Dossier Octavio Paz / Marzo - abril 2014


Ojos de hombre azul 


Por Juan Fernando Covarrubias

 

Volvía a ver al hombre mucho tiempo después. Ahí estaba. Si en aquella época me pareció viejo, ahora no sabría decir si lo era. Ya se sabe que lo viejo, como cualquier rasgo en la piel, es escurridizo. Es decir, se ubicaba en esa pálida edad indefinible que a todos, en algún momento, nos ataca. Lo vi de pie, en una de las puertas de entrada al tren ligero, aferrado al tubo. La barba crecida, el cabello al rape, la mirada abotagada, perdida; todo, como en aquellos días. Hice a un lado el libro para mirarlo. Pensé que tal vez pudiera reconocerme. En un momento, incluso, quise hablarle. Lo pensé de nuevo. Sería una locura presentarme, decirle que yo le compraba libros en aquel puesto que estaba siempre a punto de caerse, entre otros de ropa, enseres domésticos de segunda mano, fruta y chácharas. Desistí de mi intención. Mientras, en la lectura:

“-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa”.

El hombre, un par de estaciones antes de la parada en que bajaría yo, se perdió en una de las salidas. Su caminar era cansado, como si arrastrara los pies, aunque en realidad los hiciera deslizar quedamente. Lo miré por los cristales cuando la puerta cerró. En una ráfaga volteó. Sus ojos encontraron los míos. O quizás, más bien, los encontré yo después de un rato de estarlos procurando. Un brillo ínfimo, fugaz, me hizo imaginar que tal vez me recordaría. Alcé la mano a modo de despedida. No devolvió el gesto. No hizo ningún gesto. Miró de nuevo al frente y, mientras el tren ya iba ganando velocidad, pasó por uno de los torniquetes. En la lectura:

“-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-Ah, qué mañoso es usted…”

Es curioso, pero ese libro de Octavio Paz que llevaba en las manos, ¿Águila o sol? (1951), a él precisamente se lo había comprado. Ahora me da risa recordar su manera de convencer al comprador: abría el libro, leía el precio anotado en la primera página –siempre a lápiz–, le restaba el cincuenta por ciento y añadía un treinta por ciento de descuento más –todo en voz alta–… Sus precios, con toda esa operación deslumbrante, no resultaban baratos, sino apegados a un costo justo… Es decir, se trataba de una faramalla distractora y que, a los más, convencía infaliblemente. Fui uno de esos incautos del engaño matemático. No como esa frase que asoma como clímax y resolución del cuento El ramo azul de Paz:
“-Pues no son azules, señor. Dispense”.