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No. 67/ Marzo 2014



Hermann Bellinghausen
(Ciudad de México, 1953)



Miranda


Visitante furtiva en la turquesa me miras,
y mira cómo, con ojos de almendra,
semilla de girasol pelada y atenta.
Ya no quiero cosas, objetos múltiples
y caros, inaccesibles
como no sea robando.
Entonces, ¿por qué me miras así,
con tanta promesa, como si yo para ti de veras,
como si en esa tu dulzura
me quisieras? Qué engendro del bien
adivino cuando sales del letargo,
levantas los párpados y me pones tus iris tremendos,
me socavas la retina, me bajas
el cerebro al entrepierna, me lo sublevas.
Si te das cuenta, ¿por qué lo haces?
No soy diamante, ni siquiera piedra,
soy cualquiera. ¿Con qué visión me alhajas?
¿Con qué recuerdo de haberme tocado te quedas?
No sé si me sueñas cuando relampagueas.

Te engañas o me engañas.
El mundo querrá prohibirte si cedo,
y la marca de indecente no me la quitaría
ni con agua de lejía.
Soplan olas en el sarape verde de las hojas
de la plantación y el bosque.
Es hora de partir, se hace tarde.
Deja de mirarme. Y si insistes,
pon aquí tus manos, y aquí,
y no me sueltes, que me caigo.






Surrealismo


Siendo aún joven el siglo
la imagen de las garitas y los guardianes era melancólica,
hombres jóvenes y solos pensaban en la mujer amada
noches largas en poder de los búhos y los murciélagos,
cuando las banderas no se distinguen bien,
los rostros se borran
y todos los gatos son pardos.

Por esas garitas paseaba André Breton fumando una pipa
que era una pipa de Magritte,
y extendía actas de defunción
a los cadáveres exquisitos que encontraba
caídos en largas noches de parranda
con sus contlapaches de batalla
de cuyos nombres no quiero acordarme.
Un amigo suyo colgaba excusados
en las galerías
y la gente se orinaba en el arte
porque la asociación automática,
porque la urdimbre de los sueños,
porque Nadja desnuda
tras los velos que cuelgan del aire.
Reclinado como una gárgola
el comandante Breton repartía órdenes
que nadie obedecía.
Unos se fueron a las guerras,
y en alguna murieron.
A los demás los expulsó blandiendo
una espada de cristal que se le rompió un día
y quedó solo y aburrido,
en la garita de los guardias,
fumando la pipa que era una pipa de Magritte.
Inmune al teatro de la crueldad
y luego al del absurdo,
deshojó docenas de margaritas
y sobre un lecho de pétalos
hundió su peso en una vía láctea de recuerdos.
Heredó a las hijas del mundo el deseo
de ser amadas locamente.
Ardió en fiebre con el sol de la certidumbre
en el estómago.

Después se apagó
como los buenos sargentos.