Dossier Octavio Paz / Marzo - abril 2014


Dos encuentros y algunas conversaciones telefónicas con Octavio Paz


Por Josué Ramírez

 

Leí por primera vez a Octavio Paz ―consciente de que se trataba de un poeta mexicano importante―, en 1979. En ese tiempo, en casa, mi hermano mayor, estudiante del CCH, nos leía en voz alta poemas de Paz ―entre muchos otros autores fundacionales, necesarios para la vida―. Poco tiempo después asistí a un taller de poesía coordinado por Evodio Escalante, y uno de los aspirantes a poeta me prestó un ejemplar de Libertad bajo palabra. Lo leí ávido, como en trance, afiebrado. A las pocas semanas, al salir del Café París, Evodio dijo: “Ahí va Octavio Paz”; lo vi de espaldas, caminando por Filomeno Mata. En 1989 fui redactor de la revista Textual, codirigida por Juan José Reyes y Fernando García Ramírez, quienes eran mis grandes amigos, con quienes hablaba de libros. En un ejercicio democrático y dinámico, me tocó como poeta del grupo coordinar el número de poesía mexicana. No recuerdo si fue Juan José o Fernando o Aurelio Major, quien propuso que le pidiéramos a Octavio Paz una colaboración para ese número, lo que sí recuerdo es que fue Aurelio quien llamó a casa de Paz y consiguió la cita. Fuimos los cuatro un mediodía. Octavio Paz nos recibió en su estudio.

Era increíble. Por lo menos para mí lo era. Estar ahí, con mis amigos, en casa de un hombre cuya forma de hablar era cautivante, luminosa, combativa. Inició la conversación con Aurelio, le preguntó si su apellido se pronunciaba Mayor o Major. Enseguida, la plática la sostuvo con Juan José, con aires de familiaridad literaria; después con Fernando, a quien tuteó. Lo que estábamos haciendo en Textual le parecía inteligente y destacó el momento que estábamos logrando en El Semanario Cultural de Novedades. Hablaron de la caída del muro, de Cuba, de las elecciones, de Cárdenas. Hablamos de poesía mexicana, especialmente de Ulalume González de León, Gabriel Zaid, de Ramón Xirau. Cuando me tocó exponer la intención y el índice del número, utilicé el verbo “agarra”. Mis amigos palidecieron. Todo se podía venir abajo por la vulgaridad de mi brillo. “Entonces, don Octavio, usted agarra y nos da un ensayo sobre lo que piensa de la poesía a finales del siglo XX”. No se molestó, al contrario, muy amablemente accedió a colaborar con nosotros y pasó a otra habitación, tardó unos minutos (mis tres amigos me miraban inquisitivos), volvió con unas cuartillas y se sentó a su mesa y escribió a mano la secundaria del texto. Se trataba de un adelanto de su libro La otra voz: Poesía y fin de siglo.  

No fue la única vez que colaboró en Textual; tiempo después, Juan José y Fernando le hicieron una entrevista sobre su visión de México; y le entregaron un poema mío para Vuelta. Pasaron unas semanas, José de la Colina nos dijo que Mare-José Paz quería regalar unos gatos. Hablé con Mar, mi compañera, y decidimos quedarnos con uno. Hablé a la casa de don Octavio y me contestó él en persona. Me saludó por mi nombre y apellido, me dijo que lamentaba que a la hora que yo pasaría no estaría él, que había leído mi poema, que era un poco largo para la revista. No evité preguntarle qué le había parecido; me dijo: “Bueno. Sólo tiene un defecto. Está muy del lado psicológico de las cosas”. Me quedé estupefacto. Su comentario no desaprobaba mi poema, lo describía. (El poema se titula “Confesión” y está en mi libro Hoyos negros.) “Oiga, pues deme oportunidad de entregarle otro.” “Claro”, contestó. Marie-José nos entregó una gatita atigrada de pelo largo, miniatura, que no maullaba, a la que Mar nombró Peipus. 

Pasaron unos meses y la madrugada del 14 de noviembre (aniversario de nuestra unión libre, entre Mar y yo) de 1990, escribí un poema que pensé podría gustarle a Paz. Me dirigí a su casa, sin antes llamar; porque lo que haría sería entregar el sobre y me iría. Llegué al condominio en Reforma, el portero me dijo pásele. Subí y toqué el timbre, abrió don Octavio, vestía camisa azul claro y suéter azul con botones al frente y pantalón también azul marino. Me disculpé por no avisar que iría, me dijo: “No se preocupe, señor Ramírez”. Le entregué el sobre, mientras me decía que lo disculpara por no invitarme a pasar, porque en una media hora recibiría a alguien; abrió el sobre, pasó la mano sobre la superficie de la hoja, como quien lee en braille y me dijo: “Pegó las correcciones”, “Sí”, le dije. Me agradeció y me pidió que le hablara “en cuarenta minutos”. Me fui caminando al Semanario Cultural de Novedades; conté no los pasos ni los minutos sino los segundos. Llegué a la redacción del suplemento, sólo estaba Margarita, la secretaria. Le pedí permiso de hablar desde el escritorio de De la Colina. Marqué, contestó don Octavio. De entrada me dijo: “Acabo de enviar su poema a la revista con una nota. No le aseguro que se publique, pues no decido yo solo. Pero dígame, ¿por qué no mide sus versos? Yo, aun en los poemas más polimétricos, siempre los mido.” “La idea que persigo es desestructurar la sintaxis, hacer que el poema sea el equivalente de un agujero negro.” Ese fue el preámbulo a mi examen profesional, pues me preguntó cuáles poetas mexicanos me gustaban más, desde el siglo XVII hasta nuestros días. Me preguntó si leía en otros idiomas, le dije: “No”. Me sugirió agotar en todo caso todas las traducciones posibles; no me dijo aprenda este o aquel idioma. Me preguntó sobre libros de ensayistas literarios, novelistas, autores y temas diversos. Mis gustos en música y en arte. Hubo un momento que sentí que estaba probándome para hacerme caer. Pero no. Era generoso, escuchaba lo que le decía por teléfono, mis por qué y mis cómo. De pronto me di cuenta que llevaba con él hablando más de 20 minutos. Fue entonces que me habló de mi poema “Futura”. Le había gustado mucho. Me dijo cosas que no olvido y conservo como un tesoro, como las palabras de un hombre histórico que me estaba diciendo algo muy importante, algo sobre mí, sobre mis poemas, mi manera de ser poeta, la responsabilidad que eso implicaba, el valor que uno construye cuando decide serlo. Desde luego no repetiré aquí sus palabras, sería una arrogancia, pero lo que sí comparto con quien esto lea, es que aprendí algo muy importante. Después de esa conversación telefónica me vi con mis amigos, les conté con reservas y aquello fue pólvora. Me sentí afortunado por lograr la atención de un hombre que vivió con pasión intelectual su siglo. En diciembre de 1990, un domingo de mañana fría, fuimos Mar y yo a desayunar al centro. En algún momento le llamé a un amigo y me dijo: “Has de estar bien contento. ¿Qué se siente, o qué?” “No sé de qué hablas”, le dije. “¿No has visto?” “¿Qué?” “Tu poema. Ya se publicó en Vuelta”. No lo podía creer, pues apenas lo había entregado dos o tres semanas antes.