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portada-fugitiva.jpg Fugitiva ciudad
Manuel Rico
Hiperión
Madrid, 2012.

 
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No. 67 / Marzo 2014


 

De la orfandad completa

                                          A Águeda Lucía (1920-1998), la madre


El aire lleva indicios
de los días inestables donde habita
la primavera rota de la madre, la primavera
que nunca llegaría —ella soñaba,
en los pasillos de la muerte
de una casa prestada, jamás suya,
la floración de los frutales y la lluvia de abril—,
los días de aquel marzo de mil novecientos
noventa y ocho
que no llegaron pues la muerte
fue el anticipo del silencio, el olor de los éteres y de la metadona,
el frío de la calle y de la noche
desahuciada.

Estabas solo cuando el silencio negro.
Solo con ella cuando el silencio de afilado cristal
fue definitivo, agrio segundo, hueco
de eterna duración.
Solo con el tiempo desguazado
en la casa que no fue nunca suya ni de nadie.

Hay días que se sueñan y temen, días
que no  florecen,
en los que el aire, y la ciudad, y el agua,
se llenan de silencios y de niebla,
te saben a infancias ya prescritas y a bufandas de lana,
a mantas que no sirven, a días casi inmóviles
de pócimas inútiles: como aquel de febrero
de la orfandad completa y de la madre rota
de mil novecientos
noventa y ocho.



Hoy te miro y te sueño
de piel acariciable y medias negras,
de puta primeriza y sexo ineducado,
de habitación pequeña y colcha sin embozo,
de agridulce sonrisa y noche triste.

Tal vez porque el recuerdo pinte
a un mujer muy joven, esculpida
con la voz quebradiza junto a mesas ocultas
de perdidos cafés frente a innombrados parques
cercados por el ocre en la puerta de octubre,
te sueño de esa guisa y me estremezco
al oír tu pasado: la madera
del banco donde, a veces, nos hablaba
la soledad. La noticia del agua acariciando
puertos que te acogieron mientras leías
relatos de Cortázar o confusos informes
prescribiendo utopías y huelgas generales, la barraca
muriéndose en la tarde de un diciembre de hielo
mientras yo disparaba a inseguros muñecos
en un carrusel de invierno, justo al borde
de la ciudad que despertaba
de la más larga noche.

Pero hoy te miro. Los años
no te desdibujan ni te vencen.
Te han llenado de vida y de señales.
hablan de mí también, de nuestra historia
de perezas y dudas, de fiebres y de olvido,
de entregas algo fútiles
mas siempre generosas, casi ciegas
de juventud incandescente.



Praderas imposibles

Hay casas. Ah de las casas verticales
como reductos vivos de la desolación o el sueño.

Siglo XXI de las ciudades que se prolongan,
de las ciudades amputadas que viven
dentro de las ciudades hechas fotografía
en lujosos volúmenes de venta limitada.

Viven allí las costureras residuales,
las poco amadas y las mal amadas,
los dioses del horario y de la soledad
de nieve y oficina,
la flor de aceite y amargura
de los talleres, y los bares
inventando un crepúsculo
de humaredas y tinta y autobuses,
de envejecidos jóvenes
respirando la noche
en fríos soportales y en coches a desguace.

Hay casas. Ah de las calles solas, llenas
de amaneceres sucios, de amores
clandestinos, de tiendas
de todo a cien —incluso
los sueños y la noche más hermosa, todo a cien—
como la vida en los campos de Irak
o en las tapias de sombra de un Bronx de pesadilla.

Hay casas. Ah de los autobuses
que avanzan anunciando praderas imposibles
aguas que a veces llueven
en manteles de hule, en cortinas a rayas,
nieblas que empañan vidrios
de escaparates tristes donde la ropa
se ofrece a precios razonables,
ah de las casas de las mujeres
razonables, de los niños que nunca
saldrán en los periódicos,
de los padres callados que envejecieron pronto,
demasiado pronto, mucho antes
de que fuéramos seres
con derecho a quimera y decepción.



Cena en Frankfurt

                                                    A Juan Gelman

En Frankfurt, en el viejo restaurante
de la Ópera, ceno,
esta noche de un junio equivocado
y algo frío, con Juan
Gelman.
                Casi solos,
nos reímos contra la incertidumbre
de una Europa cobarde, desgajamos
la naranja misteriosa de los sueños,
tanteamos la piel donde la vida
tiembla junto a la muerte, se deseca
cuando el odio es de plata y en los ríos oscuros
los muertos desayunan
el sueño de las algas y de la sal cortada.

Con Juan, que atesora la noche
más negra
en los callados bolsillos del silencio hijo
y del silencio nuera, aprendo
de la luz, de la delicadeza extraña
del amor tardío. De las suturas y de la mística,
de Gabo y de otros hijos
conductores de vida y de vocablos.
en la América torpe y movediza que aún escribe
de carencias y límites.
                                       Con Juan, se aviva
el recuerdo de Viena donde el último octubre
su nombre y su apellido dieron identidad
a una biblioteca. Allí, junto a un Danubio
agrisado de nubes y memoria,
comencé a conocerlo.  Y esta noche,
que gelmaneo mientras  ríe
afilando recuerdos que son apenas noche, bebo
cerveza poco fría bajo el frío de Frankfurt,
como de sus demonios, confieso mis fantasmas,
mis terrores pequeños, y acaricio la vida
que sus ojos de sorprendida claridad y noche inamovible
me conceden.

Las palabras, vencidas, se apropian del amigo.
Del que me habla de Conti y su vacío
de estopa y de alfileres y de dársenas negras.
O de un Blas de Otero frágil y amenazado
cuando, décadas antes, la geometría dibujaba
paraísos difíciles que el tiempo
tornó en muy mejorables.
 
                                              En el taxi
que nos lleva al hotel, cuando la noche
tiembla en los rascacielos
de Frankfurt, vivo el silencio cauto
y envolvente
del amigo Juan,
un silencio de pana y de ternuras,
de divisorias rotas, de fronteras
que se deshacen.

 

 

 

 

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