los bordes de la esfera, en ese exacto punto de tensión entre lo perfecto y lo imperfecto, en la frontera entre lo que aspira la poesía y lo que es la vida, como si asistiéramos a la creación de un espacio con respiraciones propias. Una poesía sustantiva que ha sabido hacer diana en los blancos más constantes de la poesía venezolana: la infancia (como nostalgia), el paisaje (como presencia), el tema amoroso (como celebración) y la muerte (como destino).

Siguiendo los consejos del viejo Rilke, Barroeta ha sabido sobrevivir a su infancia, asunto constante en toda su obra, como si fuese el piso más sólido sobre el cual levanta y vuelve a levantar su edificio. Pero el tono nostálgico que el tema supone no es, en modo alguno, sólo la deificación de un recuerdo. Más bien se coloca en los textos como transfiguración, como excusa de un presente que marca surcos en la cotidianidad pasajera. El reino de la infancia es una constante en la poesía venezolana porque ante la realidad amenazante y huidiza, irregular y movediza, la única tierra firme de la que podemos echar mano para sentirnos en continuidad con algo, es precisamente el tesoro de los primeros años. Así, al hablar de su padre, Barroeta dice:

   Bajo su peso no obtendré ninguna dicha. Su demonio arderá
   en la noche campestre y la silueta de sus ojos habrá de ser
        [borrada
   en los inviernos. Sin embargo, cuanto trato de reconocerme,
   voy a su encuentro. Abandono la ciudad y me tiendo sobre
        [la tierra roja bajo el cielo rojo.

   ("Testimonio")

Acá cabe señalar que Barroeta es uno de los pocos poetas venezolanos a quienes la presencia del padre le aturde o le conmueve. Punto de referencia con el paraíso de la infancia, el padre de costumbres campesinas acecha en un país que no se caracteriza precisamente por sus sanas relaciones con la figura paterna. No es casual, además, que uno de los pocos ensayos sobre el tema del padre en la poesía venezolana, se le deba a Barroeta.

Pero esa continuidad en el tiempo no puede carecer de espacio. Tiempo y espacio se necesitan para conferir cohesión a nuestras trivialidades y desasosiegos. Es en el mundo real, en el espacio, donde ocurren las cosas de todos nuestros tiempos personales, donde practicamos las buenas y las malas costumbres, donde percibimos nuestra precariedad:

       Cada día mi sombra renuncia más a mí
       cada día mis fábulas forman parte de un mundo
       imposible y en ruinas
       cada día mis espejismos y mi invencionario dejan de ser
       me abandonan en los límites de una ciudad rodeada
       por montañas altas
       por calles estrechas
       por gentes y por casas frías.
       Presiento que ahora no pertenezco a ninguna aventura
       sino a la vida.

       ("Invencionario")

En cuanto al tema amoroso, el poeta cumple sus rituales. El sosiego y la celebración, la mala costumbre de la buena compañía erótica, se convierte en su poesía en canto que celebra no sólo el cuerpo, sino básicamente la aventura cotidiana de compartir la iluminación:

       No han llegado palabras sino actos
       al poema.
       ¿Cómo hago yo: recojo lenguaje o actos,
       los combino?
       Qué debo poner en la página:
       lo que oí, lo que dijeron todos antes de marchar,
       el mal tiempo, el ruido que acompaña.
       ¿Trataré de ser claro en la página?
       Espero que se cope de signos
       seré riguroso y oscuro.
       Ahora sí, amor mío, estoy confundido.
       ¿Qué debo poner?: palabras, objetos, emociones,
       falsas trampas mías con la vida.
       ¿Qué debo confesar o expiar en esta cruz vacía
       que aguanta sangre de la resurrección?
       Dímelo tú y estaré contento.
       No importa
       si tu verbo no sirve en el poema
       sirve para el fracaso.

       ("Diálogos del poema y la mujer")

En cuanto al tema de la muerte, Barroeta habla acerca de ella con el fulgor y la pasión de los que vienen de regreso, "A todo evento" continúa a su manera el célebre Ed é subito sera que leímos una vez en Quasimodo, pero con el destello personal de quien conoce a fondo (en palabra y en su vida) la poesía de César Vallejo. En muchas de sus líneas, Barroeta le rinde homenaje. El título de su primer poemario es la primera frase de “La violencia de las horas” del poeta peruano. Y también está presente en este poema del libro Culpas de juglar:

       Yo quería escribir pero no pude
       tenía la voz cerrada VALLEJO. Me había metido
       en una cantina sucia como la madre
       nada ni el corazón ni los huesos podían decir.
       Me preguntaban y respondía con lágrimas
       con cabezas rojas, celestes.
       Yo quería dar y jugar y soñar un mano a mano con la muerte
       y me gustaba más la nada que el olvido
       Yo no te pregunto cómo será tu muerte de poeta enterrado  
             [
entre nosotros.
       No puedo y me cierro en los huesos de esa mujer tan larga
 
      
tan extensa y tan vieja en los cielos de uno.
       La tierra no ha comenzado todavía, POETA,
       tú te pareces a la muerte y a lo que viví
.

     
(“Homenaje a Vallejo”).

 


Es dable suponer que una poética sostenida sobre las variables de la infancia, el amor, el paisaje y la muerte, sea una de las que mejor ha sabido resumir la pertenencia de la poesía venezolana a una historia y a un imaginario. Quizá por eso, la poesía de José Barroeta siempre está en cualquier cabecera, junto a los otros que siempre nos acompañan. Poesía de estremecimientos fundacionales, escrita en clave cotidiana, ha sabido aunar lo contingente a lo eterno, como le gustaba decir a Baudelaire. Y como el francés, Pepe Barroeta canta y se siente indefenso ante un mundo que nos ha arrebatado la inocencia en esa disputa entre el tiempo que pasa y la entidad que perdura. Entre ardores campesinos y las dolorosas luces de la ciudad, transcurre esta poesía clara y misteriosa, llena de la candidez pecaminosa de algún mundo visto por un niño por primera vez. De un niño sabio que aprendió a mirar lo que está oculto del otro lado de la orilla, y vino a contárnoslo con todos sus detalles. Porque vista así, a la orilla de este lado le sobran y le faltan misterios. Quien ha vivido o soñado con bosques, luces y demonios, lo sabe.


Postscriptum

Recién cinco meses después de la escritura de este texto, asistimos en la Mérida del río Albarregas y de las cumbres nevadas, al bautizo de lo que viene a ser la primera publicación de la obra de Barroeta en España, gracias a la amorosas manos de la editorial Candaya (colección poesía, número 6), con presentación de Eugenio Montejo y prólogo de Víctor Bravo. Le hace buena compañía un CD con varios poemas, leídos por el propio autor Todos han muerto (1971-2006) recoge la poesía completa de este niño prestado al mundo, que regresó al seno del Padre la mañana del 6 de junio de 2006 (bajo protesta y con llovizna pertinaz, supongo), pocas semanas antes de esa cita en la Ciudad de los Caballeros, anunciada con alegría por él mismo a sus amigos.

Cuando llegué, no quise preguntar por los detalles, sabedor de su ya larga y extenuante contienda con lo que viene a ser precisamente el asunto central de su último libro recogido en este volumen, Elegías y olvidos. Pocos en nuestra lengua han sabido cantarle al tema mayor de nuestra vida, con tanta locura, frenesí y respeto, con los ademanes propios de quien ha aprendido a volar cometas bajo un cielo encapotado, sabedor de que al final vendrá la lluvia, y el sabio y delicioso juguete será sólo destrozos.

Ubicar lo eterno en lo cotidiano es difícil y laborioso. Hacer de los terribles acontecimientos ocurridos en diciembre de 1999 en varias poblaciones de las costas venezolanas un punto de encuentro para la poesía, es uno de los puntos culminantes de este libro:

       Eliécer
       cuántos de los tuyos murieron
       en la vaguada
       cuántos arrastrados por las aguas
       fueron a dar en cuerpo y alma
       contra las rocas del juicio final.
       Tú tan entregado a los trabajos y los días
       agradecías al cielo el fruto de los cultivos
       bebías luego tu brandy
       hablabas del frío del café
       de las faenas de año.
       Trataste de salvar a tu hijo
       pero el río y la noche se lo llevaron
       lejos.
       Buscas vida en el barro
       sólo encuentras cuerpos podridos
       casas despedazadas
       mientras el teniente coronel
       ordena el reparto de alimentos fúnebres
       y campos de concentración para damnificados.
       Tú miras Eliécer el valle de los muertos
       esperando que el mundo arranque tus ojos.

       (“Juicio final”)

Pocos como Barroeta, en su lirismo llano, ha sabido retener, sin conocerlo, el instante preciso del que habla Rilke, donde por fin somos dueños de nosotros mismos. Pocos como él podrán escribir un poema como el que termina el libro: 

       Pasó el año nuevo
       y reventaron los pulmones.
       En mi pared bronquial
       con arquitectura parcialmente alterada
       por neoplasia maligna epitelial
       las células se disponen en nidos y cestos
       fragmentando el sonoro tejido de la noche.
       Soñé contigo.
       Nos tendieron desnudos en la mesa de
       la Lección de Anatomía.
       No pudieron arrancarnos la nubes del cuerpo
       la luz del año nuevo parecía un escalpelo
       en tu vesícula.
       Dormí entre tus cuernos y el día
       esperando el roce de las gaviotas.
       Tan lejos como estamos del mar
       a la hora de los imponderables
       vienen siempre un oleaje y un mascarón de proa
       para que soltemos las amarras.
       Arriba donde el huracán hala
       soy tu cadáver
       el gran ocio.
       Entre tus litorales y el miedo hermafrodita
       el epitelio del sexo en alta mar
       erecto y en enjambre.


       (“Enero – 4 y 30 AM”)

 


La muerte supo esperarlo como sólo lo hace una novia de la infancia. Quizás se tomó un trago con ella en el bar de la esquina de su casa, minutos antes de partir. Allí alzó su copa  y brindó por el mundo y por los amigos, por los que quedamos ateridos a las grandes preguntas celestes de las que habla Antonio Cisneros, mientras también nos llegue el resplandor.


Todos han muerto, supongo. Todos han muerto, menos Pepe Barroeta.



La poesía es el delirio de la imaginación
Por Joaquín Marta Sosa
                               

De todos los que hemos intervenido en este periplo de homenaje a Pepe Barroeta, creo que soy yo el único que en algún momento mantuvo con él diferencias agresivas. No fueron poéticas sino políticas. En la Universidad Central de Venezuela, donde ambos estudiábamos, él ejercía de muy activo militante de la izquierda comunista y yo de la democristiana. Como es de rigor, las izquierdas andaban de las greñas y estas dos a veces se enfrentaban en verdaderas batallas campales en los predios de cualquier facultad. Entonces él y yo nos medíamos, nos apuntábamos piedra en mano y disparábamos el guijarro hacia la cabeza del otro. Jamás acertamos, y presumo que no por mala puntería o flojedad en el lanzamiento sino porque en el fondo no queríamos atizarnos.

Años más tarde, trabajando él en la Universidad de Carabobo (situada en la ciudad de la Valencia venezolana), volvimos a encontrarnos, esta vez, al fin, por razones de poesía: la primera publicación de la obra completa de Ernesto Cardenal en una edición que resultó poco menos que monumental. Pero entonces yo era abstemio, así que nuestras conversaciones carecieron de las magias del alcohol. Y ahora que he dejado ese vicio, él ya no está para encontrarnos con largas copas por delante. Y lo siento de verdad.

Pero a lo que vamos. El poema que traigo a estas páginas, nos lo encontramos en Fuerza del día (1985), cuarto poemario que publicaba José Barroeta de los apenas seis, uno de ellos póstumo, que decidió entregar a los lectores. Poeta, pues, de obra tan breve que, me parece, terminó por favorecer su ancha hondura, empeñado uno tras otro, libro a libro, poema a poema en descubrirse en las cuestiones que para él resultaron las cruciales en su ocupación humana y poética: nacer, vivir, amar como el océano, viajar, hacer y cultivar amigos, serles fiel, ver morir y morir. La vida está en sus poemas como lo que es, un mapa dibujado por tres ríos, pocas ciudades, cinco amigos, las amadas, los hijos y un mar multiplicado. Y en el interior de esa topografía sólo hubo lugar para aquello que es volcánico, intenso, crepitante, que riega con el signo de lo íngrimo y perecedero dudas e incertidumbres, nostalgias y evocaciones. Convertir en suya esa entidad de lo humano es lo que dotó de sentido y de conciencia moral a su poesía.

Fuerza del día es un poemario del que nos habituamos a dejar de lado o pasar por él de puntillas, mencionándolo apenas como si se tratara de un intruso que poca novedad ofrece entre sus páginas. Descreo a fondo de este criterio pues tengo para mí que es un libro fundamental en el curso del oficio de juglar mayor al que Barroeta se dedicó entre lapsos de silencio. En él viene a cristalizar la poesía de sus tres libros anteriores, en él se decanta, y con sobrecogimiento y constancia adquiere el perfume y el reposo de los vinos maduros, del corazón que alcanza su sitio y fuerza bajo el sol en ese combate insaciable que libró desde esa su tan personal emotividad que vivía entre la casa nocturna y el diamante diurno, en ese filo precario, quebradizo, peligroso que une y separa luz y sombra. No en vano si a este poemario lo tituló Fuerza del día, el anterior se tituló Arte de anochecer .

Puesto ya en el camino, digo que mi interés ante la obra de un poeta, más allá de sus tópicos y preocupaciones temáticas, de su élan reflexivo, se condensa en la poética que me “revela”, es decir, en la sensibilidad y las armas que va elaborando para convertir en arte de poesía, en visión poética aquello que toca la médula de su conciencia moral y emocional. Y “Cosas del mar” resulta un poema capital en ese universo pertinaz de Pepe Barroeta pues en él constatamos, como si se tratara de un manojo de llaves, las refinadas claves, todas, de cada una de las puertas que dan al interior de su entrañable estación poética. Aquí está la autobiografía como territorio del que se desprende, en el que se descubre y arrebata la posibilidad y necesidad poéticas desde un yo jamás disimulado, apenas eludido en ese “ausente” que pone  la distancia necesaria para que la voz poética personalísima, íntima, pueda hacerse parte de todos.

De ese modo la constelación de su poética es un desgarro, melodramático en ocasiones (me sigo sorprendiendo ante esos poetas e intelectuales que desdeñan por igual al deporte, la televisión y el melodrama: ¿será porque constituyen el placer gozoso de la mayoría?), es decir, trágico tanto en felicidad como en desdicha. De allí, otra vez, el mar que vincula y hace unidad día y noche, cercanía y lejanía, ausencia con  presencia, ángeles y tierra, sostenido por un discurso donde la imaginación es el horno y lo sensible, el fuego, desde los que se eleva la irradiación poética de Pepe Barroeta.

Este poema deviene, templado desde la voz en off de un tercero, en monólogo y confesión, en apertura de sentidos y conciencia hacia el cosmos para que éste habite en esa mismidad que es el poeta en su esfuerzo denodado por enraizarse como alter ego de todo aquel que se acerque y avecine en sus poemas. Monólogo narrativo que va descubriendo en el mar, en la bahía, en los cielos, en los mundos del allá y del acá y del adentro la humanidad propia y, acaso, también la otredad a la que por obligación perteneceremos.

Viajes, océanos, muelles, partidas y llegadas; luz de estrellas o terrestres; noche en los cielos o en las olas; y ese dios (escrito con minúscula, menos en dos, en todos sus poemas) que siempre asoma como en un pulso religioso del que el poeta está invadido, y jamás lo recela o rechaza, pero su poética está escrita para colocarlo a ras del hombre, a su altura (de allí que predominen, sospecho, las minúsculas). Así, la “teología” poética de Barroeta consiste en la poesía como oración que invoca y convoca a hombres y mujeres, a mujeres y hombres, de su linaje, de su amor, de su amistad, de su tiempo y de otros, y son ellos, nadie más, y menos que nadie los habitantes de la evanescencia metafísica, los rostros visibles del dios, los ojos donde la totalidad del cosmos terrestre permanece encendida.

Digámoslo sin rodeos, la poética de Barroeta apuesta por la imaginación luminosa, por el relato discursivo que anula tiempos y espacios, por el sentimiento trágico del amor y la mortalidad, pulsados tanto desde el predominio musical de los adagios como en una tal claridad en la exposición poética que impulsó a una afirmación de Octavio Paz (“hasta el poema más oscuro es claro”) que se corresponde sin disonancia alguna con el caso de Pepe Barroeta, y este poema, Cosas del mar,  es uno de los más poderosos ejemplos de que hasta sus poemas más claros son oscuros y hasta los más oscuros irradian claridad. Y no se trata de ambigüedad alguna sino de la abierta mixtura y pluralidad propia de todo poeta verdadero.

El secreto final de esta poética, que parte, como todas, de la pregunta miliar acerca del  qué somos en tanto espacio del tiempo, consiste en responder que somos claridad en plena noche y oscuridad en las manos del día, añorantes de revelaciones y sumergidos en el misterio que sólo un lenguaje hecho de cuchillos y de seda, de música y silencio puede dirimir, pues si no otro lujo nos dice su poética, y los hay varios, que al menos tengamos el que nos ha sido ofrendado: el lujo del lenguaje y de su música como cúspide de alta humanidad.



De la mano de Noviembre
Por Alejandro Padrón


El azar me condujo a Noviembre y caí en uno de los temas preferidos del poeta amigo al abrir de manera casual la impecable edición de Todos han muerto de la editorial Candaya, justo en el “Arte de anochecer” (1975) de Noviembre.

Pepe me contó una vez que pudo llorar a su padre, solo diez años después de de haberse muerto:

—Inconsolable fue mi llanto— me dijo.

Había cabalgado en su dolor con el silencio de los mediodías como los que pasaba en las resolanas de Pampanito, su aldea trujillana, en las horas de la canícula.

Y comenzó a perderse desde entonces en la insondable figura del patriarca. Agarrado de la mano de Noviembre salió en peregrinaje hacia la montaña. Partió con su cáscara de huesos y su racimo de ojos a rastrear al padre. A volverse la sombra de su encuentro, a desentrañar en la penumbra el cadáver del Rey en el paisaje.

Noviembre, el más sonoro de todos los meses: ¡NOVIEMBRE!, como casi toda la poesía de José Barroeta, habla de muertos, de mujeres amadas, y navega entre metáforas e hipérboles llenas de asombro: “Tengo el cuerpo lleno de manzanas…” o “Entremos al cadáver por lo huecos de oro/ que abren los conejos…” dice el poeta alucinado.

La poesía venezolana —y la de Pepe no se escapa— está impregnada de la figura paterna. Y ha bebido de fuentes fundacionales como la del gran poeta Vicente Gerbasi, “el viejo lobo” de todos los lobos; esto dice Ramón Palomares, otro gran poeta trujillano, al introducir en nuestra lírica al padre como temática nacional: “Padre mío, padre de mi huracán y de mi poesía…” Así comienza “Mi padre el inmigrante” ese vigoroso poema del viejo Gerbasi, ahora de paseo por la eternidad.

En su deambular por la vida, y en sus frecuentes incursiones académicas —refugios protectores de su agitada existencia— Pepe incursionó con su tesis doctoral en la temática sobre el padre. Tutoriado por el malogrado Saúl Yurkievich, pudo escribir con honores: La figura del padre en la poesía venezolana, obra referencial y esencial que se une a la mencionada temática igual que lo hace Yolanda Pantin en La épica del padre (2002), o Carlos Pacheco en una compilación de ensayos recogidos en La patria y el parricidio (2001), entre otros autores.

Noviembre es también un poema fundador de esa tendencia que indaga en el misterio de la figura paterna desaparecida. Presente en las rocas, en las arboledas de la sierra y en el aliento de las montañas de su región paramera.

La concepción freudiana  del ajuste de cuentas con el padre nos lleva, al mismo tiempo, al nacimiento de la vida y al espanto de la muerte, dos caras de una misma moneda. Extremos de tránsito del poeta en su alocada carrera en busca del arte.

Con Noviembre, José Barroeta indaga sobre ese fantasma y corre, se apresura y se adentra para vivir o morir en paz con su progenitor llevado de la mano de Noviembre, personaje capaz de haberlo catapultado en las colinas de sus atardeceres, porque supo, desde siempre, como lo dijera él mismo:

        ... que en cualquier lugar está mi padre muerto
       nutrido de ese amor que pongo a la noche cuando lo busco.
 

                                                        Mérida, Venezuela, mayo de 2007

José Barroeta
Por Carlos Vitale

Los hay que cuando queremos escribir una “novela río” nos sale un aforismo. Otros, en cambio, tienen siempre la medida justa del poema. Es el caso de José Barroeta. Sólo por eso deberíamos considerarlo un maestro. Pero en la obra de Barroeta hay muchas más cosas. En especial, una, en mi opinión, que lo convierte en un espinoso modelo, al que es aventurado emular: Barroeta nunca hace trampas, no juega con cartas marcadas ni guarda ases en la manga. Tanto en los versos dados como en los creados por inspiración inducida, Barroeta se lanza al poema a cuerpo descubierto, alejado de toda reticencia. La morada del poeta es el filo de una navaja, una cuerda floja sobre la que atravesar un abismo en el que ninguna culpa queda sin pagar. Arrasado por la incertidumbre, jugándose la vida en cada paso, el espacio del poema es reducido pero inabarcable, el poeta no encuentra más asidero que el silencio, ni más disfrute que la llegada de la muerte. El poema, el silencio y la muerte, tres compañías inhóspitas y seductoras, con las que, en efecto, “es difícil vivir”.


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