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portada-fugitiva.jpg Fugitiva ciudad
Manuel Rico
Hiperión,
Madrid, 2012.

Por Juan Carlos Abril
 

No. 67 / Marzo 2014




Manuel Rico (Madrid, 1952) es uno de los poetas españoles más importantes actuales, y lo demuestra una larga trayectoria corroborada por una voz que con los años se ha ido asentado en el panorama siempre magmático de las generaciones y los estilos. Más allá precisamente de generaciones y estilos se encuentra su obra, en la que se inscriben títulos como Donde nunca hubo ángeles (2003), De viejas estaciones invernales (2006), y ahora Fugitiva ciudad (2012), el libro que aquí nos ocupa. Si algo ha demostrado Manuel Rico a lo largo de sus entregas, ha sido una independencia a través de la cual ha realizado una singular lectura de las últimas tradiciones en las que se han desarrollado las poéticas contemporáneas. Quizá desde esa óptica podríamos leer Fugitiva ciudad, un título que no ha pasado desapercibido a los lectores —recordemos que la poesía no tiene público pero sí lectores— por su alta intensidad emocional, su tensión ideológica —comprometida— y su crítica de todo lo que nos dejó ya para siempre y a lo que pertenecimos. Llama la atención, en ese sentido, las conexiones con La otra sentimentalidad —la corriente marxista granadina que luego se diluyó en la práctica sociológica de la poesía de la experiencia— que, más allá de una influencia, se plantea como una lectura personal de lo que significó la izquierda en una época, unas aspiraciones colectivas y unos planteamientos políticos que se compartieron en España a finales de los setenta y durante los ochenta, y que lejos de ser unos postulados «fechados», ahora podemos observar a las claras que de un modo u otro siguen vigentes siempre que alguien es capaz de actualizarlos y realizar poemas como los que nos ha regalado Rico. Lectura personal o, mejor dicho, relectura, por lo que implica de mirada retrospectiva hacia un tiempo ido, pero a la vez ejercicio personal de indagación histórica, en el seno de los debates del engagement y en la sentimentalidad de una época determinada, vivida de manera absolutamente personal y con aquellas claves generacionales que se compartieron entre la progresía de entonces.También una mirada a veces resignada, a veces enfadada, y otras melancólica, hacia un pasado que ha sido absorbido por una mentalidad posmoderna —instrumentalizada por un consumismo en el que se ha abolido el humanismo— en la que todo en lo que se creyó en un tiempo —la lucha utópica, las esperanzas colectivas, la creencia en una sociedad mejor y más justa— ha sido devorado por la indolencia del capitalismo tardío y el fin del sueño ilustrado.

Dicho esto, tanto por curiosidad estilística como por rasgo definitorio e identitario dentro de un marco de alto voltaje ideológico, la lectura de Fugitiva ciudad es un auténtico placer para el lector que busca poemas en los que haya vida, historia, aventura, anécdota, reflexión y emoción. El personaje principal que deambula por estos textos —y que podríamos convenir que se identifica con el poeta, pero no necesariamente— se adentra en los años de la madurez y realiza una visión no siempre plácida de lo vivido, con la dignidad todavía erguida y con un puñado de buenas razones por las que sobrevivir y seguir luchando. Hay razones antiguas que siguen siendo válidas, a pesar de los tiempos de niebla que vivimos. Y, por cierto, la palabra «niebla» aparece muchas veces en Fugitiva ciudad, ciudad que huye literalmente, pero también que se confunde entre la niebla, ante nuestros ojos. Niebla que se repite, con su consecuente simbología, hasta el punto de que la voz poemática se defina como «hijo(s) de la niebla» (p. 82).

En el libro impera una narratividad de gran calibre, la cual va serpenteando por los versos de una manera rítmicamente ajustada, y que nos lleva de la mano durante toda la lectura de este conjunto de poemas. En muchas ocasiones asistimos más bien a fragmentos de un discurso ideológico, y podría establecerse fácilmente una relación entre narratividad y discursividad, ya que hay una extracción directa del pensamiento de izquierdas —en este caso no hegemónico— en sus contradicciones de hoy. Este discurso, bien elaborado y engarzado, con numerosos guiños intratextuales, temáticos y estructurales, pertenece a lo que Roland Barthes denominó «fragmentos de un discurso amoroso». Un discurso disperso por antonomasia, como podría ser esta estrofa…

Pero hoy, ya crecido y sin frío,
te amo sin culpa y diferente.
Borro sombras de antaño, pertenezco
a una raza de fiebres y desórdenes, escarbo
más allá de tu jersey, busco esquinas
y habitaciones que te abriguen,
y me dejo llover.
                          (p. 31)

«Nebulosa» (pp. 13-14) luego aparece de nuevo en «Contra la Enciclopedia» (p. 21), y «Rémoras del origen» (pp. 16-17) posee una réplica en «Fin y principio de siglo» (p. 23), y, por citar otro, algunas nociones y conceptos de «Bukowski, Madrid, ella» (p. 25), luego se ven duplicados en «Certeza» (pp. 31-32). Podríamos señalar otros, pero las idas y venidas son una constante en esta primera parte del poemario, la más extensa, un rasgo que resalta la estructura estilística. Otras relaciones se podrían establecer en el sueño colectivo que una vez aunó a millones de trabajadores, y que se ve representado «En la tumba de Gramsci» (pp. 18-19), con «Berlín, 1989» (p. 22).

Los homenajes a Pier Paolo Pasolini, en ese sentido, son evidentes, cuando el autor monologa ante la tumba del pensador marxista sardo, muerto en las cárceles mussolinianas. De igual forma destaca el homenaje que se realiza a la Generación del 50, con las citas de Jaime Gil de Biedma en varios momentos de la cuarta parte, «IV. Formentor, medio siglo. 1959-2009», en una conexión con la izquierda de mediados de siglo y de unos planteamientos que, al menos poéticamente, cobran de nuevo actualidad. Hace falta mirar hacia atrás para rescatar lo que merece la pena de lo que dejamos. No todo el pasado, por ser ido, es peor. De hecho, Fugitiva ciudad vuelve una y otra vez hacia el tema urbano, un tema que revive ahora como en «Día no laborable en el polígono industrial» (p. 63), o en «El barrio que fue mío» (pp. 64-65). Ciudad, por tanto, con muchos recovecos y callejones, sótanos y cielos para descubrir y transitar, y que hay que recorrer en todo su esplendor. Manuel Rico nos ha entregado un libro necesario y útil, emocionante y lúcido, donde hemos podido hallar una voz que nos hacía falta.





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