Dossier Octavio Paz / Marzo - abril 2014


A mí me caía mal Octavio Paz


Por Karla Sandomingo

 

A mí me caía mal Octavio Paz. Debo decirlo. Me parecía prepotente, pagado de sí mismo. Y puedo matizarlo. O puedo no hacerlo y dejar esta frase intacta, para que el lector se quede escandalizado durante muchas líneas y se sienta ofendido (o peor, identificado) durante algunos minutos más. A mí me caía mal Octavio Paz. Y más mal me caían los que hablaban bien de él. O los que se jactaban de conocerlo o de conocer su obra a profundad. Y resulta que nadie hablaba mal, entonces todos me caían mal. Me caía mal verlo en la televisión (aunque no me parecía feo, eso también debo admitirlo), me caía mal el revuelo que causaba su nombre y que mencionaran sus libros.

Debo decir que me caía mal cuando yo era beligerante, cuando estaba contra toda moda, cuando todo cuestionaba, cuando tenía menos de 25 años. Y en este momento, dentro de unas palabras más, voy a confesar lo peor: no lo había leído. Y no lo había leído porque yo era beligerante, porque leerlo era la moda, porque salía en la tele y porque todos los escritores hablaban de él. Ya lo dije. Entonces, un día, enfadada ya de todo eso, decidí leerlo para destrozarlo, ahora sí, como debía ser, con su propia obra. Evidentemente, lo que sigue ya no es sorpresa para nadie: se me cayó la quijada, las manos, las células madre, los malos pensamientos, cuando iban apareciendo ante mí mariposas híbridas, insectos ya sin patas, salidos del laboratorio de Paz, palabras a la mitad, inserciones de unas imágenes con otras que provocaban parálisis facial, mental, bucal. Porque no había nada qué decir mientras las imágenes giraban frente a mí, volaban frente a mí, se transformaban en una cosa tormentosa o ligera o profunda o violenta.

Salí de mi casa, desnuda, es decir, sin palabra alguna, ningún argumento más, con el corazón helado, hirviendo, y me encontré a un hombre detenido en medio de la acera, paralizado también, frágil; estaba a punto de agarrar a la Palabra, lo vi: ahí estaba, con las manos amoratadas y una pluma entre sus dedos.